– Maldita sea, jefe, no se cree ni una sola palabra de lo que está diciendo.
White se echó hacia atrás en la silla, se llevó las manos a la nuca y lanzó un par de largas chupadas a su puro.
– Quizá no, Kent. Pero supongamos que sí. Que no soy más que un palurdo de la calle al que lo único que le interesa es si va a cobrar esta semana o tendrá un plato caliente sobre la mesa cuando llegue a casa. Como mucho, quizá le preocupen las cosechas de este año. Y, desde luego, estará interesado en el resultado de las series mundiales. Pero, ¿de lo que pasa en Europa?
– Muchos de esos palurdos estaban en Europa no hace mucho. O si no ellos, sus padres. Puede que crean que no les interesa lo que pasa en España. Pero en realidad, no es así. Y usted lo sabe tan bien como yo.
– Quizá. De acuerdo, maldita sea, tienes razón. La guerra española es importante; y no se va a quedar en eso. Antes de que nos demos cuenta, toda Europa estará metida en un fregado de narices. Y sí, nos van a involucrar a nosotros, queramos o no. Tienes razón. Pero el problema no es ése.
– Entonces, ¿cuál es?
– Que tu artículo no va a hacer que vendamos más periódicos.
– Jefe…
– Ya te lo he dicho: no me llames jefe. Vamos, Kent, ¿qué demonios te ha pasado? Antes eras bueno; condenadamente bueno, maldición. Hace un año habrías cogido la minucia más insignificante y te las habrías apañado para convertirla en una noticia de primera plana. Y ahora tienes en tus manos un tema importante y no eres capaz de hacer que nuestros lectores se interesen por él.
Kent frunció el ceño, incómodo. Aquello no era… Pero el pensamiento se desvaneció casi antes de haber sido formulado y comprendió que su redactor jefe tenía razón.
– Lo reharé -dijo, tras una breve pausa.
White asintió.
– Ésa es la actitud. Y cuando me traigas la nueva versión haz que desee coger un fusil e ir a un país que ni siquiera sé dónde está a darles una paliza a esos fascistas. Vamos, Kent, adelante, no tenemos todo el día. Esto es un periódico.
En su escritorio, Kent repasó lo que había escrito. En realidad, no necesitaba leerlo: estaba completo y exacto en su memoria. Comprendió que había escrito una pieza sensiblera y sin ningún impacto; y lo que era peor, insulsa. El jefe tenía razón. Como casi siempre, pensó con una sonrisa.
Cogió las páginas que había escrito, incluso la copia de papel carbón, hizo una pelota con ellas y las tiró a la papelera.
Tomó aire, introdujo una hoja en blanco en la máquina de escribir, pensó unos instantes y empezó de nuevo.
Su velocidad de tecleo no era la que había sido hacía un año, pero aun así era suficiente para que ninguna mecanógrafa profesional pudiera seguirlo.
No tardó en tener una segunda versión del artículo. Aunque no lo necesitaba, empezó a releerla: le gustaba ver el texto sobre una hoja en blanco, como si las palabras cobraran un significado distinto al ser escritas. Mientras releía el artículo, no pudo evitar preguntarse por qué estaba escribiendo aquello. Hasta entonces, rara vez se había preocupado por las cuestiones políticas.
La respuesta, inevitable, fueron dos palabras:
Sherlock Holmes.
Sabía que Holmes estaba en España en aquellos momentos, tratando de evitar que la Orden Esotérica de Dagón, como Lovecraft la había llamado, reuniera los tres ejemplares del Necronomicon y los usara para sus infames propósitos. Escribir aquel artículo sobre la guerra española era su forma de apoyar al detective desde lejos. De demostrar que seguía a su lado, aunque no pudiera estarlo físicamente.
Y todo eso, se dijo, por un hombre con el que había compartido unos días.
Pero, pensó una vez más, qué hombre increíble.
Terminó la relectura del artículo y comprendió que aún no era lo que buscaba. Si el jefe lo viera, lo echaría para atrás, igual que había hecho con la versión anterior. Pero estaba más cerca de lo que quería; y no sólo eso, sino que ahora sabía qué camino debía seguir para llegar hasta allá.
– De acuerdo -murmuró-. Vamos otra vez.
Hizo una nueva pelota de papel y volvió a introducir una hoja en la máquina de escribir. Adelante, se dijo. Y empezó a teclear a un ritmo frenético.
Desde su despacho, Peter White lo contemplaba, intentando evitar una sonrisa. Ajá, pensó, el muchacho había vuelto. Y parecía que seguía en buena forma.
Por la noche, de camino a su apartamento en la calle Clinton, los pensamientos de Kent volaban de un tema a otro, sin que terminaran de fijarse en ningún lugar en concreto.
Echaba de menos a Sherlock Holmes, eso sin duda; casi tanto como echaba de menos a sus padres adoptivos, aunque de un modo muy distinto. En cierta forma, tenía la sensación de que conocía a Holmes de toda la vida, de que el detective siempre había estado a su lado, marcándole el camino.
Era un pensamiento absurdo, pero no podía evitarlo.
Como tampoco podía evitar preguntarse por sus orígenes, y por el sueño que había tenido en el pueblo. Recordaba las dos estatuas que sostenían el mundo, y no podía evitar reconocerse en sus rasgos. ¿Eran ésos sus verdaderos padres, o simplemente un fantasma de su imaginación? ¿Aquel planeta que sujetaban era su mundo natal?
Tenía que averiguarlo, de un modo u otro.
Pero, ¿cómo?
Cuando se hubiera recuperado del todo, tal vez. Un rápido viaje a través de la noche hacia Siberia, hacia el lugar donde se había estrellado la… nave que lo había traído hasta allí. Aunque, ¿qué iba a encontrar allí, aparte de restos inservibles y casi irreconocibles?
No… no adelantemos acontecimientos, se dijo. Además, había otro lugar. Aquellas Montañas de la Locura a las que había ido con Holmes. La fortaleza en ellas, fría y solitaria. La inverosímil sala de trofeos donde habían encontrado el Necronomicon, antes de que aquel enmascarado se lo arrebatara. Había estado a punto de matarlo, y de no haber sido por Sherlock Holmes…
Pero eso no importaba ahora. El detective había visto algo allí, en aquella sala. Algo que él había vuelto a ver en su sueño.
Un punto, nada más.
Un punto que parecía contener todos los lugares posibles.
Estaba llegando al parque. Una parte de él quería correr por entre los árboles como un animal salvaje, sin pensamiento alguno en su cabeza, más allá del olor del verde, la textura de la tierra contra sus pies, los furtivos ruidos de la noche. En días como aquél, se sentía cansado y su humanidad se convertía en un disfraz incómodo que no estaba muy seguro de querer seguir llevando.
Pasaría, como pasaba siempre, estaba seguro. Pero a veces no podía evitar preocuparse ante aquellos pensamientos, aquellas ansias primarias que sentía bullir bajo su piel, por debajo de todo lo que sus padres le habían enseñado a apreciar como correcto y adecuado.
¿Qué soy realmente?, volvió a preguntarse.
Como siempre, no encontró respuesta. Y, también como siempre, sabía que no era la última vez que se lo preguntaría.
El resto de la semana transcurrió con tranquilidad. Iba al periódico, cobraba por sus artículos, hablaba un poco con White y, ocasionalmente, se dejaba admirar a regañadientes por el joven Olson.
No tenía mucha vida social, ni quería tenerla, no en aquellos momentos. Sabía lo que pensaban de él los periodistas de plantilla, pero no le importaba mucho. Para ellos no era más que el tipo que había echado por la borda un futuro brillante y había desaparecido del mundo durante un año. Que White lo hubiera contratado de nuevo era aceptado sin entusiasmo. Lo veían como a alguien acabado.
Pudo haberlo tenido todo, decían.
¿Qué era todo?, se preguntaba por las noches, cuando volvía a casa cruzando el parque. Alzaba la vista y contemplaba el cielo tachonado de estrellas y se preguntaba alrededor de cuál de ellas habría girado el mundo que le dio vida.