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– Inmediatamente. -El profesor parecía cargado de una repentina vitalidad-. Ya encontré el buque apropiado. Posee un moderno equipo de dragado y cuatro tripulantes. Por supuesto, tendremos que darles un pequeño porcentaje de lo que obtengamos.

– Claro que sí.

– Debemos empezar cuanto antes.

– Puedo conseguirle el dinero en el término de cinco días.

– ¡Maravilloso! Eso me dará tiempo para los preparativos. Éste ha sido un encuentro feliz para ambos, ¿verdad?

– Así es.

– Por nuestra aventura.

El profesor levantó su copa.

Tracy alzó la suya.

– Que sea tan ventajoso como promete.

Chocaron sus copas. Tracy miró al otro lado del salón y se quedó helada. En una mesa situada en un rincón estaba Jeff Stevens, que la observaba con una sonrisa divertida en los labios. Lo acompañaba una mujer hermosa, lujosamente vestida. Jeff la saludó con una inclinación de cabeza y ella sonrió, recordando la última vez que se habían visto, en los alrededores del castillo De Matigny.

– Si me disculpa -le decía en ese momento Zuckerman-, tengo mucho que hacer. Me pondré en contacto con usted.

Tracy le tendió la mano, que él besó antes de alejarse.

– Veo que tu amigo te ha abandonado. Me pregunto por qué. Con esa peluca rubia estás preciosa.

Jeff tomó asiento en la silla que Adolf Zuckerman había ocupado minutos antes.

– Felicidades. La travesura en el castillo De Matigny fue muy ingeniosa.

– Viniendo de ti, es un gran cumplido, Jeff.

Tracy se puso a juguetear con la copa que había en la mesa.

– ¿Qué quería el profesor Zuckerman? -preguntó él.

– Ah, ¿lo conoces?

– Podríamos decir que sí.

– Sólo… quería tomar una copa.

– ¿No te contó lo del tesoro hundido?

Tracy asumió de pronto una actitud cautelosa.

– ¿Cómo lo sabes tú?

Jeff la miró sorprendido.

– No me digas que te tragaste el anzuelo.

– No es lo que supones.

– ¿O sea que le creíste?

– No puedo hacer comentarios sobre el tema, pero el profesor posee cierta información muy interesante.

Jeff meneó, incrédulo, la cabeza.

– Tracy, está tratando de embaucarte. ¿Cuánto te pidió que invirtieras para recuperar el tesoro?

– No te importa. Es asunto mío.

Jeff se encogió de hombros.

– Está bien, pero no digas que no te lo advertí.

– ¿No será que tú también estás interesado en todos esos lingotes de oro?

Él levantó las manos en cómico ademán de desesperación.

– ¿Por qué siempre sospechas de mí?

– Muy sencillo: porque no te tengo confianza. ¿Quién era esa mujer que te acompañaba?

En el acto deseó no haber hecho la pregunta.

– ¿Suzanne? Una amiga.

– Rica, por supuesto.

– Casualmente sí, creo que tiene bastante dinero. Si quieres almorzar mañana con nosotros, el cocinero de su yate prepara…

– Gracias. Jamás se me ocurriría interferir en tus asuntos. ¿Qué historia le estás vendiendo?

– Es una cuestión personal.

– No me cabe duda.

Las palabras le salieron más duras de lo que hubiese querido.

– ¿Nunca se te ocurrió empezar un negocio legal, Jeff? Probablemente tendrías mucho éxito.

El hombre puso cara de espanto.

– ¿Y renunciar a todo esto? ¡Debes de estar bromeando!

– ¿Siempre fuiste un estafador?

– Me fui de casa a los catorce años, a vivir en una feria de diversiones. Cuando se produjo la maravillosa guerra de Vietnam, me enrolé como boina verde y conocí muy de cerca el… asunto. Creo que lo más importante que aprendí fue que la guerra es la mayor estafa de todas. En comparación con eso, tú y yo somos sólo aficionados. -Cambió bruscamente de tema-. ¿Te gusta la pelota vasca?

– Si es algo que promocionas tú, no.

– Es un deporte. Tengo dos entradas para un partido esta noche, y Suzanne no puede ir.

Casi sin darse cuenta, Tracy se mostró de acuerdo.

Cenaron en un pequeño restaurante frente a la plaza del pueblo. Hablaron de política, de libros, de viajes, y Tracy se sorprendió de que Jeff conociera tantos temas.

– Cuando uno se va de casa a los catorce años -explicó él-, aprende a la fuerza. La estafa se parece al judo. En este deporte se utiliza la fuerza del adversario para ganar, mientras que en la estafa se usa su codicia. Uno sólo da el primer paso, y el otro se encarga del resto.

Tracy sonrió, preguntándose si Jeff sabía cuánto se asemejaban ambos. Le gustaba estar con él, pero no dudaba de que, si se diera la oportunidad, él no vacilaría en traicionarla.

El frontón donde había partidos de pelota vasca era del tamaño de una cancha de fútbol, situado en las colinas de Biarritz. Había dos inmensas paredes verdes de cemento en cada extremo y una pared lateral, que limitaban la zona de juego. En el otro costado se levantaban cuatro hileras de bancos de piedra. Cuando Tracy y Jeff llegaron, las tribunas estaban casi repletas y ambos equipos iniciaban la contienda.

Los jugadores se turnaban para arrojar la pelota contra el frontón y recibirla de rebote en las cestas que llevaban sujetas del brazo. Se trataba de un juego rápido y vigoroso.

Cuando uno de los jugadores erraba el tiro, la multitud gritaba.

– Realmente se lo toman muy en serio -dijo Tracy.

– Se apuesta mucho dinero en estos partidos. Los vascos son una raza de apostadores.

Las gradas iban colmándose de público, y Tracy sentía que la apretaban contra Jeff. No sabía si éste era consciente o no del roce de sus cuerpos; al menos no daba señales de notarlo.

El ritmo y la ferocidad del juego parecían intensificarse cada vez más, y las aclamaciones de la gente resonaban en la noche.

– ¿Tiene tanto riesgo como parece?

– Esa pelota se desplaza a casi ciento cincuenta kilómetros por hora. Mejor que no te golpee en la cabeza. -Le dio una palmadita en la mano con aire ausente, con los ojos fijos en el desarrollo del encuentro.

Los jugadores eran expertos que se movían con gracia y un perfecto dominio de sí mismos. Sin embargo, en mitad del partido uno de ellos lanzó su tiro en un mal ángulo, y la pelota salió disparada en dirección de Jeff y Tracy. El público se agachó en busca de refugio. Jeff arrojó a Tracy al suelo y la cubrió con su propio cuerpo. La pelota se estrelló contra una pared lateral. Tracy permaneció tendida, sintiendo el cuerpo tenso de Jeff sobre el suyo, y sus rostros muy próximos.

Jeff la ayudó a ponerse de pie. De pronto, experimentaron cierta turbación.

– Creo… que ya tuve mi cuota de emoción por esta noche -confesó Tracy-. Deseo volver al hotel, por favor.

Se despidieron en el vestíbulo.

– Fue una noche espléndida -dijo ella, con sinceridad.

– Tracy… ¿Seguirás adelante con ese loco proyecto de rescatar el tesoro hundido?

– Sí.

La estudió durante un largo instante.

– Sigues pensando que ando detrás de ese oro.

Ella lo miró con fijeza.

– ¿Acaso no es así?

Jeff se puso muy serio.

– Buena suerte -dijo.

– Buenas noches, Jeff.

Tracy lo observó salir del hotel. Luego se dirigió a recepción.

– Ah, buenas noches -la saludó el conserje-. Hay un mensaje para usted, baronesa.

Era del profesor Zuckerman.

Adolf Zuckerman se hallaba sentado en la oficina de Armand Grangier. Grangier era el propietario de un casino ilegal en la ciudad, que estaba siempre lleno de acaudalados clientes. A diferencia de los casinos estatales, en el suyo las apuestas eran ilimitadas. Allí acudían príncipes árabes, nobles británicos, hombres de negocios de Oriente y dignatarios africanos. Varias beldades con escaso atuendo circulaban por la sala ofreciendo champaña y whisky: Grangier sabía que los ricos disfrutaban recibiendo cosas gratis. Además podía darse ese lujo ya que sus ruletas estaban «arregladas».