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– No puedo creerlo, Holmes -dije, sin embargo, como si aquel terrible pensamiento no se convirtiera en real mientras me negara a creer en él en voz alta.

– Yo tampoco pude durante mucho tiempo, Watson. Y sin embargo, creo que lo sabía, que en lo más hondo de mi ser lo sospechaba. Una mirada fría y desapasionada a lo que ocurría me habría hecho ver con claridad que las pistas no podían apuntar a otro lado. Pero me temo que, cuando se trataba de Wiggins, mi mirada lo era todo menos fría y desapasionada. Me engañé a mí mismo, supongo, miré hacia otro lado, no vi lo evidente.

– Holmes…

– Sabe que estoy en lo cierto, amigo mío. Y las palabras de Wiggins aquella noche fueron toda la confirmación que necesitaba. Su mente estaba partida en dos, dividida, separada en dos personalidades contrapuestas: policía y criminal, cazador y asesino. Creo que, durante mucho tiempo, ninguna de las dos partes sabía lo que hacía la otra. El detective desconocía que se perseguía a sí mismo; el criminal ignoraba que la sombra que le pisaba los talones era la suya propia. Luego… vino el colapso. Creo que Wiggins estuvo a punto de averiguar la verdad sobre sí mismo. No pudo aceptar lo que estaba a punto de ver y cerró los ojos. Cayó en una crisis nerviosa y trató de negar desesperadamente lo que casi había averiguado. Charlie lo internó en la clínica y me pidió que lo ayudara. Y yo… fracasé.

– Holmes… -repetí.

– No, amigo mío. Dije antes que era responsable de mis actos, pero no culpable. Y lo sigo sintiendo así. Pero no cerraré los ojos a la verdad. Fracasé en ayudar a Wiggins. Seguramente nadie habría podido ayudarlo. Como dijo Adamson, estaba más allá de toda ayuda. Cierto que durante un tiempo pareció mejorar. Lo llevé conmigo a Inglaterra y creí que ponerlo de nuevo a trabajar sería la mejor terapia. Y, al principio, seguramente así fue. Hasta aquella terrible noche en la Boca del Infierno. No sé muy bien qué efecto causó aquella escena en la mente de Wiggins, pero pude ver yo mismo los resultados: las dos mitades de su mente se enfrentaron, se miraron la una a la otra. Como dije antes, el abismo le devolvió la mirada y descubrió que en el abismo no había nadie más que él mismo.

Traté de decir algo, cualquier cosa, pero comprendí que era inútil, así que guardé silencio. Holmes me miró con una sonrisa triste, cansada, y se incorporó en el sofá. Recorrió la habitación un par de veces, se asomó a la ventana y, al cabo, se acercó de nuevo a mí.

– Saqué a Wiggins de Portugal como pude. Mycroft me ayudó. Y me ayudó también a internarlo en una clínica. Estuvo en ella hasta hace poco. Aunque cada vez estaba más seguro de que Adamson tenía razón y de que nadie podía ayudarlo, durante un tiempo me permití alimentar la esperanza de que podía no ser así. El personal de la clínica ha tenido éxito donde muchos otros han fracasado. Y el tranquilo y apacible entorno de Nueva Inglaterra quizá haría algo por su alma torturada, o eso pensé. Pero… hace un mes que Wiggins ha desaparecido. Ha huido de la clínica.

– ¿Lo ha buscado?

– No he hecho otra cosa, Watson, pero no hay rastro de él. Como si se hubiera evaporado, como si ya no estuviera en este mundo. Lo encontraré, sí, sé que tarde o temprano lo encontraré, o él me encontrará a mí y entonces… haré lo único que puedo hacer.

Me mordí el labio, porque presentía lo que Holmes estaba a punto de decir, y me parecía atroz.

– ¿El qué? -conseguí preguntar, al cabo de un rato.

– Daré descanso a su alma, qué otra cosa. De un modo u otro, le daré el descanso que su torturada alma merece. No puedo hacer otra cosa, Watson.

Todo mi ser se rebelaba contra lo que acababa de oír. Y sin embargo, no pude evitar decir:

– Lo sé.

– Es tarde. Será mejor que nos retiremos, amigo mío.

Me mostré de acuerdo.

– Con la luz de la mañana, quizá veamos las cosas con más claridad -dije.

– Me temo que ya las veo lo bastante claras.

No respondí.

Capítulo XII. De vuelta a la noche

Pero al día siguiente no hablamos gran cosa. Holmes durmió toda la noche y buena parte de la mañana y, cuando se levantó, parecía ser de nuevo el de siempre: frío y reservado, una máquina de razonar en perfecto estado, sin caer en debilidades emocionales de ningún tipo.

Por supuesto, no me engañó ni por un momento. El mago del pensamiento deductivo podía estar de nuevo al control, pero sabía bien que bajo la superficie todas aquellas emociones seguían allí.

Comprendí, sin embargo, que lo mejor era no insistir. Holmes se había desahogado, había volcado su alma sobre mí y ahora, limpio de culpa, de lastres emocionales, volvía a ser el de siempre. No del todo, me di cuenta. Como ya he dicho, desde aquel día se contempló a sí mismo con una ironía ligeramente divertida que ya no le abandonó nunca más.

Supongo que el «recuerda que eres mortal» funcionó pese a todo.

Mientras almorzábamos, Holmes ató los últimos cabos de su historia.

Varios días después de lo ocurrido aquella noche, hubo un pequeño escándalo en la ciudad de Lisboa. Aparentemente, se dio por muerto a Crowley. De hecho, se habló de un suicidio en la misma Boca del Infierno y Pessoa, el corresponsal portugués de Crowley, afirmó ser uno de los testigos del acontecimiento.

Holmes, sin embargo, no tardó en averiguar que Crowley seguía vivo. Anni Jaeger aún estaba con él, pero mi amigo sospechaba que Mycroft la había perdido como agente: había pasado mucho tiempo desde su último informe.

– Seguramente se ha pasado al otro bando -dijo Holmes-. O puede que estuviera siempre en él.

Holmes sospechaba que el fingido suicido de Crowley no era más que una forma de enfriar la pista de su perseguidor, Shamael Adamson. No sabía si él o alguno de los suyos lo habían visto aquella noche, pero desde luego sí que los habían visto a él y a Wiggins y debieron de pensar que estaban al servicio de Adamson.

– Pero volverá a aparecer. Alguien como Crowley no puede estar demasiado tiempo lejos de la luz pública. Su vida es un espectáculo coreografiado para los demás y, sin un público, carece de sentido.

Tras el almuerzo tardío, pasamos la tarde rememorando viejos tiempos. Comenzaba a anochecer cuando me manifestó que se iba.

– Tendrá que disculparme con la encantadora señorita Hunter -me dijo-. Estoy seguro de que podrá hacerlo sin problemas.

– Se sentirá decepcionada -le respondí-. Pero creo que sabré apañármelas.

– Estoy convencido de ello, Watson.

Rápidamente preparó su escaso equipaje. Siempre viajaba ligero.

– No sé cuándo volveremos a vernos, Watson. Intentaré que sea tan frecuentemente como pueda, pero…

– Lo sé. No es necesario que lo diga.

Sonrió.

– Watson, la única constante en un mundo siempre cambiante. Siga así, amigo mío.

– No sé seguir de otro modo.

Dejó caer la pequeña bolsa de viaje y me miró unos momentos indeciso.

– Esto es poco apropiado -dijo-, pero al demonio.

Y de pronto, para mi sorpresa, estaba abrazándome. Azorado, incómodo, emocionado, le devolví el abrazo como pude.

Se separó de mí, me miró como si quisiera asegurarse de que seguía allí y dijo:

– Buenas noches, Watson, hasta que volvamos a vernos. -Hasta la vista, amigo mío.

Y se perdió, de vuelta a la noche de otoño, que lo tragó con rapidez. Más tarde, tal como suponía, Violet vino a verme. No pareció decepcionada por no encontrar a Holmes, como si ya hubiera contado con su ausencia.

Le hice un resumen de lo que el detective me había contado, aunque omití muchos detalles. Como siempre que le contaba una historia, pareció fascinada.

– ¿Estará bien? -me preguntó cuando acabé.