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– ¿Y cuál es esa «preocupación académica»? -preguntó, toda candor.

– Es posible que no tengamos la tecnología suficiente para aprovechar lo que has descubierto.

Anni reprimió una sonrisa.

– Nadie la tiene -dijo.

Crowley asintió.

– Cierto. Interesante. Y seguramente querrá ayudarnos, como ya lo hizo con el bastón del detective. Pero me pregunto si será de fiar en algo así. Nadie puede ayudarnos a usar lo que has encontrado, pero, ¿podremos estar seguros de que no nos engaña?

– Claro que no. Pero lo vigilaremos. Y, llegado el momento preciso…

Él permaneció unos momentos con el ceño fruncido, tratando de decidir algo.

– Hmmm. Buena idea -terminó diciendo-. Claro que, en realidad, no tiene demasiado sentido seguir hablando de esto. Al fin y al cabo…

– Sí, hermano, lo sé. Pero, ¿tenemos algo mejor que hacer mientras tanto? -preguntó ella, repitiendo lo mismo que le había dicho un año atrás.

Crowley frunció de nuevo el ceño.

– Confieso que este cuerpo tiene necesidades. Y he aprendido que a menudo es beneficioso satisfacerlas.

Aquello sí que era una sorpresa, y Anni no se molestó en ocultarlo.

– Has tardado en aprenderlo -dijo, al cabo de un rato.

Él asintió.

– Asimilé al humano demasiado rápido, supongo. No me tomé mi tiempo, como parece que sí hiciste tú. En los últimos tiempos, sin embargo, he estado considerando si eso no habrá sido un error.

Ella no respondió, y trató de que sus pensamientos no asomaran a su rostro. Por supuesto, tuvo un éxito totaclass="underline" después de siete años controlaba aquel cuerpo sin problemas.

– Lo siento, hermano -dijo-, no puedo ayudarte. Hace tiempo, confieso que sí. Como sabes, este cuerpo te deseaba. Pero eso ha pasado.

– Éramos uno, hermana. ¿No echas eso de menos?

– Sí. -Descubrió que estaba mintiendo al mismo tiempo que lo hacía y la sensación fue extrañamente placentera-. Pero no creo que tener interacción física sirviera de nada. Además, ¿no estamos olvidando a alguien? Los tres éramos uno, no sólo nosotros dos.

– Cierto, tienes razón.

Ah, bajo su tranquila aquiescencia Anni percibió la rabia y la frustración, y aquello fue delicioso.

¿Soy demasiado humana?, se preguntó.

Seguramente. El hecho mismo de que me lo pregunte indica que hace tiempo que he cruzado la línea.

Pero, en realidad, no le importaba. No mucho.

Capítulo II. Kansas

El amanecer sorprendió a Kent en medio de los campos de trigo, completamente desnudo, con los brazos extendidos en un remedo inconsciente del hombre de Leonardo. Con el rostro vuelto hacia el sol y los ojos cerrados, dejó que la luz de la mañana entrara en su cuerpo y se esparciera por él.

A cada inspiración se sentía más fuerte, más pleno.

Sabía que aún pasaría bastante tiempo antes de que volviera a ser lo que había sido pero, extrañamente, no le importaba demasiado. Había tiempo, y poder disfrutar de aquellos instantes de fragilidad humana hacía que todo mereciese la pena.

Lo único que lamentaba era que su estado no le hubiera permitido seguir ayudando a Sherlock Holmes.

¡Qué hombre tan increíble!

Demasiado bueno para ser real, a veces. Se preguntó cómo habrían reaccionado Ma y Pa si hubieran sabido que él, nada menos que él, había compartido una aventura con su detective favorito. Se los imaginaba pendientes de sus palabras, intercambiándose miradas entre ellos y animándolo a seguir cada vez que se trabucaba en su historia.

Los echaba terriblemente de menos.

Contuvo una sonrisa al pensar en lo que dirían sus vecinos si lo vieran allí en medio. Bajó los brazos, cerró las manos en un puño y durante un minuto, se limitó a escuchar.

Al final del campo, un topo asomó la cabeza. Sobre él, un halcón trazó un círculo, buscando nuevas presas. Alguien pasaba por la lejana carretera. Al fondo, en el bosquecillo junto al río, cayó una rama.

Trató de ir más allá. El sudor perlaba su frente. Más, más, más.

Abrió los ojos y tomó aire. Estaba bien, había sido suficiente por hoy.

Aún tardaría tiempo, pero las cosas iban como debían. Lentamente iba recuperando sus habilidades. No a tiempo para ayudar a Holmes, por desgracia, pero estaba seguro de que el viejo detective se las apañaría estupendamente por sí mismo. Siempre parecía hacerlo.

Dio media vuelta y regresó hacia la casa. A mitad de camino dio un pequeño salto, se impulsó apenas con los pies y, por un instante casi imperceptible, dejó de notar el tirón de la gravedad. Cuando volvió al suelo miró a su espalda: unos cinco metros, no estaba mal.

Volvió a tomar aire. Estaba cansado. Se estaba forzando demasiado. Debía dejar que las cosas siguieran su curso. Si todo seguía a ese ritmo, en unos meses volvería estar en plenitud de facultades. No hacía falta forzar las cosas.

Unos meses. Dos, quizá tres.

Unos meses para disfrutar del hecho de que era, casi, un humano normal.

Sonrió mientras entraba en el patio, la casa a un lado, el granero al otro. Sus ropas estaban en el porche, pulcramente apiladas. Se vistió y se sentó en una mecedora que había visto días mejores.

Se dejó llevar. Sabía que no podía seguir allí mucho tiempo. Tarde o temprano debería volver a la civilización, integrarse de nuevo en la gigantesca metrópolis que lo había acogido en los últimos años. Al fin y al cabo, llevaba ausente del mundo casi un año: era posible que incluso lo hubieran dado por muerto en el periódico donde trabajaba. Sí, tenía que volver, y lo más pronto posible.

Pero se dejó llevar. Estar allí, tumbado simplemente, sin hacer nada en absoluto, sin urgencias ni preocupaciones era demasiado agradable.

Un poco más, Ma, sólo un poco más.

De pronto, tuvo la sensación nítida y concreta de que estaba siendo observado. Forzó sus sentidos al límite: vista, oído, olfato. Pero no consiguió captar nada fuera de lo normal.

Tonterías, se dijo, volviendo a reclinarse en la mecedora.

Tenía que volver a la ciudad, pensó.

Sí, mañana. O pasado. Pronto, pero no hoy.

El pueblo no había cambiado gran cosa en los últimos años, lo cual no era ninguna sorpresa. En realidad, no le habría gustado de otra manera.

La gente de la generación de sus padres seguía tratándolo como si fuera un adolescente tímido, enorme y torpón; y para los de su propia edad, era como si nunca se hubiera ido. La más guapa del lugar seguía siendo la más guapa del lugar, aunque ahora arrastrase tras de sí a un marido y un par de retoños; los matones de la adolescencia habían crecido, pero no habían cambiado. La vieja fábrica de papel seguía siendo un incordio los días que el viento soplaba del este.

Las granjas habían cambiado. La Depresión había pasado por aquel lugar, dejando a muchos sin el hogar en el que habían vivido desde los tiempos de sus bisabuelos. Eran ahora los bancos y las grandes corporaciones los propietarios de la tierra, y algunos de sus antiguos dueños la trabajaban como asalariados. Sus padres habían sido de los pocos que no habían perdido su granja. De un modo u otro se las habían apañado durante los años difíciles.

Se dijo que debería vender la granja. No a Pete, su antiguo compañero de estudios, que ahora lo miraba rapaz desde la puerta del banco. No a una empresa o a una corporación, sino a alguien que amara la tierra y quisiera trabajarla.

Pero se resistía. Aquél era el único hogar que había conocido. Y deshacerse de él era como cortar amarras para siempre con el pasado. Aún no estaba preparado para algo así. Quizá no lo estuviera nunca.

Pidió cambio en el colmado y luego fue hasta el teléfono. La operadora le pidió el número y, cuando se lo dio, le indicó cuántas monedas debía introducir. Mientras hacía lo que le habían pedido, se dio cuenta de que, pese a que intentaban disimularlo con una intensidad casi patética, era el centro de todas las miradas. Reprimió una sonrisa. Sin duda, aquélla no era una de las cosas que echaba de menos del pueblo.