Los oía. Eran varios. Eran legión. Sólo eran tres. Era uno nada más. Y gritaba y lanzaba palabras que el aire se negaba a transportar y que pese a todo llegaban a mis oídos. Había dolor, y hambre, y una nostalgia tan intensa de algo que nunca habían conocido, que resultaba dolorosa de contemplar.
Sólo que no había nada que contemplar. Porque estaba de pie en la costa portuguesa junto a Sherlock Holmes. Y no pasaba nada más.
Nada.
Salvo un susurro que el viento intentaba engullir. Un lamento que no llegaba a donde estábamos. Una risa que nadie oía nunca.
– Lo están abriendo -dijo Adamson.
Y ni siquiera me pregunté qué era lo que abrían, porque lo sabía. Y una parte de mí quiso que tuvieran éxito, aunque sólo fuera para dejar de sentirlos. Que se fueran, que se fueran de una vez y no tuviese que sentirlos nunca más alrededor de mí.
– Ahora, Holmes -dijo Adamson.
El detective asintió. Se acercó al borde de la Boca del Infierno y tomó aire. Intenté sujetarlo, pero Adamson me lo impidió. -Wiggins -susurró Holmes.
Y ante aquella palabra, el carrusel se detuvo. La cosa que habían sido tres, que no era nada y no sería nunca nada, que no podía ver ni escuchar, pero que estaba a nuestro alrededor, se detuvo.
La puerta no siguió abriéndose.
– Wiggins -repitió Holmes.
Los oí. Dentro de mí, usando mi propia voz para darles voz ahora que no tenían ninguna.
No lo hagas, decían.
Ya voy, decían.
No seas idiota, decían.
Ya voy, ya voy, ya voy, decían.
¡Manchado!, decían.
Ya voy, ya vengo, ya subo y haré pedazos su rostro, lo marcaré para siempre, destrozaré sus tripas y esparciré su alma allí donde nadie pueda encontrarla, decían.
Detente, decían.
Manchados, estamos manchados, nos ha contaminado, decían.
Y decían muchas cosas más. Porque de pronto era como si miles de personas vivieran en mi cabeza y trataran de hablar todas a la vez. Cerré los ojos, pero era inúticlass="underline" estaban todas allí, en medio de ninguna parte. Querían irse y querían volver. Querían destrozar a Sherlock Holmes, querían recibir su perdón, querían…
Simplemente querían. Algunas de ellas tan sólo querían. Me desplomé sobre mis rodillas y sentí que un brazo envejecido pero fuerte me sujetaba para que no cayera al abismo.
– ¡Ahora, Adamson! ¡Si va a hacer algo, hágalo ahora!
¿Hacer?, me dije. ¿Qué había qué hacer? ¿Quién tenía nada que hacer dónde? ¿Qué…?
Y de pronto me descubrí en mitad de la noche, caído sobre mis rodillas doloridas y mirando un cielo tachonado de estrellas. Holmes me miraba con preocupación y una sonrisa asomaba lentamente a su rostro, a medida que comprobaba que estaba bien. Algo más allá, Shamael Adamson nos miraba fingiendo indiferencia y, junto a él, Kent pareció repentinamente avergonzado de sí mismo. No había rastro alguno de Nadie, aunque sus hombres seguían formando un pulcro montón unos metros más allá.
– ¿William? -preguntaba Holmes.
Logré asentir, aunque no me atreví a hablar todavía. Holmes me ayudó a incorporarme y, apoyado en su hombro, me fui renqueando de allí. Adamson y Kent iban unos pasos detrás de nosotros, como si los dos estuvieran masticando algo que les costaba tragar.
Capítulo VII. El detective retirado
Kent se despidió de nosotros en la misma costa. Con un «he aprendido un nuevo truco», echó a correr hacia el borde del agua y, de pronto, no era más que una estela velocísima cruzando la superficie del Atlántico en dirección al otro lado.
– Buen truco -dijo Adamson-. Caminar sobre el agua. No es el primero que lo hace, claro, pero sigue siendo un buen truco.
Nos acompañó hasta nuestro barco. Yo permanecí todo el rato en silencio, demasiado ensimismado en mis propios pensamientos para prestar mucha atención a lo que ocurría a mi alrededor.
Holmes y él se despidieron en cubierta, mientras el barco se preparaba para zarpar. No pillé buena parte de su conversación, aunque sí algunas frases sueltas aquí y allá.
– Quizá va siendo hora -le oí decir a Holmes.
Adamson pareció sopesarlo unos instantes.
– Pronto, tal vez. Tendré que poner cierto orden cuando vuelva. -Un golpe de viento se llevó sus siguientes palabras lejos de mí-. Pero aún no.
Se fue poco después y nosotros zarpamos enseguida.
Durante el viaje, yo no podía dejar de pensar en el modo en que, en las pasadas horas, mi mundo parecía haber girado una vuelta completa. Sólo que al terminar, no había quedado exactamente igual que estaba.
Siempre había sido consciente de que había recovecos ocultos, zonas grises por donde se movían misterios y enigmas. Y, desde que Holmes y yo nos enfrentamos a Wiggins durante la Guerra Civil española, había ido desentrañando muchos de esos misterios. Pero lo ocurrido la pasada noche ponía a prueba buena parte de mis concepciones.
La presencia de Nadie y su misteriosa organización podía aceptarla. El que él y Holmes se conocieran, una vez que lo hube pensado, casi me pareció inevitable.
Kent era un poco más difícil de tragar. Sabía lo que Holmes me había contado sobre él y sus portentosas habilidades, por supuesto, pero era la primera vez que lo veía en acción. En cualquier caso, incluso para alguien como él podía haber una explicación racional, o al menos el atisbo de una.
Pero lo ocurrido en la Boca del Infierno cuando Anni Jaeger se precipitó en ella… Sí, cierto, durante mi asociación con Sherlock Holmes había oído hablar una y otra vez de las cosas hambrientas que se agazapaban en otras realidades intentando llegar a la nuestra. Incluso podíamos decir que me había enfrentado a una de ellas, anclada a nuestro mundo por la carne mortal de Wiggins. Pero todo aquello podía ser reinterpretado, podía ser explicado como… supersticiones, leyendas, mitos. Historias susurradas durante el tiempo necesario para que alguien creyera en ellas, para que creyera en ellas el número suficiente de personas. Las bastantes para desequilibrar el mundo en su afán de conseguir algo imposible. Pero nada más. No podían existir criaturas indescriptibles que aguardaban el momento de desencadenarse sobre el mundo mientras soñaban su muerte, ni sellos mágicos que abrían puertas a otras realidades, ni…
Pero yo lo había sentido. Wiggins y los otros dos, reunidos en uno solo, habían estado dentro de mi mente, y los había oído aullar su dolor, su odio, su hambre.
Era real. Eran reales.
Los había sentido y eran reales.
Ya nos acercábamos a Inglaterra cuando Holmes decidió romper el silencio.
– Sé que aún no estabas preparado para esto, William -dijo-. Pero no siempre podemos elegir el momento adecuado. Á menudo éste nos elige a nosotros.
No respondí. Seguramente mi rostro era en aquellos momentos una máscara inescrutable. O habría sido inescrutable de no tener enfrente a Sherlock Holmes.
– No siempre podemos pedir que el mundo venga a nosotros en el momento adecuado, cuando todo está en orden y podemos hacerle frente. Lo siento. Sé que aún tienes mucho que arreglar, pero tendrás que apañártelas. Es lo que hacemos todos.
Todos. Y qué demonios me importaba a mí lo que hacían los demás. Vi el rostro de Carmen frente a mí. Sentí de nuevo su dolor ante la monstruosidad que había salido de su vientre. Apreté la mandíbula y me negué a decir nada.
Holmes asintió con tristeza, como si mi reacción fuera exactamente la que estaba esperando.
– Mi tiempo se acaba -dijo de pronto-. Me quedan aún algunos años, pero quiero pasarlos con tranquilidad. Tengo mi libro y mis abejas y ésa debería ser ocupación suficiente. Eso y la familia, por supuesto.
Parpadeé y fue como si volviera de la otra punta del mundo. Miré al viejo detective, perplejo. No comprendía lo que me estaba diciendo.