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Todos intentarían usarlo, de un modo u otro. Así era como funcionaban las cosas en aquel mundo. Quizá en todos los mundos.

Y una parte de él deseaba que lo utilizaran. ¿Para qué eran todas aquellas habilidades que tenía, salvo para ser usadas?

Pero en mis propios términos, se dijo.

Sintió que la piedra estaba de acuerdo con él y, por un instante, estuvo a punto de comprender las palabras que susurraba y casi sintió aquel lenguaje extraño como algo propio. Con una sonrisa, cerró la mano y notó cómo el rubí se disolvía de nuevo en su palma. Susurraba algo y luego guardaba silencio.

Sonrió de nuevo.

Quizá algún día encontrase a los suyos. O tal vez descubriera que era el último, el único de su especie.

En su mano (literalmente en su mano) tenía algo que le permitía explorar tiempo y espacio. Más adelante, tal vez, cuando ambos se comprendieran mejor.

Y, bajo él, a sus pies, un mundo entero que lo necesitaba y que ansiaba utilizarlo, aunque no lo supiera.

Que me usen, pensó de nuevo. Pero en mis propios términos.

Usaría sus habilidades allí donde fueran necesarias. Discretamente y en silencio.

Ayudaría.

Echaría una mano. Y seguiría buscando.

Capítulo X. Londres

Cuando Sherlock Holmes llegó a su casa, descubrió que alguien lo estaba esperando. Paseaba con tranquilidad por Baker Street, imperturbable, vestido impecablemente, moviendo al ritmo de sus pasos un bastón que no necesitaba.

– Señor Adamson -saludó el detective.

– Señor Holmes.

– Iba a decir que me sorprende encontrarlo aquí, pero ya usé palabras muy parecidas en nuestro último encuentro, así que me ahorraré repetirlas.

Adamson reprimió una sonrisa.

– En realidad, acaba de hacerlo.

– Cierto. Querrá pasar, supongo. Aunque no sé en qué estado encontrará la casa. Llevo bastante tiempo ausente.

– Me las arreglaré.

– Sí, tengo la sospecha de que usted siempre se las arregla.

Holmes abrió la puerta y le indicó con un gesto a Adamson que pasara. Éste así lo hizo, y esperó en el vestíbulo mientras el detective conectaba la luz eléctrica.

– En el piso de arriba, supongo, como siempre.

– Así es.

Subieron en silencio por las escaleras. Adamson parecía ligeramente divertido ante la situación. El semblante de Sherlock Holmes no transmitía emoción alguna.

– Pase.

Entraron en el salón. Quitaron las sábanas que cubrían la mayor parte de los muebles y se las arreglaron para encender un fuego medio decente en la chimenea. Luego, Sherlock Holmes tomó asiento y se preparó una pipa con parsimonia. Adamson, entre tanto, recorrió la habitación con la mirada. Enarcó una ceja ante el laboratorio que ocupaba una buena parte del cuarto y arrugó la nariz.

– Tiene usted buen olfato -dijo Holmes.

– Y usted ojos en la nuca.

– No, sólo la capacidad de saber cuándo mirar y cuándo no hacerlo. Confieso que me parece sorprendente que después de tanto tiempo sea capaz de reconocer algún olor. Ese laboratorio no se usa desde hace… -Se encogió de hombros.

– Olores quizá no, pero sí los recuerdos de ellos.

– Si usted lo dice.

Finalmente, Adamson terminó la inspección de la habitación y se sentó frente a Holmes.

– Pese a lo que dijo antes, no parece muy sorprendido de verme.

– Tras lo ocurrido en Lisboa hace ocho años, esperaba que nos volviéramos a encontrar tarde o temprano. Era sólo cuestión de tiempo. Soy un hombre paciente.

– Eso, y muchas otras cosas.

– Como todos los hombres, supongo.

Guardaron silencio. En la chimenea, el fuego crepitaba alegre mientras la noche iba cayendo tras la ventana.

– Parece que su aventura española ha salido bastante bien.

– Es una forma de decirlo, señor Adamson. He descubierto que mi hijo adoptivo deseaba mi muerte. Y mi nieto está perdido en medio de una Europa que no tardará en estar en guerra. Pero supongo que eso para usted es irrelevante y se refiere a que he conseguido evitar que la… Orden Esotérica de Dagón, como la llamó Lovecraft en su lecho de muerte, usase el Necronomicon para sus fines.

– Eso… entre otras cosas.

– Antes me acusó de tener ojos en la nuca. Podríamos decir que usted los tiene en todas partes. Acabo de volver de España y aún no he informado a nadie de lo ocurrido allí.

– No es necesario. La deducción era, y perdóneme el mal chiste, elemental. El mundo sigue en pie, tal y como lo conocíamos. Por lo tanto, usted ha tenido éxito.

Holmes enarcó una ceja.

– ¿A qué ha venido, señor Adamson?

– En un sentido estrictamente filosófico, he venido a ser uno de ustedes. A convertirme en carne y estar sujeto a las limitaciones de la carne. Al menos, por un tiempo. Sin embargo, sospecho que su pregunta tenía un carácter algo más mundano.

– Podríamos decirlo así.

– He venido a verlo a usted, evidentemente. ¿Con qué propósito? Usted tiene cierta información que me gustaría poseer. Yo, a mi vez, poseo algunos datos que quizá le sean de valor. Sugiero que intercambiemos lo que sabemos.

Durante largo rato, Holmes no contestó. Fumaba su pipa y tenía la mirada perdida más allá de su interlocutor. Terminó asintiendo y dijo:

– De acuerdo. Querrá que empiece yo, seguramente.

– Me parece una buena idea. Así sabré con exactitud cuánto sabe y cuánto no. Y no le daré información innecesaria o redundante.

– ¿Cuánto sé? Mucho. Demasiado. Y también demasiado poco. Como todos los hombres.

Le dio una nueva chupada a su pipa y comenzó a hablar.

Por dónde empezar, debió preguntarse Sherlock Holmes. Por el principio, le habría contestado seguramente Shamael Adamson.

El principio, al menos para el detective, había sido el año 1895, cuando Winfield Scott Lovecraft se había acercado a Amanecer Dorado bajo una identidad falsa, había asesinado a James Phillimore y había conseguido hacerse con el Necronomicon.

En la mente de Holmes aquel caso estaba tan fresco como si hubiera sucedido ayer mismo. Porque, en cierto modo, buena parte de sus actividades durante los siguientes cuarenta años partirían de aquel momento.

Y, por supuesto, no podía olvidar el modo en que el barco de Lovecraft sé había internado en un banco de niebla, sólo para desaparecer, como si un monstruo inverosímil se lo hubiera tragado.

Ni mucho menos el modo en que Shamael Adamson, el mismo que ahora tenía enfrente, y exactamente con el mismo aspecto, había reconocido ser el responsable de la fuga milagrosa de Lovecraft.

Claro que también podría haber empezado algo antes. Con la obsesión de Mycroft por el mundo ocultista y las actividades de sus miembros, que era lo que había llevado al detective a involucrarse en todo aquello.

– Sé que no vas a creer nada de cuanto te diga, Sherlock -le dijo su hermano varios años más tarde-, pero es necesario que te lo diga. Porque si me pasara algo sólo tú podrías continuar mi labor.

Estaban en la sala de visitantes del Club Diógenes, una de las tapaderas que tenía en Londres el Servicio Secreto de Su Majestad.

– Te presto oídos, Mycroft -había respondido Holmes, echando mano de su amado Shakespeare.

Mycroft le había contado muchas cosas. Cosas sobre la importancia del Necronomicon y por qué parecía haber una conspiración de alcance mundial para reconstruir el libro y utilizarlo.

– ¿Reconstruirlo? -había preguntado él.

Sí, porque el Necronomicon no era un solo libro. Al Hazrid había repartido su oscuro conocimiento en tres, y sólo obteniendo los tres ejemplares adecuados se podía reconstruir el libro auténtico.