Al final, logró hablar con su periódico. White no estaba loco de contento, pero pareció creer la historia que Kent le contó, y estuvo dispuesto a aceptarlo de nuevo en el diario.
– Pero será como freelance, por lo menos al principio. No me arriesgaré a tenerte en plantilla para que te largues con viento fresco de nuevo porque alguien en tu pueblo se haya roto una pierna.
– Me parece correcto, jefe.
– Y aún me debes una crónica, Kent, no creas que lo he olvidado. Te envié a cubrir aquella maldita cosa de científicos en Harvard. Y aún estoy esperando la crónica.
– La tendrá, jefe.
– ¡Y no me llames jefe!
Bien, una cosa solucionada. Tenía un par de días para dejar atados sus asuntos en el pueblo, y luego de vuelta a la ciudad.
Aquella noche soñó que estaba en una sala gigantesca, cuyas paredes blancas y lejanas estaban abarrotadas de una colección de objetos de aspecto tan variado como inverosímil. En el centro de la estancia había dos estatuas: un hombre y una mujer, frente a frente, con los brazos extendidos hacia arriba y, sobre sus manos abiertas, un mundo que parecían estar sosteniendo.
Se acercó a las estatuas y sólo cuando estuvo bajo ellas comprendió lo enormes que eran. Los rostros, tallados en algún desconocido material blancuzco, no miraban hacia él, sino hacia el planeta que sostenían.
Le resultaban conocidos. Como si fueran… de la familia.
En el hueco entre el hombre y la mujer había algo. Un punto. No se hizo más grande al acercarse a él, siguió siendo un punto negro inmóvil en medio del aire, pero cuando estuvo a su lado pudo ver que lo contenía todo.
Todos los tiempos, todos los lugares, todos los momentos, todos los pensamientos.
Piensa en el hogar y taconea tres veces, susurró una voz sobre él. Y al alzar la vista vio que la estatua de la mujer lo estaba mirando ahora y que parecía sonreír con añoranza, como si lo conociera.
Bajó la cabeza e intentó encontrar de nuevo aquel punto donde estaba todo, pero se había desvanecido.
Pasó el día siguiente poniéndolo todo en orden en la granja. Limpió y recogió hasta dejarlo tal y como le hubiera gustado a su madre. Sólo que no era mi madre, se dijo.
¿Por qué aquel pensamiento? Había sabido desde muy temprano que era adoptado, que aquel hombre y aquella mujer no eran sus padres biológicos, pero nunca había pensado en ellos de otro modo. Lo habían acogido entre ellos, lo habían cuidado y lo habían amado; y cuando murieron fue como si una parte de él mismo hubiera muerto con ellos.
Eran su padre y su madre, los únicos que había conocido.
Pero no lo eran.
¿Importaba algo quién lo hubiera engendrado? Fueron los Kent quienes lo educaron, quienes lo convirtieron en lo que era ahora.
¿Importaba?
Por primera vez en su vida, sí. Durante todo aquel tiempo, consciente de su misterioso origen y de sus extraordinarias habilidades, había sabido que no era exactamente humano. Pero siempre había creído que era… un mutante quizá, un salto evolutivo que la naturaleza había decidido dar, tal vez el resultado de los experimentos de alguno de aquellos científicos locos que llenaban las páginas de las revistas pulp que leía Pa. Algo extraño, distinto, quizá incluso un monstruo.
Pero humano, al fin y al cabo; terrestre, pese a todo.
Y Sherlock Holmes le había mostrado que no. Que su origen estaba en las estrellas, en alguna parte de aquel vacío infinito.
No era humano, aunque se sintiera como tal.
Sus padres, sus verdaderos padres lo habían enviado a la Tierra con algún propósito. Su nave se había estrellado treinta años atrás en algún lugar de Siberia, y alguien había lanzado una cápsula con él dentro antes del desastre. Había cruzado medio mundo para caer junto a una granja de Kansas.
Y Pa y Ma lo habían acogido. Lo habían cuidado. Lo habían amado como si fuera suyo…
Pero no lo era.
Salió al porche y se sentó en la mecedora, mientras la tarde iba cayendo a su alrededor.
Era un… extraterrestre. Una criatura venida de otro mundo. Podía parecer humano, pero no lo era.
– ¡No diga tonterías, claro que es usted humano! Aceptemos que estoy en lo cierto, que ha sido concebido usted en otro planeta. ¿Le hace eso menos humano? ¿No tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? Si le pinchan, ¿no sangra? Si le hacen cosquillas, ¿no ríe? Si le agravian, ¿no intentará vengarse? Siente las mismas emociones que cualquier otro humano: lo he visto reír, lo he visto asombrarse, lo he visto lleno de curiosidad, lo he visto preocuparse y lo he visto al borde del llanto. De acuerdo a cualquier definición relevante, es usted humano. No lo olvide nunca, muchacho. Nunca. Al otro lado del Atlántico hay un monstruo que ha decidido que algunos de nuestros congéneres no son más que bestias. No caiga en la misma trampa que él. Es posible que yo no pueda atravesar un edificio de un solo salto, pero mi mente y mi corazón no son distintos de los suyos. Y eso es, para bien y para mal, lo que nos hace humanos. Lo demás es irrelevante.
Era la voz de Sherlock Holmes resonando en su mente, y Kent no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué hombre increíble!, pensó de nuevo. Y tenía razón, por supuesto, como casi siempre.
Habían sido aquellas palabras suyas las que habían vuelto a ponerlo en pie, tras descubrir la verdad sobre su origen. En su momento, habían bastado.
Pero ya no.
Quizá fuera humano en sus emociones y en sus pensamientos. Pero no del todo. Y, desde luego, no lo era en su origen.
No estaba muy seguro de lo que significaba aquello, pero sabía que tarde o temprano tendría que descubrirlo.
No hoy, se dijo mientras iba anocheciendo a su alrededor. De momento, tenía que volver a poner su vida en su sitio. Habría tiempo para aquello más tarde.
Al día siguiente, antes de marchar, recorrió la granja y los campos por última vez.
No, pensó, no la vendería.
Aquel sitio era su refugio. El lugar al que siempre podría volver para ser él mismo. Su hogar. Su fortaleza.
Contrataría a alguien para que se ocupase de los campos, pero nada más.
Bajó al pueblo andando y luego esperó pacientemente el autobús.
Capítulo III. La ciudad que nunca duerme
– Esto no es una organización benéfica, Kent. Sobrevivimos porque le damos al público lo que quiere.
– O le hacemos creer que quiere lo que le damos, jefe.
Peter White enarcó una ceja y se llevó el puro a la boca. Era un hombre bajo, concentrado, con hombros de boxeador y rostro de policía que ha pateado demasiadas calles. Mordisqueó pensativamente el puro y lanzó una larga mirada al que, un año atrás, había estado a punto de ser su mejor periodista.
– De acuerdo, Kent -concedió-. Pero, ¿por qué querríamos hacerles creer que les interesa una guerra en un país europeo sin importancia?
– Jefe…
– No me llames jefe, Kent. Convénceme.
– Esto no es una fruslería, y lo sabe. Puede que parezca una guerrecita sin importancia. Pero las potencias europeas la están usando como banco de pruebas. Es un prólogo, jefe. Y usted sabe tan bien como yo que lo que va a venir después no va a ser moco de pavo.
– De acuerdo. Estamos en la antesala de una guerra a escala europea. ¿Y…? ¿En qué nos afecta a nosotros?
– Si no recuerdo mal, la última guerra europea acabó afectándonos.
– No, no recuerdas mal, Kent. Pero, ¿qué posibilidades hay de que vuelva a pasar algo así? Tienen sus problemas al otro lado del charco. Que los resuelvan ellos.