Rodolfo Martínez
Sherlock Holmes y la boca del infierno
Para mis lectores portugueses
Si hacía caso a las palabras de Holmes, lo que tenía ante mí era
una suerte de übermensch con el poder de un dios griego, una
especie de cristalización de las absurdas ideas alemanas sobre
razas superiores destinadas a gobernar. Claro que, si hacía caso
de las palabras de Holmes, vivía en un mundo lleno de esquinas
ocultas donde la realidad estaba llena de aristas, recovecos y
laberintos. Si hacía caso de las palabras de Holmes, este mundo
ni siquiera nos pertenecía, y sus dueños eran unas criaturas
imposibles que dormían un sueño parecido a la muerte mientras
aguardaban a que los hicieran volver.
William Hudson en Sherlock Holmes
y las huellas del poeta
Naturalmente, un encuentro
A finales del año 2006 fui invitado a Lisboa por los organizadores del Forum Fantástico, aprovechando la publicación de A sabedoria dos morios, la edición portuguesa de Sherlock Holmes y la sabiduría de los muertos. De ese modo conocí a Luis Corte, mi editor portugués, que durante aquellos días se ofreció a ejercer de improvisado cicerone para los invitados a las jornadas.
Fue en Boca do Inferno, a pocos kilómetros al norte de Lisboa, donde sucedió todo. Luis nos enseñó el lugar y nos contó la historia del suicidio fingido de Aleister Crowley. Lo cierto es que el sitio impresionaba: un acantilado batido por el Atlántico y, en medio de él, aquella extraña boca en la que el mar se precipitaba furioso.
Ya regresábamos al coche cuando lo vi. Con la excusa de que necesitaba comprar tabaco, les pedí a los demás que esperasen y entré en el pequeño restaurante que había junto a la Boca del Infierno.
Al principio creí que me había equivocado, que mis ojos me habían jugado una mala pasada. Luego, de repente, apareció a mi lado como salido de la nada, con su pelo casi blanco y una sonrisa de medio lado en su rostro de niño.
– Señor Martínez -me saludó.
Le devolví el saludo y él me indicó con un gesto que lo acompañara.
– No tengo mucho tiempo -dije-. Me están esperando.
– No se preocupe, no será mucho rato.
Así que nos sentamos y pedimos algo de beber.
– ¿Le está gustando Portugal?
– Mucho -admití.
Bebió un trago de vino y lo paladeó largo rato, con los ojos entrecerrados.
– Ah, voy a echar de menos esto.
– ¿Se va de viaje?
– Vuelvo a casa. Esta misma noche. Pero antes quería darle algo.
Llevaba con él una cartera de piel, que me tendió. Al cogerla, me di cuenta de que había visto tiempos mejores. En la cerradura había grabadas tres letras: JHW.
– Perteneció a un buen hombre antes de pasar a mis manos -me dijo-. Ahora es suya, con todo lo que contiene.
La abrí y encontré exactamente lo que esperaba: un grueso y apretado fajo de hojas.
– ¿Otra historia holmesiana? -pregunté.
– La última. Al menos la última que le voy a dar. Como le he dicho, vuelvo a casa esta noche.
– Comprendo.
– Lo hace, pero no me cree. Sigue pensando que soy un impostor.
Me encogí de hombros.
– ¿Y qué importa eso? He hecho lo que usted quería. He publicado las historias que me dio. Que crea o no lo que contaban, no debería preocuparle.
– No me preocupa, aunque confieso que me irrita un poco. Supongo que me he vuelto demasiado humano con el correr de los años. Como le dije a Sherlock Holmes una vez, la carne es adictiva. Más de lo que pensaba en aquel momento.
– Si es tan adictiva, ¿por qué se va?
– ¿De vuelta al infierno, quiere decir? -Terminó su vaso de vino y se sirvió otro-. Bueno, tengo mis motivos.
– Que, por supuesto, no me va a decir.
– Lea lo que hay en la cartera. Quizá entonces lo comprenda. Aunque seguramente seguirá sin creerlo.
– Seguramente -repetí.
– Sé que está trabajando ahora en la historia de Nadie. Tal vez cuando haya leído esto decida interrumpirla.
– No sería mala idea. La verdad es que no sé muy bien cómo afrontarla. Las otras historias que usted me pasó eran fáciles, pero ésta…
– Entonces, así matará dos pájaros de un tiro.
– No lo entiendo. Sí, ya lo sé, lo entenderé mejor cuando lo haya leído.
– Puede que sí, puede que no.
– Es usted bastante irritante, ¿sabe?
– Sí, muy inglés, ¿verdad? Pero, irritante o no, le he dado material para unos cuantos libros. Libros, me apresuro a decir, que le han proporcionado algunos beneficios. Y nunca he insistido en que los compartiera conmigo.
– Sí, claro -dije, burlonamente-. Tiene que ser muy duro para usted permanecer en la sombra y no poder llevarse la gloria de todo esto. -Me detuve, como si de pronto hubiera reparado en algo-. Espere un momento, ¿qué gloria?
Pareció a punto de sonreír, pero cambió de idea en el último momento.
– No me culpe a mí o a los lectores de su incompetencia, señor Martínez -dijo-. Le di un buen materiaclass="underline" si no ha podido hacer nada mejor con él, es sólo culpa suya.
No respondí.
– Pero no he permitido que me viera sólo para hacer mofa de usted, aunque confieso que resulta gratificante. Pensaba enviarle el maletín y su contenido por mensajero, pero ya que ha sido tan amable de venir hasta aquí, me pareció mejor entregárselo en mano. El azar tiene a veces favoritismos un tanto absurdos, si lo piensa un poco.
– Prefiero no hacerlo.
– Sí, eso he oído.
– Que le den.
– Seguramente. Al fin y al cabo, para mis antiguos súbitos soy el mayor traidor de nuestra historia. Así que sin duda «me darán», o lo intentarán cuando menos.
– Cuánto lo siento.
– No lo dudo.
– En fin, tengo que irme. Iba a decir que ha sido agradable verlo, pero me da pereza mentir esta mañana.
– Ah, señor Martínez, ¿y se pregunta después por qué no es más popular? Se atrapan más moscas con miel que con… ¿cómo era?, lo he olvidado.
– Vinagre, me parece. Aunque en su caso podríamos probar con azufre.
Me puse de pie y cogí la cartera, dispuesto a marcharme.
– Pero no se enfade, hombre, no se tome las cosas tan a pecho.
Lo cierto es que no estaba enfadado. En realidad, me sentía aterrorizado, sin saber muy bien por qué. Mis modales agresivos siempre han sido la forma en que intento ocultar el miedo. Y creo que él lo sabía perfectamente.
– Tengo que irme. Me esperan.
– Lo harán un poco más. Lo que me queda por decirle no es mucho. Y usted todavía tiene algo que preguntarme.
– ¿El qué?
– Eso es cosa suya.
Saqué un cigarrillo y lo encendí, procurando que mis manos no temblaran. No podía verme a mí mismo, pero sin duda mi forma de hacerlo resultó arrogante. Otro modo más de enfrentarme al miedo que sentía.
– Bien, dígame lo que tenga que decirme. Ya pensaré en la pregunta que tengo que hacerle.
– Como dije, no es mucho. -Contempló el vino al trasluz y pareció divertido ante lo que veía-. Gracias.