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– Recuérdalo -había seguido diciendo Crowley, mientras Wiggins se preparaba para seguir al detective y al superhombre dondequiera que fuesen-. No sé muy bien cómo, aunque es posible que Holmes tenga razón en lo que afirma y que sea el sol de este lugar el que le dé sus habilidades. En cualquier caso, todo lo que es, lo es por estar aquí. En cualquier otro sitio, no tendrá habilidad especial alguna.

Wiggins había asentido de nuevo (y una llamarada de odio había cruzado su rostro al oír el nombre del detective), se había ajustado el ancla sintonizada con el bastón y se había preparado para partir.

Y mientras tanto, ella pensaba, maquinaba, planeaba y se preguntaba si habría encontrado al fin lo que buscaba. Había dedicado buena parte del último año a buscar el lugar que el detective había mencionado cuando descifró el origen del superhombre.

Tunguska.

Allí había caído su nave. Al menos eso era lo que pensaba Sherlock Holmes: la nave principal se había estrellado allí tras soltar una cápsula de salvamento que había cruzado medio mundo hasta dar con los campos de cereales de Kansas. Las otras hipótesis del viejo detective sobre el superhombre se habían visto confirmadas, así que era probable que aquélla también fuese cierta. De ser así, si había algún sitio en el mundo donde podían encontrar algo útil, sin duda era en Tunguska.

Wiggins había estado ausente todo aquel año: había cruzado en pos de Holmes, esperando a que éste lo llevase al lugar donde se ocultaba la tercera parte del libro que buscaban. Si tenía éxito, quizá todo lo que ella planeaba careciera de sentido.

– Pero tampoco tenemos nada mejor que hacer mientras tanto -había replicado cuando Crowley le planteó sus objeciones-. Mientras Wiggins no vuelva, no hay mucho que podamos hacer. Y esto me mantendrá entretenida.

Crowley había asentido a regañadientes y la había dejado hacer.

Y ahora, por fin, había encontrado lo que buscaba. No sabía muy bien qué hacer con ello, pero lo averiguaría. Y si ella no podía, alguien lo haría. O nadie.

Sí. Nadie ayudaría. Por qué no: ya lo había hecho antes, después de todo.

Fue un viaje accidentado, y el tiempo apenas le alcanzó para hablar con sus hermanos antes de que Wiggins partiera, tras su vuelta de la Montañas de la Locura. Anni no pudo evitar una sonrisa ante la ironía: era Holmes quien había bautizado así a la realidad donde se ocultaba el Necronomicon, y lo había hecho usando el título de una de las historias que había escrito el hijo de Lovecraft. Y ahora ellos mismos usaban ese nombre, como si fuera inevitable.

Wiggins había estado ausente casi un año, tal y como se habían temido. El universo de bolsillo donde se guardaba el Necronomicon no había estado en el ángulo adecuado para ir a él y los tres sospechaban que el regreso no iba a resultar fácil.

Claro que no podía quejarse, si lo pensaba bien; precisamente ese año de ausencia le había dado el tiempo necesario para buscar.

Y ahora, Wiggins había vuelto y todo parecía a punto de terminar. -No tenemos mucho tiempo, hermana -le dijo al verla entrar, altiva como siempre-. Parto esta noche para España.

Ella asintió. Al otro lado de la habitación, Crowley se sentaba con el semblante hosco.

– ¿Algo no va bien? -preguntó ella.

– El detective también ha vuelto, vivo.

– No por mucho tiempo, hermano -dijo Wiggins-. Y lo importante es que tengo el libro. Los otros dos ejemplares estarán en su lugar a tiempo. Y entonces bailaré una polka con las tripas de Sherlock Holmes. -Se estremeció y, durante unos instantes, pareció que estuviera luchando contra algún enemigo invisible-. Lo siento -dijo-, no está domesticado del todo. ¡Ni lo estaré nunca! Pero no representará ningún problema. Desea lo mismo que nosotros, aunque no sea por los motivos correctos. ¿Correctos? Prueba a perder una mano y hablaremos de motivos.

Ella lo miró, perpleja. Sólo entonces reparó en el extraño aspecto de su mano izquierda. Wiggins siguió la dirección de su mirada y, tras enarcar una ceja, alzó el brazo. No había mano alguna, sólo un munón cubierto de cicatrices del que asomaban esquirlas de metal.

– El superhombre -dijo.

– ¿Está vivo? -preguntó ella, tratando de no revelar emoción alguna.

– No lo sé. Le pegué un tiro. Si se hubiera quedado en el universo de bolsillo, seguramente estaría muerto. Pero Holmes volvió, así que hemos de suponer que él también. Y si ha vuelto…

– Tardará en recuperar las fuerzas que perdió -dijo Crowley.

– No lo sabes con seguridad.

– No podemos permitirnos dudar ahora. El momento está demasiado cerca.

Wiggins asintió.

– Tienes razón.

No hablaron mucho más. Repasaron los preparativos del viaje de Wiggins, y luego lo acompañaron al puerto.

Sólo entonces se unieron los tres, la frente de cada uno en contacto con la de los otros dos, intercambiando recuerdos, temores y esperanzas.

– Malditos cuerpos -masculló Crowley-. Nos lastran demasiado. Y las emociones son algo demasiado molesto.

Ella no estaba de acuerdo con eso último, pero guardó silencio mientras seguían compartiendo. Absorbió los recuerdos de Wiggins y vio el efecto que el mundo de las Montañas de la Locura había causado en el superhombre. Así que Holmes tenía razón: sacaba sus energías del sol de la Tierra. Sin su luz, estaba indefenso, y en las Montañas de la Locura algo lo había ido drenando de la energía que acumulaba en su cuerpo. Sí, comprendió Anni, allí había algo que podían usar, algo que…

El momento terminó y Wiggins no tardó en irse. La marea no esperaba a nadie, como era bien sabido. A solas en el embarcadero, mientras el buque iba desapareciendo lentamente, Crowley la miró con altivez.

– Así que has encontrado algo interesante -dijo.

– Eso creo.

– Seguramente no servirá para nada. Si tenemos éxito en esto, no hará falta utilizar lo que has descubierto. Pero… lo he pensado y tienes razón, no debemos jugárnoslo todo a una sola carta. Ven, hermana, entremos. Tenemos que hablar.

Había pasado hacía más de treinta años, pero el lugar aún estaba devastado, arruinado; parecía que todo hubiera sucedido ayer mismo. Algo había derribado a los árboles a su paso, como si Dios hubiera apagado las velas de su tarta de cumpleaños demasiado fuerte. Erguida en medio de aquella desolación, no podía evitar la sensación de que ella era la única persona viva en todo el mundo.

La imagen estaba clara en su mente. Ella, de pie, en medio de un mundo muerto. Buscando. Y encontrando.

– Su nave cayó allí -dijo mucho más tarde, cuando Crowley ya había tenido tiempo para asimilar los recuerdos compartidos y el barco de Wiggins era un punto casi invisible en la distancia-. En Tunguska.

– Y tú las encontrado.

Anni asintió.

– Lo que quedaba de ella.

– ¿Será suficiente?

– Creo que sí. No tenía los instrumentos adecuados, pero creo que el lugar estará saturado de restos de la nave. Emiten algún tipo de radiación. Inofensiva para nosotros, por lo que he podido ver. Pero quién sabe si…

Crowley la interrumpió.

– Hay algo que me preocupa… o lo haría si toda esta conversación no fuera simplemente académica. Al fin y al cabo, tendremos éxito en España, no puede ser de otro modo. El detective será incapaz de detenernos. Wiggins se encargará de ello. Después de todo, quién mejor motivado que él.

Anni reprimió una sonrisa. La mujer que había sido antes había estado a punto de enamorarse de aquel hombre. Idiota, se dijo a sí misma. No era más que un asno pomposo lleno de orgullo y ambición. Un vehículo adecuado para que su hermano lo usara para sus fines, pero nada más. Y un vehículo molesto, porque había contaminado a su hermano con su fatuidad.