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– Lo que te he dicho respecto a nuestro mundo también se aplica a nuestra naturaleza. ¿Qué somos? Para los humanos somos vampiros, parásitos: usamos sus cuerpos como receptáculo de nuestra esencia, y los dejamos tirados a un lado del camino cuando ya no nos sirven. ¿Qué somos en realidad? ¿Cuál es nuestra verdadera forma? Me temo que esas palabras carecen de sentido.

– No lo entiendo.

– Lo harás, hermano.

El resto del viaje transcurrió sin incidentes. La curiosidad de Kent era insaciable y ella trató de satisfacerla como mejor pudo, dándole tanto de la verdad como le era posible. Cada nueva explicación que le daba generaba nuevas preguntas, así que parecían enzarzados en un baile que no tenía fin.

El barco era veloz, y su destino estaba cada vez más cerca.

Y pronto, ella tendría lo que deseaba y podría abandonar aquella farsa.

Capítulo VII. Tunguska

Habían desembarcado un par de días atrás y ahora cruzaban la región lo más rápido que podían, aprovechando el corto verano. Estepas interminables, bosques de coníferas y lejanas montañas. El cauce ocasional de un río. Los sonidos característicos de un lugar donde el hombre raramente ponía los pies.

– Podríamos llegar más rápido -dijo Kent.

Sí, pensó Anni, seguramente tenía razón. Quizá aún no estuviera lo bastante recuperado para poder ir al lugar al que se dirigían en media docena de poderosos saltos, pero le faltaba poco. E incluso aún sin estar en plenitud de facultades podía hacer el viaje considerablemente más corto. Consideró la idea unos instantes; era tentador, por varios motivos, pero le daba demasiada iniciativa al superhombre.

– ¿Tenemos prisa en llegar? -preguntó.

Kent no respondió, aunque no fue necesario. Quizá no era humano, pero había sido educado como uno de ellos y el comportamiento de su cuerpo y sus reacciones humanas resultaban patéticamente predecibles.

Los dos hombres de Nadie iban con ellos, siempre en silencio, siguiéndolos con el semblante ceñudo. Ayudaban a montar el campamento por las noches y a desmontarlo por las mañanas. Por lo demás, lo mismo podían haber sido dos muebles. Cada noche, encerrados en su tienda, conectaban su extraña radio e intercambiaban información con su supervisor. No creía que el oído de Kent tuviera problema alguno para captar lo que decían, pero dudaba de que fuera capaz de descifrar el galimatías incomprensible que usaban para comunicarse.

Bien. Todo iba como debía.

Anni se preguntó qué le habría prometido Crowley a Nadie para obtener su ayuda, y cómo encajaba aquello en sus propósitos. No es que importase mucho. Si tenían éxito, los planes de Nadie carecerían de sentido, como los de cualquier otro humano.

Si tenemos éxito.

Pero, si lo pensaba un poco, ¿por qué habrían de tenerlo? Después de todo, habían fracasado una y otra vez. Los intentos de despertar a los Primeros y desencadenarlos sobre un multiverso desprevenido eran incontables, y todos ellos habían culminado en el más absoluto de los fracasos. Así que, ¿por qué iban a tener éxito esta vez?

Porque estoy aquí. Porque soy yo y no cualquier otro quien lo intenta. Porque no toleraré el fracaso.

Pero aquel pensamiento, lo sabía, no era suyo, sino otro resto de la humana que había sido. Un fracaso más no importaba, porque al final, tendrían éxito. Y eso era todo lo que debía tener en cuenta.

Pero importa. Claro que importa.

Durante los últimos años, había aprendido a considerar valiosa su asimilación de la mente humana que la alojaba, pero ahora empezaba a dudarlo. Las emociones habían sido una herramienta útil en su momento, pero quizá estaban dejando de serlo.

¿Podré prescindir de ellas?

Tal vez no. La mujer que había sido y la criatura que surgió de la Boca del Infierno se habían asimilado la una a la otra demasiado bien. Al contrario que Wiggins, cuyas dos mitades habían estado en lucha permanente; o que Crowley, que había sometido su humanidad sin molestarse en echarle un vistazo y había convertido los recuerdos y experiencias de su anfitrión en poco más que una enciclopedia de la que extraer datos. Ella y Anni Jaeger eran una sola, y no había forma de deshacer una fusión como aquella.

Sólo muriendo.

Al menos, en teoría. Con la muerte de su anfitrión humano, todo rastro de éste debería desaparecer, quedando tan sólo ella misma.

Pero el hecho de que pensase en sí misma con un pronombre femenino indicaba que tal vez eso no fuera cierto por completo.

Con cada kilómetro que recorría, Kent sentía regresar sus fuerzas. Cada paso que daba bajo aquel sol descarnado y distante lo hacía sentir más lleno, más completo. Supo que no pasaría mucho hasta que volviera a ser el que había sido antes de su aventura con Sherlock Holmes.

O quizá no, se dijo con una sonrisa torva. Quizá no vuelva a ser nunca el mismo. Sé demasiado de mí mismo para volver a la ignorancia.

Aquel viaje tan lento le resultaba enloquecedor. Un día tras otro atravesaban el mismo paisaje interminable y abandonado y nada parecía cambiar nunca. Descubrió -con cierta sorpresa- que añoraba la presencia de otros seres humanos: su bulliciosa trivialidad, su actividad constante, su ir y venir inacabable de un sitio a otro.

No sabía lo que era, pero cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que Anni Jaeger le había mentido, pese a que sus sentidos no hubieran sido capaces de detectarlo. Él y ella no pertenecían a la misma especie, de eso estaba seguro.

Entonces, ¿por qué parecía estar diciéndole la verdad?

«Vamos, Kent, muchacho. Piense. Tiene una mente. Utilícela», oyó decir a un imaginario Sherlock Holmes.

Algo de lo que le había contado podía ser cierto, se dijo. Tal vez los suyos eran los parásitos mentales que le había descrito. Y, por tanto, si su cuerpo no era otra cosa que un traje, con tiempo y experiencia suficiente podía controlarlo a su antojo y hacer que las reacciones de su anfitrión fueran exactamente las que deseaba. Si quería mentir, podía impedir que los latidos de su corazón se alterasen, o que su transpiración cambiara su composición. Al fin y al cabo, había presenciado algo parecido en la casa de Longbottom, cuando ella abandonó la farsa mediante la cual lo había conocido.

¿Por qué no? Él podía saltar un edificio de un solo impulso, detener una locomotora en marcha con un ligero esfuerzo, correr más rápido que una bala.

Pero ellos no.

Había observado el cuerpo de Anni durante los días pasados. Y era humano. Frágilmente humano. De eso no le cabía ninguna duda.

Así pues, tal y como había sospechado, le mentía.

Pero, ¿para qué, con qué propósito? ¿Qué quería obtener de él?

Sabía dónde estaban y tenía una idea bastante clara de hacia dónde se dirigían. Sherlock Holmes le había revelado el nombre del lugar: Tunguska, en medio de aquella ninguna parte conocida como Siberia. Lo más parecido que existía en aquella Tierra al lugar de su nacimiento.

¿Y por qué lo llevaba allí? ¿Qué esperaba obtener mostrándole el lugar donde el vehículo que lo llevaba a aquel planeta se había estrellado? ¿Qué creía que iba a encontrar en medio de aquellos bosques desolados?

– A partir de aquí seguiremos a pie.

Los hombres que los acompañaban asintieron en silencio. Montaron las tiendas, como hacían siempre, y encendieron una hoguera mientras iba anocheciendo.