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Alguien lo vio e intentó detenerlo. Sin aminorar su paso, se deshizo de su atacante con un gesto desganado.

Llegó junto a la máquina.

Esbozó una sonrisa torcida.

Abrió su mano. Lo que había en ella lanzó un destello rojizo. Volvió a cerrarla en un puño.

Miró a sus espaldas y de nuevo pareció aburrido ante la locura que estaba a punto de desatarse sobre el mundo.

Encontró lo que buscaba en la maquinaria e hizo a un lado una tapa. Uno de los técnicos intentó impedirlo y cayó fulminado a un gesto de su mano.

Acercó la mano cerrada al compartimento que acababa de dejar al descubierto. La abrió y dejó caer en su interior lo que llevaba. Luego, prudente, se hizo a un lado. Y esperó.

En todo el mundo, los que dormían estuvieron a punto de despertar a la locura; los despiertos, de abandonar su cordura en una pesadilla eterna.

Pero nada de eso pasó.

La máquina dejó de ronronear y, por un momento, pareció que tosía. Luego, como un castillo de naipes, empezó a desmoronarse.

Las dos manos que estaban desgarrando la realidad perdieron asidero, trataron de encontrarlo de nuevo y, con un gesto de protesta inútil, se desvanecieron en mitad del aire.

Los Primeros cerraron los ojos de nuevo. Volvieron a soñar su sueño de muerte.

El mundo despertó y descubrió que seguía en pie, pese a todo.

– ¡Tú! -exclamó una Anni todavía desorientada, aún atrapada en su cuerpo humano.

– Yo.

Anni parpadeó. El mundo todavía estaba entero, comprendió; los Primeros no habían despertado.

– No. No lo harán. Al menos esta vez -dijo el hombre-. Y, teniendo en cuenta vuestro abultado porcentaje de fracasos, no creo que lo hagan nunca.

La mujer asimiló rápidamente lo que había ocurrido.

– Vosotros tenéis que tener éxito siempre -dijo-. A nosotros nos basta con triunfar una sola vez.

Por toda la habitación, los hombres parpadeaban, como si alguien los hubiera sacado bruscamente de un sueño profundo. No parecían saber dónde estaban. En su prisión, Kent miraba a su alrededor sin comprender.

– Quizá tengas razón -dijo el recién llegado-. Pero eso no hay forma de saberlo, ¿no es cierto?

– De momento.

– Así es. De momento. Pero «de momento» es todo lo que tenemos. Aprende a disfrutar de ello.

Poco a poco, los hombres empezaban a reaccionar y a comprender lo que había pasado. Se miraron entre sí, indecisos.

– ¿No vas a matarme?

– Ya no representas ningún peligro para mí. Estás disminuida y has fracasado. Eras parte de algo mayor, ¿recuerdas? Y ya no sois tres, sólo dos pedazos que nunca podrán recomponerse mientras el otro vaga sin rumbo y gira una y otra vez alrededor de sí mismo sin reconocerse. Sigue rondando por el mundo si te place. Ya no es de mi incumbencia. -Miró a su alrededor y vio que la mayoría de los hombres lo miraban con gesto hosco-. Diles a tus sicarios que no lo intenten. No me apetece mancharme las manos.

Anni les hizo una señal. A regañadientes, detuvieron su avance hacia el desconocido.

– Y ahora, será mejor que os vayáis.

Anni dio la orden con un gesto de la cabeza. Fue la última en abandonar la habitación.

– Traidor -escupió antes de irse.

El desconocido sonrió y se encogió de hombros.

Capítulo IX. La ciudad que nunca duerme

– Bueno, Kent, espero que tu viajecito haya servido para encontrar lo que buscabas.

– En cierto modo, jefe. Aunque no del todo.

– Bien. Me alegro. Supongo. Ahora puedes elegir entre engrosar las filas del paro y ponerte a trabajar. Tenemos un periódico que sacar, ¿recuerdas?

– Claro, jefe.

– Bien. Ya sabes dónde está tu mesa. Vamos, muchacho, no tenemos todo el día.

Mientras salía del despacho de White, éste lo contempló ceñudo. No tenía ni idea de qué había ocurrido, pero estaba claro que el muchacho había pasado por algunas experiencias no muy agradables. Su rostro demacrado y la expresión de sus ojos eran muy elocuentes.

No era asunto suyo, claro, y mientras Kent cumpliese con su trabajo podía meterse en todos los líos que quisiera, con tal de que antes de la hora del cierre el periódico estuviera listo para enviar a composición.

Y Kent era de los que no fallaban, eso White lo sabía muy bien. Se alegraba de tenerlo de nuevo a bordo, aunque se habría cortado una pierna antes de demostrarlo.

Anochecía.

A solas en la redacción, hacía rato que Kent había dejado de teclear en su máquina de escribir y contemplaba pensativamente la hoja en blanco que había en el carro.

El lugar parecía lleno de fantasmas sutiles y lejanos mientras lo» últimos rayos de sol se colaban por las ventanas, antes de que los edificios más allá del río terminaran de devorarlo.

Kent sacó la hoja de la máquina de escribir, la colocó en el pulcro montón que había a un lado y se incorporó. Se puso la chaqueta y el sombrero y echó a andar hacia la puerta.

En medio del pasillo que conducía a los ascensores, era como si fuera el único ser vivo del mundo. Llevado por un impulso repentino, dio media vuelta y echó a andar hacia las escaleras.

Ascendió en la oscuridad y salió a la azotea justo cuando el sol terminaba de ser tragado por el abrupto horizonte.

Mientras las sombras caían sobre la ciudad, se asomó al borde. A sus espaldas, el planeta que daba nombre al periódico giraba lentamente, con un ruido de maquinaria cansada. Abajo, las luces se encendían y la ciudad empezaba a cobrar una vida distinta a la diurna: más furtiva, menos obvia.

Cerró los ojos y escuchó.

Lo escuchó todo.

Cuando volvió a abrirlos, ya era noche cerrada. Estaba en la cima de un mundo nocturno y bullicioso que vivía con su propio ritmo.

Abrió la mano derecha. Frunció el ceño y apretó la mandíbula. No pasó nada durante unos segundos; luego, algo flotó hasta la palma de su mano, asomando entre su carne: una piedra roja, que lanzó un destello de sangre hacia la noche.

No ha sido un sueño, pensó. O quizá todo lo es.

No, no había sido un sueño. Anni Jaeger lo había capturado y había usado su cuerpo como un transformador de energía para abrir una puerta en el mundo.

Y luego, de pronto, todo había terminado. La oscuridad había caído sobre él y, cuando abrió los ojos de nuevo, estaba tendido en el suelo, y un rostro altivo coronado por una mata de cabello blanco lo contemplaba pensativamente.

– Me alegro de no haber llegado demasiado tarde -dijo.

Hablaba con acento inglés y, al oírlo, Kent no pudo evitar pensar en Sherlock Holmes. El desconocido sonrió, como si le hubiera leído el pensamiento.

– No soy su amigo el detective -dijo-. Aunque me he encontrado con él en varias ocasiones.

Él miró a su alrededor y vio que estaban solos en la habitación.

La máquina a la que lo habían conectado había sido desmontada y no había el menor rastro de la jaula angosta en la que lo habían encerrado.

– Me he ocupado de ella.

– ¿Quién es usted? -consiguió preguntar. Y sólo entonces se dio cuenta de lo débil que se encontraba.

– Buena pregunta. Puede llamarme Shamael Adamson. Es un nombre que he usado a menudo, y no me desagrada demasiado.

– Supongo que le debo la vida, señor Adamson.

Su interlocutor asintió.

– Usted y el resto del mundo, señor Kent.

Lo que acababa de ocurrir fue volviendo a su memoria. Apenas había percibido gran cosa desde su prisión, mientras lo llenaban de energía y luego la recolectaban hasta dejarlo casi muerto, pero había sido suficiente para volverlo loco. Durante un instante interminable, había sido como si no hubiera lugar alguno al que agarrarse, nada fuera seguro y el mundo fuese un caos cambiante y fluido lleno de locura y pesadillas.