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Nada acaba nunca.

El fin de algo, después de todo, no era más que el principio de lo siguiente.

Guardó de nuevo el objeto en la bolsa. Se calentó otra vez las manos junto a la estufa y luego se tumbó en la cama.

Cerró los ojos y, mientras el barco traqueteaba buscando su camino hacia el mar abierto, se quedó dormida.

Seguía conservando los recuerdos de la mujer que había sido. Pero eran algo ajeno, algo que le había sucedido a otra. La información estaba allí, lista para ser usada cuando era necesaria, pero el nexo emocional entre aquellas imágenes y ella misma era algo tan tenue y frágil que apenas lo percibía. Apenas. Una palabra irritante.

El cuerpo físico que habitaba le imponía sus limitaciones. Algunas eran molestas: tener que procesar materia para alimentarse, obligarse a descansar cada cierto tiempo, usar algo tan ineficaz como los sonidos articulados para comunicarse con los demás… Pero también tenía sus compensaciones. El cuerpo que habitaba estaba lleno de terminaciones nerviosas, bombardeado continuamente por miles de estímulos.

Un humano no habría sido consciente de ello, al fin y al cabo para ellos no era más que la forma en que siempre habían sido las cosas y ni siquiera le prestaban atención.

Pero para alguien como ella resultaba intoxicante.

El tacto, los sabores, las texturas, las formas sin límite. El frío y el calor. El dolor afilado. El placer que estallaba de repente.

Era como vivir en medio de una borrachera perpetua y disfrutar cada momento de ella.

Ya sólo por aquello merecía la pena ser humana. Ya sólo aquello casi valía por todas las limitaciones.

Casi.

Volvió a recordar la noche de su llegada al mundo.

Ella y los otros dos (sólo que entonces aún no eran tres entes separados, sólo tres partes de una misma cosa) cayendo hacia la puerta abierta, surgiendo de ella en mitad de la noche y buscando a los anfitriones adecuados.

El hombre partido fue el primero en acoger a uno de ellos. También el más difícil de domar, cierto; y, de hecho, aún distaba mucho de estar domesticado. En cierto modo, aquello había sido una inesperada ventaja; habían encontrado un aliado con el que no contaban en la personalidad dividida de Wiggins.

Crowley, la criatura reptante, henchida de orgullo y ambición, había sido el segundo. Fue un receptáculo adecuado, y se rindió casi sin presentar batalla. Al fin y al cabo, había estado buscando aquello toda su vida.

Y finalmente… ella. Altiva en medio de la tormenta, desafiante frente a un mundo que insistía en no verla como era.

La mejor de los tres. Sin ninguna duda.

Su mente se resistió, sin comprender que cuanto más luchaba, más velozmente perdía. Y al final, su asimilación había sido completa.

Luego, la consciencia repentina de que el traidor estaba allí, muy cerca.

Y algo más. La certidumbre de que ya no eran uno solo, de que aunque seguía habiendo un lazo entre los tres, desde aquel mismo momento eran criaturas independientes. Ya no tres aspectos de una misma cosa, sino tres cosas separadas, relacionadas pero distintas.

Y a medida que pasara el tiempo, cuanto más siguieran en aquel mundo, más separados estarían.

Un día, quizá, volverían al universo de pesadumbre y rabia del que habían venido, y entonces tal vez volvieran a ser uno solo.

Tal vez.

Aunque a veces se preguntaba si realmente deseaba volver. O si tan siquiera sería necesario.

Puesto que, si tenían éxito en hacer regresar a los Primeros, no haría falta volver a casa, porque aquel mundo, y todos los demás, serían como el hogar.

A medio camino del sueño profundo, sonrió feroz.

Al día siguiente, paseó por la cubierta, seguida por las miradas hoscas de los tripulantes.

No les gustaba que una mujer les diera órdenes. Pero las seguirían, mientras el pago fuera el adecuado.

Sabía lo que había en la mente del capitán, la mezcla grasienta de lujuria y desprecio que se ocultaba tras aquellos ojos entrecerrados. Pero no, se decía, ya había transitado aquel camino: ya había permitido que la poseyeran y la humillaran. Y sí, había disfrutado en el proceso, casi tanto como había disfrutado después devorando a su torturador, pero ahora no era el momento.

Tenía que volver, encontrarse con los otros y enseñarles lo que había encontrado.

Habían pasado siete años desde su nacimiento.

Siete años en los que Crowley les había trazado el camino, disponiendo las piezas en el tablero y preparándolo todo para cuando momento estuviera maduro. Ellos se habían dejado guiar, pues aquél era el motivo por el que estaban allí. Para buscar el libro que en realidad eran tres, reconstruirlo y usar el conocimiento guardado en él (el conocimiento que el árabe loco había robado de su mundo) para abrir la puerta y despertar a los Primeros.

Ése era el plan. Para eso habían cruzado a este mundo. Todo lo demás no era relevante, como insistía en repetirles Crowley.

Sin embargo…

Nunca te lo juegues todo a una sola carta, le decía una y otra vez algo en lo más profundo de su mente. Algo que no tardó en reconocer como el último resto de la mujer que había sido antes.

Nunca te lo juegues todo a una sola carta, volvió a recordar ahora, mientras pensaba en el objeto que había en su camarote.

Nunca.

Crowley y Wiggins siguieron adelante con el plan. Y ella los secundó.

Pero a la vez empezó a buscar alternativas.

Durante un tiempo fue descorazonador, porque no parecía haber ninguna.

El detective y su hermano iban siguiendo sus pasos. Quizá ayudados por el traidor, aunque era difícil de saber; la criatura era sutil y prudente. Raras veces se dejaba ver y los rastros que dejaba de su paso no siempre eran claros. Luego el hermano murió, pero eso no terminó la persecución: Sherlock Holmes continuó la tarea de Mycroft, ahora en solitario y cada vez parecía estar más cerca de ellos. Sabía mucho y, con el tiempo, aprendería mucho más. Era listo, era implacable y nada lo detendría.

Crowley no estaba preocupado por ello. Ni parecía estarlo Wiggins. Uno estaba demasiado absorto en su odio; el otro era incapaz de pensar en el fracaso. Ella, en cambio…

– Tenemos que buscar una alternativa -les decía.

Pero ellos sólo respondían:

– ¿Para qué? No debemos dispersar nuestros esfuerzos. Todo va según lo previsto.

– Todo iba según lo previsto las veces anteriores. Pero al final algo salió mal. -Hizo una pausa y dijo en voz alta lo que su memoria le había estado repitiendo durante tanto tiempo-. Nunca te lo juegues todo a una sola carta.

– Hermana -le contestó Crowley-, ten cuidado. Las mentes de los cuerpos que poseemos pueden ser una ayuda, pero son peligrosas.

– Es cierto -dijo Wiggins-. Miradme a mí, si no.

Esbozó una sonrisa torcida.

– Sé lo que me digo -insistía ella-. No debemos jugárnoslo todo a una sola carta.

Pero ellos no escuchaban.

Bueno, hermana, es normal. Los hombres nunca lo hacen, le respondió otro recuerdo de la Anni Jaeger que ya no existía.

Así que siguió buscando. Inútilmente, por lo que parecía.

Y luego apareció él. Como un relámpago. Más rápido que una bala. Más poderoso que una locomotora. Capaz de superar un rascacielos de un solo salto. Había irrumpido en la biblioteca y había salvado a Holmes de lo que parecía una muerte segura. Luego lo había acompañado en su viaje para ver al hijo de Lovecraft, para encontrar el libro que ellos necesitaban.

– No es humano -había dicho Crowley-. No es de este mundo. Sin embargo, es este mundo lo que le da sus habilidades.

Wiggins había asentido hoscamente, mientras se preparaba para seguir a Holmes y al superhombre al universo crepuscular en el que los aliados del hijo de Lovecraft habían ocultado su tercera parte del libro. El dispositivo espía que habían conseguido instalar en el bastón del detective les informó de las conclusiones a las que éste llegaba sobre la naturaleza de aquella criatura extraña: no era de aquel mundo, y el bajel en el que viajaba por el espacio se había estrellado en la Tierra. En un lugar preciso y concreto.