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Julio de 1936: tricornios decisivos

Entre el 18 y el 19 de julio de 1936, tres aviones despegan de tres lugares distintos con un general a bordo. Un pequeño bimotor militar Dragón Rapide lo hace en la madrugada del 18 desde el aeródromo de Getafe, en Madrid. Otro Dragón Rapide, esta vez civil, lo hace pasadas las dos de la tarde del día 18 del aeródromo de Gando, en Las Palmas de Gran Canaria. Por último, un hidroavión militar Savoia S-62 despega a las once de la mañana del 19 de aguas de Mallorca. La Historia, con la inestimable ayuda del cine, recuerda bien al pasajero del segundo de estos aviones: el general Francisco Franco Bahamonde, actor señalado de la guerra marroquí y de la represión de la revuelta obrera asturiana de 1934, como hechos de armas más notorios de su carrera. Mucho menos se recuerda, empero, a los otros dos generales.

El que ocupa el primero de los aviones citados es el general Miguel Núñez de Prado, otro veterano de Marruecos, donde se ha distinguido no menos que Franco, al que de hecho tuvo a sus órdenes en las operaciones de reconquista de la zona de Melilla tras el desastre de Annual. El que viaja en el hidro, por último, es el general Manuel Goded Llopis, otro militar curtido en la revuelta asturiana y antes en la lucha con los rifeños, frente a los que se batió con arrojo en el desembarco de Alhucemas de septiembre de 1925. Tres aviones, tres generales africanistas y tres destinos muy distintos, que sirven como metáfora de lo que fueron el alzamiento militar y la guerra civil que estalló en el verano de 1936. Elegimos sus historias porque no solo valen a estos efectos, sino también para ilustrar la diversa suerte que jugó y corrió, según los lugares, el colectivo al que van dedicadas estas páginas.

Es curioso consignar que de los tres generales, uno viste de paisano, y los otros dos, en cambio, portan el uniforme que acredita su condición. Uno se dirige a su destino sin demasiada prisa, haciendo incluso una escala de una noche que demora su llegada hasta el día siguiente, mientras que los otros dos apremian al piloto a que llegue cuanto antes. Uno va a sobrevivir a aquel verano y a medrar con sus consecuencias. Los otros dos, ni lo uno ni lo otro. El lector perspicaz habrá acertado que el general de paisano, sin prisa y superviviente es el mismo, y que los otros dos son los que reúnen las tres circunstancias opuestas. La clave está en dónde aterriza cada uno, y con qué intenciones.

Franco, el futuro caudillo, toma tierra bien entrado ya el día 19 en el aeródromo de Sania Ramel, en Tetuán. Allí lo reciben el coronel Sáenz de Buruaga y el teniente coronel Yagüe, que se han asegurado de que las tropas del protectorado secundan plenamente la rebelión militar contra la República, de hecho iniciada el día 17 de julio en las plazas africanas. Con esta garantía, que lo es de las unidades más combativas y acreditadas del ejército español, Franco, que se ha puesto ya su uniforme, se presenta en Tetuán para encabezar el movimiento. Núñez de Prado, en cambio, aterriza en Zaragoza, desde donde han llegado al gobierno, al que se mantiene leal, preocupantes noticias sobre la posible adhesión a la revuelta del jefe de la división orgánica aragonesa, el ex inspector general de la Guardia Civil Miguel Cabanellas. En cuanto a Goded, baja del avión en la Aeronáutica Naval de Barcelona, ciudad donde según todas las noticias la rebelión se encuentra en comprometida situación, por haberla advertido a tiempo el gobierno de la Generalitat y haberse movilizado contra los rebeldes las masas populares y las fuerzas de orden público. Franco entra entre vítores en Tetuán, aclamado por las tropas sublevadas como su jefe indiscutible. Núñez de Prado se encuentra con que Cabanellas, respaldado por las tropas y la Guardia Civil de Zaragoza, ha dominado ya la provincia para unirla a la rebelión. La entrevista con el sedicioso, lejos de concluir en la persuasión que confiaba lograr por su antigua camaradería africana, termina con su arresto. Posteriormente Núñez de Prado será trasladado a Pamplona y puesto a disposición del general Mola.

Goded se presenta en el edificio de la Capitanía General de Barcelona, donde arresta y destituye al general Llano de la Encomienda, opuesto a sumarse al golpe. Con las fuerzas que lo obedecen, planta cara a la Guardia de Asalto y a las milicias anarcosindicalistas que se han echado a la calle, pero empieza a intuir que su lucha carece de sentido cuando ve avanzar contra él los tricornios de la Guardia Civil. Siguiendo instrucciones del jefe de la zona, el general José Aranguren, el coronel jefe del Tercio Urbano de Barcelona, Antonio Escobar, ha puesto a sus guardias a las órdenes de la Generalitat, escenificando el gesto con una orden de vista a la izquierda al pasar la formación benemérita por la Via Laietana frente a la Conselleria de Ordre Públic, donde a la sazón se encuentra el president Lluís Companys. Escobar y los suyos se dirigen hacia las calles donde grupos de guardias de Asalto y paisanos encabezados por los belicosos anarquistas Ascaso y Durruti se baten contra las tropas de los cuarteles del Bruc y de Lepanto. La decisiva intervención de los disciplinados civiles desequilibra el combate en contra de los militares sublevados. Goded se resiste a rendirse, a lo que lo insta el general Aranguren, pero cuando esa misma tarde los cañones empiezan a bombardear el edificio de Capitanía, el también general alzado Fernández Burriel comunica a los sitiadores la capitulación de los rebeldes. Los mossos d'Esquadra salvan por poco a Goded del linchamiento y lo llevan a presencia del presidente de la Generalitat, Lluís Companys, que le hace leer una declaración por radio: «La suerte me ha sido adversa y yo he quedado prisionero. Por lo tanto, si queréis evitar el derramamiento de sangre, los soldados que me acompañáis quedáis libres de todo compromiso».

Sometido a consejo de guerra, el frustrado jefe de la sublevación en Cataluña acaba sus días fusilado en los fosos de Montjuic, por donde tantos otros pasaron antes, según hemos ido recogiendo en nuestro relato. Es el 12 de agosto de 1936. En cuanto al general Núñez de Prado, no llegará a vivir tanto, ni a beneficiarse de un proceso, así sea sumario y de escasas garantías. Las manos en las que ha caído, las del general Mola, son las peores que podría imaginar. Se trata del cerebro del golpe militar, el conocido como el Director, calidad en que firma sus siniestras «instrucciones reservadas», donde puede leerse, por lo que a Núñez de Prado incumbe, lo siguiente: «Ha de advertirse a los tímidos y vacilantes que el que no esté con nosotros, está contra nosotros, y que como enemigo será tratado. Para los compañeros que no son compañeros, el movimiento será inexorable». Congruente con ese principio de actuación, Mola manda fusilar a Núñez de Prado el 24 de julio de 1936.

La figura de Mola, «ingeniero» del alzamiento militar contra la República, merece algún detenimiento. Nacido en Santa Clara, Cuba, en 1887, hijo de un capitán de la Guardia Civil y de una natural del país, había pasado su adolescencia entre Gerona y Málaga, donde adquirió una mediana instrucción que unida a sus innegables dotes intelectuales lo predispuso para ser, tras su incorporación a la Academia de Toledo en 1904, un militar algo más cerebral que la media de sus compañeros. En los tiempos que le tocó vivir, los de las campañas africanas, abundaba más otro tipo de oficial, temerario y no en exceso cultivado. Ello le permitió, tras hacer una carrera razonablemente lucida en Marruecos, donde mandó tropas indígenas, alcanzar el cargo de director de Seguridad de la agonizante monarquía, pecado que luego le tocaría purgar. Enviado a la reserva tras el golpe de Sanjurjo, rehabilitado gracias a la derrota de las izquierdas en 1933, fue de nuevo castigado con el traslado a un destino menor, el gobierno militar de Pamplona, tras el retorno de Azaña al gobierno en 1936. Lo que hasta parece benigno, en su condición de autor de un panfleto ofensivo titulado El pasado, Azaña y el porvenir. A lo largo de estos años desarrolló un odio visceral hacia el marxismo y el comunismo, a los que creía a punto de apoderarse del país. Desde su destierro en Pamplona, se aplicó a organizar la rebelión, contactando con cuantos militares desafectos a la República pudo encontrar. Entre otros, el exiliado Sanjurjo, al que ofreció ser cabeza de la sublevación. También implicó a los carlistas, aunque a punto estuvo de romper con ellos por engorrosas diferencias sobre si el nuevo estado debía ser una república o una monarquía.