Dentro de mí, seguía habiendo algo torcido. Pero aún no era el momento para dejarlo salir.
En todo aquel tiempo, Sherlock Holmes no apareció por la casa. Supuse que estaría en Cambridge Circus, en su despacho del quinto piso, caracterizado como M y empuñando con mano firme las riendas del espionaje británico, como había hecho desde que muriese su hermano.
En realidad, me equivocaba.
Cuando juzgué que Carmen estaba completamente recuperada, volví a Londres. Fue entonces cuando supe que M estaba ausente y que había dejado a George, con su aspecto de sapito miope y despistado, al cargo de todo mientras tanto. Ocupé mi lugar y traté de hacer mi trabajo.
Horas más tarde estaba de nuevo en un callejón mal iluminado, retorciéndome sobre mí mismo y saboreando mis propias lágrimas. Pero esta vez no había ningún Sherlock Holmes para sacarme de allí. Creo que me dormí.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirado en el suelo y la ciudad empezaba a desperezarse con el amanecer. Me puse en pie como pude y salí tambaleándome y temblando del callejón. La luz de la mañana era una herida molesta en mis ojos. Dentro de mí había otra herida en la que prefería no pensar.
Pasé así varios días, mientras 1947 se iba arrastrando con desgana hacia su final. Por las mañanas llamaba a Carmen y hablaba un rato con ella. Estaba acostumbrada a mis largas ausencias a causa del Servicio, así que no pareció sospechar nada. Durante el resto del día me las apañaba para hacer mi trabajo de un modo u otro. Por las noches, buscaba cualquier tugurio infecto y me envenenaba con alcohol hasta que ya no podía más.
Hasta que una mañana, al despertar, descubrí el rostro desconcertado de George mirándome desde las alturas.
– No creo que a tu abuelo le gustase verte así.
Me encogí de hombros y chasqueé la lengua.
– Vamos, te llevo.
Me puse en pie y seguí a George fuera del callejón. Subimos a su coche y recorrimos media ciudad sin decir ni una palabra. Me llevó a su casa de Bywater Street y, pese a mis protestas, me obligó a tomar un baño.
Más tarde, mientras consumía un café bien cargado, me dijo que había avisado al Servicio de que me tomaba unos días libres.
– Serán unos cuantos, me parece -añadió con aquella voz suya, siempre al borde de la monotonía.
Rezongué algo mientras terminaba el café. George me dejó solo en la cocina y lo oí trajinar por la casa.
Algo más tarde, sonó el timbre de la puerta. El lechero, supuse. O quién sabe si el mozo de una de aquellas librerías de viejo, en las que George solía escarbar en busca de ignotos poetas alemanes, que venía a traerle su pedido.
Oí cómo George abría la puerta. Luego, un murmullo en el que no pude distinguir las palabras. Pasos que venían en mi dirección, pero ahora de dos hombres.
Sherlock Holmes asomó su rostro anguloso en el umbral y me miró sin aprobar ni desaprobar lo que veía.
– Bueno, William -me dijo-. Me parece que ya te has tomado tiempo más que suficiente para compadecerte de ti mismo. Tenemos un trabajo que hacer. Y necesito saber si estás en condiciones de realizarlo.
De algún modo sus palabras tuvieron el efecto de una bofetada seca en mi rostro. No había reproche alguno en ellas. Como he dicho, ni aprobación ni desaprobación. Se limitaba a informarme de algo y aguardaba mi respuesta.
– Supongo que estoy listo -dije. Y comprendí que sí, que lo estaba.
Holmes asintió.
– De acuerdo. Será mejor que te vistas. Tómate tu tiempo. Te espero en el salón.
Abandonó la cocina, seguido de George. Terminé el café, aunque ya estaba frío, y fui a la habitación donde me había instalado George.
– Bien, William -dijo Holmes varios minutos después, al verme llegar vestido y recién afeitado-, supongo que tu estado es razonablemente bueno. Y si no es así, tiempo tendrás de espabilarte durante nuestro viaje.
– ¿Adónde vamos?
– A Portugal. No muy lejos de Lisboa. Un lugar en el que estuve hace diecisiete años. Al igual que ahora, llevé a alguien conmigo en aquel entonces. Aquella vez cometí un error. Espero no estar repitiéndolo ahora.
Capítulo II. El magus agonizante
Mientras yo me despeñaba por un laberinto de autocompasión y culpa mal asumida, Holmes se había ido a Hastings.
Allí, en una casa de huéspedes barata, asistió a las últimas horas del hombre que se había estado entrecruzando en su vida durante los últimos cincuenta años.
El relato que él mismo escribió de su encuentro no me da muchas pistas sobre lo que sentía o pensaba en aquellos momentos, pero estoy seguro de que mi situación y la de Carmen estaban presentes en su cabeza mientras hablaba con el que un día se había autoproclamado como «el hombre más perverso de su época».
Claro que, como él mismo hubiera dicho, incorporar ese tipo de pensamientos a su crónica habría resultado de mal gusto y se apartaba del propósito del relato.
Seguramente tenía razón.
Aleister Crowley agonizaba. Con setenta y dos años, tras haber cometido toda suerte de excesos en su vida y haberse cruzado con la de mi abuelo casi más veces de las que puedo contar, se preparaba para dejar este mundo.
No demasiado pronto, según algunos.
Su enfermedad, un asma crónica que había acabado afectando a su sistema coronario, no había disminuido nada sus facultades mentales, así que reconoció a Sherlock Holmes sin dificultad. Le indicó con un gesto que se acercase a su lecho y ordenó al resto de los ocupantes de la habitación que los dejaran a solas. La enfermera que estaba a su lado dudó unos instantes, antes de cumplir su orden.
– ¿Ha venido a matarme? -preguntó Crowley.
Holmes negó con la cabeza.
– Eso no será necesario. La naturaleza ya se ocupa de ello.
– La naturaleza -dijo Crowley despectivo-, como si usted supiera algo de ella. Se ha pasado toda su vida interponiéndose en su camino.
– «Toda mi vida» es, sin lugar a dudas una exageración. Y, por otro lado, no tengo muy claro que aquello a lo que he tratado de impedir el paso sea precisamente la naturaleza. No la de este mundo, al menos. En cualquier caso, si me he pasado buena parte de mi vida obstaculizándola, es evidente que por fuerza la conozco bien. No se puede combatir con éxito a un enemigo que se desconoce.
– Palabrería.
– Quizá. Pero mi palabrería parece haber tenido éxito donde usted y los suyos han fracasado.
El enfermo contuvo a duras penas una mueca de odio.
– Esta vez -dijo-. Habrá otras.
– Y habrá otros como yo para interponerse en su camino, como tan gráficamente lo ha expresado hace un momento.
– Habrá otros, quizá. Pero no como usted.
¿Acusó de algún modo Sherlock Holmes aquellas palabras? ¿Las tomó como una críptica referencia a que su estirpe moriría con su nieto? ¿O las aceptó simplemente como una bravata que, al mismo tiempo, rendía homenaje a su singularidad?
– Eso no importa. Habrá otros y seguirán luchando.
– Sí, pero nosotros sólo necesitamos tener éxito una vez. Y ustedes deben ganar siempre. La lógica que tanto adora usted le dirá que tarde o temprano las probabilidades estarán a nuestro favor.
– Es un argumento que ya he oído. En cualquier caso, la lógica es el principio de la sabiduría, no su final. Y si algo he aprendido a lo largo de todos estos años es que sin duda hay más cosas en el cielo y la tierra de las que cualquier filosofía podría soñar.
Crowley pareció encontrar divertidas aquellas palabras.
– En eso, al menos, estamos de acuerdo.
– Eso me resulta indiferente.
Ambos guardaron silencio. La respiración de Crowley era un jadeo asmático que, poco a poco, iba volviéndose más débil. Sus ojos, sin embargo, seguían ardiendo de furia. Tras ellos asomaba algo que no parecía del todo humano, como si sólo ahora, en sus últimos momentos, el gran fingidor se permitiera una brecha en su disfraz.