– Sí. Gracias a usted.
Él se encogió de hombros.
– Pasaba por aquí. Y hacer de buen samaritano se está empezando a convertir en una costumbre para mí.
– No sabe cómo me alegro.
– Deberíamos llamar a la policía, señorita…
– Adler -dijo ella-. Irene Adler.
Kent permaneció impertérrito y acogió el nombre de la mujer con una leve inclinación de cabeza. Desde luego, se dijo, aquella mujer no podía ser esa Irene Adler. Su nieta, tal vez. O, sin duda, una impostora con desparpajo.
– Ha sido un placer servirle de ayuda, señorita Adler. Pero como le decía, quizá sería conveniente que llamásemos a la policía.
– No creo que sea necesario -dijo ella, tomando su mano tendida y apoyándose en ella para incorporarse-. Me parece que mis atacantes no van a molestarme en mucho tiempo. Es usted muy fuerte… y rápido.
Se encogió de hombros.
– Hago mis ejercicios todos los días y me tomo mis cereales para desayunar. Mi mamá me educó bien.
La mujer no pudo reprimir una sonrisa. Y, por todo lo que Kent podía decir, parecía genuina.
– Pues dígale a su madre que ha hecho un gran trabajo, señor…
– Kent.
Ella asintió. No parecía atemorizada lo más mínimo, como si la farsa ya hubiera cumplido su propósito. En cierto modo, así era: lo había atraído a él allí y lo había puesto en contacto con aquella mujer. Pero era como si no le importase que él descubriera su superchería, lo que no tenía demasiado sentido.
Había en la voz de la mujer un ligerísimo acento. Sin duda europeo, pero no parecía inglés. Su cabello, casi negro en la oscuridad del callejón, se desparramaba descuidadamente sobre sus hombros, y en sus ojos había un brillo desafiante, al borde mismo del cinismo. Era una mujer hermosa, comprendió. Y una vez más, como le ocurría siempre, se preguntó por qué, más allá de apreciar de un modo distante su belleza, no conseguía sentirse atraído por ella.
Sin embargo, ahora tenía una respuesta. Sherlock Holmes se la había dado al revelarle su origen extraterrestre. Por mucho que ella pareciera una hembra de su misma especie, era humana; y él no.
– Sería mejor que abandonáramos este callejón -dijo la mujer, interrumpiendo sus pensamientos.
– En realidad… creo que no. Yo me dirigía a este lugar con un propósito concreto. Y creo que seguiré mi camino.
– Quizá no pueda -dijo ella.
Con un ademán de su cabeza, señaló al fondo del callejón, donde Kent vio una puerta entreabierta.
– Ellos salían de allí cuando yo llegaba. Supongo que por eso me atacaron.
– ¿Y qué hacía una mujer como usted en un callejón como éste a estas horas?
Pareció divertida ante la pregunta.
– Digamos que, como usted, yo también me dirigía a este lugar con un propósito concreto.
– ¿Para ver al señor Longbottom?
– Si se refiere al gran Swami, maestro de lo imposible, sí.
– Curiosa coincidencia.
– Sólo si no cree usted en el destino. Kent se encogió de hombros.
– He visto muchas cosas raras en los últimos días -dijo-. Así que bien pudiera existir algo como el destino. Por qué no.
Le indicó a la mujer con una mano que esperase unos momentos y se agachó sobre los hombres inconscientes. Palpó su cuello, en busca de una vena concreta y, cuando la encontró, pulsó unos instantes. Terminó enseguida y se incorporó.
– Listo -dijo-. Estarán inconscientes un buen rato. Creo que podremos entrar en la residencia del señor Longbottom sin temor alguno.
– Y quizá sin resultados.
Él echó a andar hacia el fondo del callejón.
– ¿Qué quiere decir?
– Si ellos salían de la casa cuando llegué, eso sólo quiere decir que habían terminado su trabajo. Y si es así…
Kent asintió.
– Quizá -dijo-. O quizá no. Averigüémoslo.
Mientras recorrían la casa buscando al que había sido el gran Swami en su vida profesional, Kent volvió a recordar aquel extraño viaje que había iniciado sin moverse de ningún lugar. «Una pesadilla sobre el color blanco», la había llamado Holmes, y exactamente eso era lo que parecía: el aire tan frío y cortante como la muerte, el terreno cubierto de hielo hasta allí donde alcanzaba la vista y las enormes y distantes montañas frente a ellos.
– Las Montañas de la Locura -había dicho Holmes.
Quizá, pero hacía allí debían dirigirse y así lo hicieron. En las montañas encontraron algo imposible, una ciclópea fortaleza solitaria que no parecía haber sido hollada en mucho tiempo. Allí dentro, en una inverosímil sala de trofeos, estaba el libro que Holmes había estado buscando. Y allí el detective se había asomado a un punto donde parecían estar contenidos todos los universos posibles.
Si era así, también estaría su hogar, su lugar de origen, o al menos lo que quedaba de él.
Pero les habían seguido, recordó. El encapuchado y sus sicarios habían ido tras ellos y habían conseguido arrebatarles el libro. Y, en el proceso, casi habían acabado con su vida. Según Holmes, era el sol de la Tierra lo que dotaba a Kent de sus habilidades y, alejado de él, se convertía paulatinamente en algo no muy distinto de un humano normal. Peor aún, había en aquel lugar algo que drenaba sus energías; lo bastante para ser vulnerable a un disparo del encapuchado.
Fue Holmes quien lo salvó, llevándolo de vuelta a la Tierra y a aquel sol del que se alimentaba y lo hacía ser lo que era.
Aquél era un sitio terrible. Frío y desolado. Sin nada más que pingüinos y soledad. Y algo que le robaba la vida poco a poco.
Y sin embargo, se dijo mientras recorría la casa en compañía de la impostora que se hacía llamar Irene Adler, había vuelto a aquella casa para que su excéntrico ocupante lo llevara de nuevo allí.
Y todo por un sueño en el que se había visto a sí mismo en una sala de trofeos que era, y al mismo tiempo no era, la misma en la que habían encontrado el Necronomicon y donde él había estado a punto de morir. Una sala con las estatuas de los que podían ser sus padres sosteniendo en sus manos un mundo que quizá era el suyo.
Podían. Quizá.
Por «podían» y «quizá» había vuelto a aquel sitio, sólo para encontrarse con que lo esperaban y habían montado una farsa en su provecho.
– Está usted muy callado, señor Kent.
– Lo siento, señorita Adler, quizá mi humor sea un poco sombrío. No me gusta lo que oigo.
– ¿Qué oye?
– Nada.
Ella hizo un gesto con la cabeza, como si comprendiera.
– Si Longbottom estuviera aquí… o vivo, ya habría aparecido. Nos habría oído.
– Quizá lo ha hecho y se ha ocultado. Al fin y al cabo, sus visitantes anteriores no debían de ser muy amigables.
Cierto, se dijo, ella tenía razón. Era una posibilidad a tener en cuenta. Tal vez Longbottom se había ocultado en uno de aquellos mundos que parecían confluir en la casa.
Si era así, se dijo cuando entró en una sala que reconoció enseguida, se había dejado su cuerpo atrás.
Vestido de etiqueta y con el gran turbante rojo alrededor de la cabeza, el que había sido el gran Swami yacía en el suelo totalmente inmóvil.
– Está muerto -dijo Kent.
– ¿Está seguro? -preguntó ella, mientras se agachaba y le tomaba el pulso-. Sí, parece que lo está. Nuestros amigos del callejón.
– Tal vez.
– Yo diría que es bastante probable.
En lugar de responder, Kent se inclinó sobre el cuerpo. Longbottom no parecía muy distinto de la última vez que lo había visto. Pero faltaba un detalle en su atuendo y, a juzgar por los jirones deshilachados de su turbante, alguien se lo había arrebatado. Miró a la supuesta Irene Adler.
– El rubí -dijo ella, antes de que él pudiera articular palabra-. Se lo han llevado.
– Estaba punto de decir lo mismo. Quizá sería mejor que intercambiáramos notas.