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Fue él quien diseñó la estrategia y fijó la fecha del alzamiento para el 18 de julio, tras el detonante que le proporcionara el asesinato de Calvo Sotelo, aunque las tropas africanas finalmente se adelantaran a la larde del 17. Y fue él, también, quien en las aludidas instrucciones reservadas marcó la pauta despiadada que iba a dominar la sublevación: «Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas». La exhortación a esta violencia extrema, entre otras cosas, venía marcada por una constatación previa, también recogida en las instrucciones reservadas: que tanto en Madrid, donde la sublevación no contaba con apoyos suficientes, como en otras grandes ciudades, es decir, allí donde había contingentes importantes de Guardia Civil y Guardia de Asalto, unidades mucho más preparadas y disciplinadas que el precario ejército de soldados de reemplazo que iban a movilizar los rebeldes, era harto probable que la rebelión fracasara. Ello determinaba la necesidad de asegurarla en las ciudades más pequeñas y las zonas rurales, para marchar cuanto antes sobre la capital y reducirla.

Como demostró la actuación de Escobar en Barcelona, pero también la de las unidades de la Guardia Civil de Madrid, que contribuyeron a aplastar la rebelión encabezada por el general Fanjul, o las de Valencia, Bilbao y Málaga, igualmente determinantes para que esas ciudades permanecieran leales al gobierno, el Director, que no en vano se había criado en una casa-cuartel de la Benemérita, no andaba descaminado en su previsión. Cifraba Mola sus principales esperanzas, además de sus propias fuerzas, en el ejército de África; en Zaragoza, donde se había asegurado la cooperación del masón Cabanellas (pese a su aversión a la masonería); y en Sevilla, donde contaba con el general Queipo de Llano, protagonista de un abrupto viaje, desde el republicanismo más militante (como líder de la ARM, el grupúsculo de militares que conspiraron por la república en 1930) hasta su activa participación en el golpe, con encarnizado cumplimiento de las directrices de Mola para la eliminación del adversario. Queipo, que como republicano dejara sentenciado para la posteridad que hasta el 14 de abril de 1931 el ejército no había sido más que «una corporación de lacayos al servicio de la Casa de Borbón», que había sido premiado con generosidad por la República, y que en la fecha del alzamiento dirigía el cuerpo de Carabineros, se revelaría finalmente, en combinación con Franco y sus tropas africanas, como organizador de la principal plataforma ofensiva de los rebeldes sobre Madrid. Nada que deba extrañarnos, en un país tan pródigo en personajes capaces de luchar a muerte por una idea y contra ella. Y una paradoja más: el cuerpo que dirigía Queipo no lo secundó y permaneció mayoritariamente leal al gobierno.

Los rebeldes se hicieron también con Galicia, la mayor parte de Castilla La Vieja y León y la mitad norte de Extremadura. A Mola, en cambio, le falló Cataluña, que había contado con levantar pese al escollo de Barcelona, y también se vio sin la Armada y la Aviación, que en buena medida no secundaron el golpe. El día 20 de julio, el general Sanjurjo moría al estrellarse con el avión que lo traía de Portugal. Este contratiempo, unido a todos los anteriores, causó en Mola, según su mordaz biógrafo Blanco Escola, un abatimiento rayano en la depresión. Por aquellas fechas, Andalucía apenas estaba consolidada, más allá de las ciudades de Córdoba y Granada y el corredor Sevilla-Jerez, y las tropas de Aragón y Navarra, llamadas a marchar sobre Madrid, tenían que dividirse entre este esfuerzo y el de proteger Zaragoza frente a la embestida que se les venía encima desde Cataluña. A eso debía sumarse la imposibilidad de llevar a las tropas de África a la península por mar, ante la hostilidad del grueso de la flota. Entre tanto, Franco, ya entregado por completo a la rebelión y dispuesto a hacerse con sus riendas, negociaba con Hitler para que le prestara los aviones que necesitaba a fin de poder trasladar por aire a Sevilla a los legionarios y regulares de Marruecos. Mola impulsó la creación de una Junta de Defensa Nacional con Cabanellas como presidente, pero el propio designado fue consciente de su papel decorativo, a la espera de que en el seno del bando sublevado se definiesen las fuerzas. El curso de aquel verano sangriento, a cuyo término las unidades de Franco se plantaron a orillas del Manzanares, en tanto que las que había enviado Mola desde el norte se atascaban en la sierra de Guadarrama, decidió la designación del gallego como caudillo único el 1 de octubre de 1936. A partir de ahí, Mola jugó un papel subalterno, hasta su extraña muerte en accidente de aviación, el 3 de junio de 1937, en el pueblo húrgales de Alcocero. Entre los restos del avión se halló la cámara Leica que el general siempre llevaba consigo, para fotografiarlo todo.

¿Qué había sucedido, entre tanto, en el lado republicano? El golpe había pillado por sorpresa, hasta cierto punto, al gobierno. Aunque había fuertes rumores de que la rebelión era inminente, se habían creído (o querido creer) el juramento que Mola le había hecho a su superior inmediato, el general Batet, de no estar implicado «en ninguna aventura». El presidente del Gobierno, el galleguista Casares Quiroga (que ocupaba el puesto tras la elevación de Azaña a la presidencia de la República, después de la renuncia de Alcalá-Zamora) presentó en la medianoche del 18 su dimisión. Lo sustituyó el presidente de las Cortes, el ex radical lerrouxista (además de masón y Gran Maestre del Gran Oriente español) Diego Martínez Barrio, que al frente de un breve gobierno de conciliación logró parar el golpe. Incluso llegó a hablar con Mola, que le dijo que ya no podía echarse atrás, porque los «bravos navarros» que se habían puesto a sus órdenes lo matarían. Logró no obstante Martínez Barrio contener la sublevación en la mayor parte del país, manteniendo la fidelidad de no pocas unidades del ejército (especialmente, como se dijo, de la Armada y la Aviación), la inmensa mayoría de los miembros de los cuerpos de Seguridad y Asalto y Carabineros y algo más de la mitad de los efectivos de la Guardia Civil. Por su distribución y calidad, no obstante, los guardias leales a la República pesarían mucho más que los rebeldes. Para empezar, de los siete generales del cuerpo, tan solo se alzó uno. Y la lealtad de los beneméritos de Cataluña, Madrid y Levante sería crucial para articular la sólida columna vertebral de la España republicana que, sin contar con nada ni medio comparable a los generosos apoyos que recibió Franco de las potencias del Eje, iba a ser capaz de plantar cara durante tres años a la maquinaria bélica que levantaron los sublevados.

No es tarea fácil describir la actitud de la Guardia Civil ante el golpe. Resumiendo mucho, podemos decir que hubo lugares donde poco o nada pudo decidir. Volviendo a los tres escenarios con que abríamos este capítulo, tal fue el caso del protectorado marroquí, donde la fuerza de los sublevados era tal que habría sido suicida oponérseles. No quiere esto decir que no hubiera quienes dentro del cuerpo arrostraran ese riesgo. Para ejemplo, el comandante Rodríguez-Medel, jefe accidental de la comandancia de Pamplona, el corazón del levantamiento, que murió por ir allí a oponerse a este (a manos de sus propios hombres, hecho peculiar en la historia benemérita); pero como puede comprenderse, su osadía no fue la norma. En segundo lugar, hubo otros sitios donde la Guardia Civil habría podido contribuir a inclinar la suerte del lado de la República, o cuando menos a dificultar el triunfo de la sublevación, pero optó por sumarse a esta, como fue el caso de Zaragoza (o el de Sevilla y otras capitales andaluzas). Y por último, hubo lugares donde su intervención, al servicio decidido de la legalidad republicana, llevó a aplastar la rebelión: el caso de Barcelona y de otras ciudades, donde los beneméritos, codo a codo con los guardias de Asalto y los ciudadanos en armas, convertidos en inequívocos soldados del pueblo, fueron claves para derrotar a los sediciosos.