Afirma Aguado Sánchez que la Guardia Civil no se sentía a gusto con la República, lo que a su juicio obedecía a la evidencia de que la República, pese a haberse apoyado en ella en su proclamación, no quería a la Guardia Civil. Ambas afirmaciones tienen un fondo de verdad incuestionable, que vuelve tanto más meritoria la conducta de esos cientos de jefes y miles de hombres del cuerpo que el 18 de julio decidieron seguir acatando la ley y enfrentarse a unos militares que entre otras cosas decían venir a reivindicarlos frente a la campaña de acoso que sufrían desde la izquierda radical. El propio Franco había declarado, meses antes del golpe, que no pensaba sublevarse, salvo si llegaba la hora del comunismo o disolvían la Guardia Civil. Pero, tomada en un sentido absoluto, la aserción del historiador del cuerpo admite alguna discusión. Había entre la Guardia Civil una porción, no del todo desdeñable, de oficiales y agentes que simpatizaban con la República. El autor cuenta con el testimonio de su tío abuelo, guardia civil en Málaga en el verano de 1936. Según sus recuerdos, los guardias eran mayoritariamente republicanos, y llegaban a enfrentarse a los oficiales por su despotismo, como ilustran dos anécdotas. En cierta ocasión, un teniente recién llegado del Tercio le preguntó a otro, veterano del cuerpo, si allí se pegaba, como era costumbre hacer con los legionarios insumisos. El oficial veterano le respondió que hiciera como mejor creyera, pero que recordara que allí cada uno llevaba colgada una pistola. Elocuente fue, también, la forma de pedir que se indultara de la pena de muerte a un guardia que había matado a su cabo, por aprovechar mientras lo enviaba de correría para entenderse con su mujer. Estando todos los oficiales en el patio del cuartel, los guardias les arrojaron encima el retrato del director general. Al final el guardia fue indultado. Con este ambiente, no sorprenderá que en Málaga la Guardia Civil no secundara el alzamiento, pese a recibir en los primeros momentos órdenes en tal sentido de algunos oficiales comprometidos con los sediciosos y que acabaron recluidos como reos de rebelión militar en un barco-prisión. Un destino al que sin embargo escapó el capitán cajero, hombre considerado con los guardias, y al que estos facilitaron un mono de miliciano y lo ayudaron a cruzar las líneas en el frente de Estepona. Pero aparte de estos elementos más o menos díscolos, había otros muchos que, imbuidos del espíritu de Ahumada, y como demostraron en las calles el 18 de julio, continuaban dispuestos a acatar las órdenes de la autoridad legalmente constituida, pese a su disgusto por la deriva que habían tomado los acontecimientos, y aunque algunos lo hicieran con cierta tibieza, ante el fracaso consumado de aquella sublevación ejecutada con tan irregular fortuna.
Por otra parte, entre los republicanos no todos estaban tan convencidos de que la Guardia Civil era una mala hierba que debía erradicarse del solar español. Algún indicio, además, les llegaba desde fuera, como cuando se solicitó su presencia para garantizar la limpieza del plebiscito del Sarre, organizado por la Sociedad de Naciones, lo que patentizaba su prestigio internacional. De hecho, el resultado de la acción de la República a lo largo de los cinco años que vivió en paz relativa fue de potenciación del cuerpo y mejora de las condiciones de los guardias, a los que se les aumentó el sueldo (por obra tanto de los gobiernos de derechas como de los de izquierdas) y cuya plantilla se amplió hasta alcanzar cifras récord. El 18 de julio de 1936 (aunque los datos no son pacíficos) había unos 35.000 guardias civiles, tantos como nunca antes. De ellos, unos 20.000 quedaron en la zona gubernamental y unos 15.000 en la sublevada. Los que conservó a su lado la República no solo recibieron, al menos en los primeros días, la gratitud y el afecto de la población, sino que en seguida se revelaron imprescindibles para la dirección de las improvisadas tropas con que contaba el bando gubernamental, al frente de cuyas unidades se situaron no pocos miembros del cuerpo. Pero ya antes del alzamiento y de demostrarse su utilidad había en el seno de los partidos republicanos (incluso de izquierdas, como el PSOE) personas que habían aparcado sus veleidades antibeneméritas, y que al apostar por el restablecimiento del orden, para evitar que la República se viera desbordada por la revolución, no podían sino contar con la Guardia Civil. Tal era el caso de Azaña, que en su famoso discurso de Comillas de 1935 dijo estar dispuesto a contener tanto a los elementos facciosos como a las masas exaltadas, y pidió que no lo llamaran si no iban a dejarle gobernar. Algo que implicaba, sin duda, recurrir ampliamente a los guardias civiles.
No está de más retener esta idea, para comprender mejor lo que ocurrirá muchos años más tarde, cuando los herederos históricos e ideológicos de esa sensibilidad republicana moderada, al llegar al poder, establezcan con el instituto armado una relación que en nada se compadecerá con esa consideración como enemigo irreconciliable. Otra cosa es lo que sucedería en los días siguientes al alzamiento, cuando la República cayera en manos de otros sectores más radicales, estos sí, profundamente enemistados con la Guardia Civil, a la que se habían enfrentado una y otra vez, como hemos visto, con profusión de sangre y muertos por ambas partes. A partir de ahí, la subsistencia de la Guardia Civil en la zona republicana se volvería problemática y a la postre acabaría resultando inviable. El giro lo marcó la entrega de armas al pueblo decidida por el socialista José Giral, que sustituyó a Martínez Barrio al frente del gobierno el día 19 de julio. Si su predecesor, en su fugaz mandato, había intentado evitar una guerra civil, Giral actuó desde el comienzo sobre la convicción de que esa guerra ya estaba en marcha y había que sumar tantos efectivos como fuera posible a la causa de la República. En consecuencia, decidió entregar armas a las milicias, arriesgada maniobra a la que hasta entonces se había opuesto con firmeza el general Miaja, jefe de la división orgánica de Madrid. En la decisión de armar a la población apoyó resueltamente a Giral el inspector general de la Guardia Civil, el general Pozas Perea, cuyos oficios habían sido decisivos para liquidar los pocos apoyos con que contaba la sublevación en las unidades madrileñas del cuerpo y para asegurar la lealtad de las de Barcelona, debido a la estrecha relación de confianza que mantenía con el general Aranguren.
Es el momento de ofrecer algunos detalles sobre el perfil de este militar, cuya actuación sería de tanta trascendencia en aquellos días, y más a partir de su nombramiento, el propio 19, como ministro de Gobernación del gabinete Giral. Había accedido a la Inspección General de la Guardia Civil, con el grado de general de brigada, el 7 de enero de 1936, nombrado por el gobierno de transición de Pórtela Valladares p-ara suceder a Cabanellas y gestionar el orden público en los inminentes comicios de febrero. Antiguo gentilhombre de cámara de Alfonso XIII, y como el presidente del gobierno con un pasado marcadamente monárquico, Pozas había desarrollado una brillante trayectoria en Marruecos, donde entre otras acciones había mandado la columna que reconquistara en 1926 las ruinas del malhadado campamento de Annual, consiguiendo una medalla militar individual y dos ascensos por méritos de guerra. Ya en la sesentena cuando accedió al cargo, pertenecía como Pórtela a la masonería, lo que le proporcionaba provechosos vínculos a izquierda y derecha. Gracias a ellos, y a su desempeño durante los comicios, en los que los guardias a sus órdenes contribuyeron a garantizar la limpieza del proceso electoral que llevaría al Frente Popular a la victoria, y se mostraron luego poco enérgicos con algunos excesos que se produjeron en la celebración de los resultados, fue confirmado al frente del cuerpo por el nuevo gobierno de Azaña. Su diligencia para hacer frente a un primer conato de rebelión militar en marzo, con gestiones directas ante Franco y otros generales descontentos, le permitieron ganarse la plena confianza del gobierno del Frente Popular, que le sería ratificada, tras su actuación durante aquellos cruciales días de julio, con la entrega de la cartera ministerial.