Luego, como si hubieran recibido una orden, se hicieron repentinamente visibles. Fue como si las sombras los hubieran vomitado, y ahora no eran más que unos cuantos individuos envueltos en ropa ajustada y gris.
Y armados hasta los dientes, un detalle que no me pareció de poca importancia en aquellos momentos.
– Vaya -dijo Adamson-. Parece que ya llega.
Como invocado por sus palabras, vimos que alguien se acercaba a nosotros, flanqueado por otros dos hombres con aquellas extrañas ropas. Caminaba con paso vivaz y, de lejos, me pareció un hombre joven. Sin embargo, cuando llegó junto a Anni, me di cuenta de mi error.
Su rostro era… extraño, como si su cara hubiera sido estirada una y otra vez y vuelta a estirar de nuevo. Tenía unas facciones inexpresivas, casi como una máscara, y miraba a su alrededor con dos ojos cansados y duros.
– Hola, Harbert -dijo Holmes.
– Harbert ha muerto, Sherlock -respondió el recién llegado con una voz que no pude evitar encontrar mecánica-. Tú deberías saberlo. Nadie sobrevive.
Capítulo V. El heredero de nadie
Había visto las suficientes cosas al lado de Sherlock Holmes para que ya nada me sorprendiera. Sin embargo, supongo que me quedé con cara de imbécil mientras él y el recién llegado se saludaban como si se conocieran de toda la vida. Holmes se dio cuenta, porque me lanzó una significativa mirada de soslayo antes de seguir hablando.
– Desde que supe que andabas metido en esto, me temía que acabaríamos encontrándonos de nuevo -dijo-. Pero esperaba que fuera en otras circunstancias.
Su interlocutor se encogió de hombros.
– Yo habría preferido ahorrarme el… placer -respondió-. Pero teniendo en cuenta el modo en que te has estado inmiscuyendo en ciertos asuntos (con considerable éxito, añadiría), supongo que era inevitable. Además, en cierto modo me has sido útil, aunque no creo que eso entrara en tus planes.
– Confieso que no. A estas alturas te creía muerto.
– ¿Por qué? Tú has encontrado un modo de prolongar tu vida. ¿Creías que yo no iba a poder apañármelas?
En aquel momento, me vi asaltado por una sospecha descabellada. Y, antes de poder evitarlo, mis labios modularon en silencio un nombre de cuatro sílabas. El recién llegado pareció encontrar mi reacción tremendamente divertida y sus facciones de máscara se arrugaron en una sonrisa. En ese momento aparentó su verdadera edad.
– ¿Moriarty? -repitió en voz alta lo que mis labios habían dejado escapar-. No, señor Hudson, no soy el profesor Moriarty. Su cadáver, o lo que queda de él, sigue en el fondo de las cataratas de Reichenbach; está muerto y ya no es más que un fantasma con el que asustar a los niños: el hombre malo que intentó apoderarse del mundo y que estuvo a punto de matar a su campeón. Pero fracasó, ¿no es cierto?, como siempre fracasan todos los que se enfrentan al mejor detective consultor del mundo. -Meneó la cabeza-. No. No soy Moriarty. Soy Nadie.
– Sólo su heredero -dijo Holmes.
– Es una forma de verlo.
– Sin duda lo eres, Harbert, pero también eres el heredero de otros hombres. Y no creo que les gustase ver lo que has hecho con su legado.
– Harbert ha muerto, te lo he dicho. No vuelvas a llamarme así. -Holmes permaneció inmóvil-. Y es cierto que Nadie no fue mi único padre espiritual. Hubo otros hombres. Hombres que se preocuparon por mí, me amaron y me enseñaron cuanto sabían. ¿Crees que lo he olvidado? ¿Y piensas que he olvidado cómo acabaron? Devorados en una llamarada de odio e ignorancia.
– ¿Y cómo acabó Nadie?
– Rodeado por la mayor de sus obras y por las personas a las que protegía y cuidaba. Qué mejor modo de morir.
– ¿Y a quién proteges tú… -el detective vaciló un instante-, Nadie?
– Eso no es de tu incumbencia, Sherlock. Pudo haberlo sido. Hace mucho tiempo. Contigo a mi lado, quizá… -Meneó la cabeza-. No. Los dos somos hombres prácticos y no vamos a perder el tiempo dándole vueltas a un pasado que no pudo ser. Pero me preguntas a quién protejo. La respuesta está tan teñida de ironía que casi duele. Porque soy Nadie y lo protejo todo.
Vi que Adamson sonreía, mordaz. Nadie también se dio cuenta y frunció el ceño.
– ¿Lo encuentra gracioso, señor Adamson? ¿Le parecemos graciosos?
– No en el sentido que usted parece estar implicando, se lo aseguro. En cualquier caso, he venido hasta aquí con un propósito, y me gustaría llevarlo a cabo en un plazo razonable. -Miró hacia arriba-. La noche llegará pronto a su fin y la tormenta ya ha pasado, lo cual es una lástima. Y, aunque es cierto que podemos hacer esto en cualquier momento… bueno, las condiciones ahora parecen más adecuadas.
– ¿Impaciente? ¿Usted? Difícil de creer. Pero eso no importa. No es usted quien dicta las condiciones, sino yo.
No había mucho que decir al respecto, me di cuenta. Rodeados como estábamos por sus hombres, nuestra capacidad de maniobra se veía severamente limitada. Sin embargo, Adamson respondió:
– Eso es discutible.
– Ahórreme sus bravatas. Pero tiene razón en una cosa. Tenemos algo que hacer y cuanto antes lo hagamos, mucho mejor. Crowley ha muerto, al igual que Wiggins, y las cosas que los poseían a ambos están atrapadas ahí abajo, a mitad de camino entre dos mundos. Librémonos de la tercera de una vez y que dejen nuestro universo para siempre. Luego me ocuparé de ustedes.
– Creo que no, que tendrá que ocuparse de nosotros ahora.
– Bah. Me aburre.
– Peor para usted.
Holmes intercambió una mirada con Adamson y éste asintió.
– Sí, creo que ahora es un buen momento.
– Kent, muchacho -dijo el detective-, cuando quiera.
Y de pronto, un remolino borroso estaba entre nosotros, por todas partes, moviéndose más rápido de lo que alcanzaba la vista. A su paso, los hombres de Nadie iban cayendo uno tras otro. Me di cuenta de que Adamson se había desvanecido, como si las sombras se lo hubieran tragado, y que Nadie echaba mano a sus ropas, de donde extraía lo que parecía una caja metálica.
Casi a la vez que el último de los hombres de Nadie caía vi a Adamson salir de la noche y acercarse a Nadie. Antes de que éste pudiera impedirlo, lo obligó a darse la vuelta y le arrebató la caja.
– Yo me ocuparé de esto, gracias.
Los hombres de Nadie formaban un pulcro montón maniatado, tierra adentro, a varios metros de donde estábamos. A su lado había un hombre al que yo ya había visto antes, una sola vez, y que no me costó trabajo alguno reconocer. Nos miraba con una ceja enarcada, los brazos cruzados sobre el pecho poderoso y un mechón de cabello negro cayéndole sobre la frente.
Holmes me hizo una seña y echamos a andar hacia donde estaban Adamson, un furioso Nadie y una inmóvil Anni, a quien todo aquello parecía haberla dejado indiferente. Una vez que se hubo asegurado de que los hombres capturados no eran un problema, Kent se reunió con nosotros.
– Buen trabajo, muchacho -le dijo Holmes-. Veo que sigue en buena forma.
Kent sonrió y, al hacerlo, pareció un niño travieso.
– Me tomo mis cereales para desayunar, ya lo sabe -dijo.
– No es que esperase vítores de agradecimiento -interrumpió Adamson-, pero unas palmaditas en la espalda no habrían estado mal.
Sostenía la caja en alto. La abrió unos centímetros y vimos asomar un resplandor verdoso de ella. Me di cuenta de que Kent parpadeaba y que el sudor perlaba su frente. Dio un paso y pareció tropezar.
Adamson cerró de nuevo la caja y se la tendió al superhombre.
– Tenga, guárdelo a buen recaudo -dijo-. O destrúyalo, como le plazca. El plomo de la caja debería contener la mayor parte de las radiaciones, pero nunca se sabe.
– Ha sido… -empezó a decir Kent, que se había recuperado enseguida.