Ella sonrió, como si de pronto lo reconociera.
– «Intercambiar notas». Vaya, señor Kent, me pregunto si después de todo no seremos compañeros de profesión.
– Es posible.
– De acuerdo, entonces. Intercambiemos notas.
Su historia era totalmente verosímil. Una periodista abriéndose camino y cayendo en una publicación dedicada al ocultismo y la magia. La posibilidad de un reportaje, quizá una entrevista con quien había sido, en su día, casi tan popular como Houdini.
– Y mejor que él -añadió-. O eso dicen algunos.
Y algo más. La personalidad pública de Longbottom podía ser la de un ilusionista de feria, un prestidigitador, un artista de la fuga… una criatura, en suma, de la farándula y el mundo del espectáculo. Pero los rumores decían que tras aquella fachada había algo más.
– Algo menos lúdico… y más siniestro.
El resto de su historia circulaba por derroteros bastante predecibles, hasta llegar al momento en el que se había encontrado en el callejón exactamente cuando debía para que Kent, como un caballero de brillante armadura, acudiese al rescate.
– Y ahora le toca a usted.
Lo que él contó fue quizá algo menos creíble, pero eso no le preocupaba mucho. Ella fingiría creer lo que él le dijera, con tal de que no resultara demasiado inverosímil.
– Como usted ha dicho, somos compañeros de profesión. Trabajo para… un gran periódico metropolitano, dejémoslo así de momento.
El resto era bastante trillado. Un tío excéntrico y aficionado al ocultismo. Una reliquia familiar que parecía un juguete de circo, pero que a veces… Una historia transmitida en la familia sobre la juventud del tío Clark y sus andanzas junto a un escapista famoso. Todo eso lo había llevado al callejón apropiado donde ella estaba esperando a ser rescatada.
– ¿Y aún cree que el destino no existe?
– Yo no he dicho eso, señorita Adler. Digamos que, de momento, soy agnóstico en ese tema. Estoy dispuesto a dejarme convencer, si las pruebas son las adecuadas.
– Parece una actitud bastante sensata.
Permanecieron en silencio un rato. Ella recorrió la habitación con una mirada incisiva y apenas divertida.
– Longbottom quizá era un mago, pero no le habrían venido mal los servicios de un decorador de interiores. En cualquier caso, eso me parece trivial ahora. Nuestros amigos del callejón despertarán pronto y tenemos un cadáver en la casa. Quizá deberíamos llamar a la policía, después de todo.
– Y lo haremos… a su debido tiempo. Espere. Vuelvo enseguida.
Ella vio cómo arrancaba los cordones de las cortinas y salía de la habitación. No tardó en regresar.
– Listo -dijo, al entrar por la puerta-. Nuestros amigos están a buen recaudo, atados y amordazados en otra habitación. Ahora podemos decidir con tranquilidad qué vamos a hacer.
– Como dije antes, es usted muy rápido.
– El trigo de Kansas. -Seguro que sí. Bien, no sé usted, pero yo necesito una copa. Y quizá no estaría de más que tapáramos el cuerpo de Longbottom. Por decoro, ya sabe.
– Por decoro, por supuesto.
Arrancó una cortina y cubrió con ella el cadáver, mientras Irene se acercaba al mueble bar y se servía una generosa ración de whisky.
– ¿Kent? -preguntó, enarcando una ceja y sosteniendo en alto la botella.
– No, gracias. No serviría de nada.
– Como quiera. A mí sí.
Con la copa en la mano se sentó en un sofá destartalado. Cruzó las piernas y tomó un largo trago.
– Bien, Kent, ¿qué sugiere?
¿Era el momento adecuado?, se preguntó él. Bueno, quizá no había un momento adecuado para aquellas cosas.
– Sugiero que me diga dónde está el rubí, por qué mató al señor Longbottom y, sobre todo, a qué se dedican usted y sus amigos maniatados de la otra habitación.
Ella ni siquiera se molestó en aparentar sorpresa.
– Lo suponía -dijo-. Está mucho más recuperado de lo que los otros creían. Sí, estaba segura de que pasaría algo así. ¿Por qué me ha seguido el juego?
– Era divertido… hasta que nos tropezamos con un cadáver. En ese momento dejó de serlo.
– Bien, caretas fuera. Ninguno de los dos es lo que parece. Es justo que mostremos lo que hay bajo la máscara.
Fue sorprendente la rapidez con la que la mujer cambió. Su lenguaje corporal se alteró radicalmente, la expresión de su rostro desapareció como si nunca hubiera estado allí y hasta parecía oler de un modo distinto.
Eso, en cuanto a lo que se podía percibir a simple vista. Lo que los sentidos de Kent le decían era que su respiración, los latidos de su corazón, el modo en que transpiraba, todo se había transformado.
Se había convertido en algo totalmente distinto a lo que había sido unos momentos atrás. Algo que, por extraño que pareciera, le resultaba familiar.
– En las Montañas de la Locura -dijo-. Había alguien como tú.
– Uno de mis hermanos -dijo ella-. Y de los tuyos.
Afuera, el callejón estaba en silencio, como si los ruidos del resto de la ciudad no se atrevieran a entrar en él.
Quien sí lo hizo fue un hombre apoyado en un bastón que no parecía necesitar. Su rostro estaba en sombras, oculto bajo el ala de un sombrero, bajo la que asomaba algún mechón de cabello rubio.
Recorrió el callejón hasta el final. Se detuvo ante la puerta cerrada de la casa de Longbottom y esbozó una sonrisa torcida.
Capítulo V. Al otro lado del mundo
– ¿Qué ocurre, magus?
La única respuesta que obtuvo fue una mueca de dolor. Preocupado, volvió a preguntar:
– ¿Qué ocurre, magus?
Pero Crowley, en lugar de responder, se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo.
El hombre miró a su alrededor en busca de ayuda, pero el resto de los ocupantes de la habitación parecían tan desvalidos como él mismo. El magus había interrumpido su discurso a mitad de una frase; había permanecido unos instantes con la mirada clavada en el vacío y, de pronto, había empezado a retorcerse de dolor.
– ¿Magus?
Desde el suelo, Crowley soltó un gruñido que sonó como una maldición. El hombre que estaba más cerca de él se inclinó y trató de ayudarlo a incorporarse. Crowley apartó la ayuda de un manotazo. Miró a su alrededor con la mandíbula apretada y la frente cubierta de sudor.
– Fuera -logró decir.
Nadie hizo nada.
– Fuera. Largo. ¡Marchaos!
Nerviosos, incrédulos ante lo que estaba pasando, no se atrevieron a contradecirle. Echaron a andar hacia la puerta, indecisos, pero incapaces de no seguir las órdenes de su magus. Ya en el umbral, el que había intentado ayudarle echó una última mirada hacia atrás. Crowley intentaba ponerse de pie y cada movimiento parecía costarle toda la fuerza que le quedaba.
Wiggins lo sentía, al alcance de su mano. Las fronteras entre los mundos vacilaban, se convertían en algo fluido, y los Primeros empezaban a despertar de su sueño. Pronto el mundo, tal como todos lo conocían, llegaría a su fin.
Miró a su alrededor. Lo que habitaba dentro de él (lo que era ahora y la memoria de lo que había sido) sonrió con desprecio.
Todos morirían.
Y, sobre todo el detective. Aquella criatura odiosa que se había interpuesto en sus planes una y otra vez. Que lo había llevado a convertirse en lo que era ahora.
Sí.
Sobre todo él.
La puerta se abría, lentamente. Y los Primeros se agitaban inquietos en su sueño que era como la muerte. Uno de ellos abrió los ojos y miró a su alrededor, sin comprender lo que veía.
Pronto, muy pronto.
Despertarían y pasarían al otro lado.
Y entonces…
Algo se movió a sus espaldas. ¿Qué…?
Apenas le dio tiempo a volverse. Un hombrecillo gordo envuelto en un capote militar lo miraba con distante interés.
¿Qué…?
Algo en su mano. Algo que brillaba metálico y malévolo. Algo que apuntaba a su rostro.