El club solía estar lleno de mujeres jóvenes y hermosas, acompañadas por ricachones. Grangier era un hombrecito en miniatura, de facciones perfectas, ojos castaños y una boca sensual. Medía un metro cincuenta y la combinación de sus rasgos atractivos y su mínima estatura atraía a las mujeres como un imán. Grangier trataba a todas con fingida admiración.
– Eres irresistible, chérie -decía-, pero lamentablemente para los dos, estoy locamente enamorado de otra persona.
Y era cierto. Desde luego, esa otra persona cambiaba de una semana a otra, puesto que en Biarritz había una provisión interminable de bellos muchachos, y Grangier era insaciable y cambiante.
Sus contactos con el bajo mundo y con la Policía eran lo suficientemente estrechos como para permitirle mantener el casino. Había comenzado siendo corredor de apuestas; luego se dedicó al tráfico de drogas, y finalmente había conseguido establecer su pequeño feudo en Biarritz. Los que se oponían a él advertían demasiado tarde lo peligroso que podía ser este hombrecito.
– Cuéntame algo más acerca de esta baronesa a quien engatusaste con el cuento del tesoro.
Por el tono furioso de su voz, Zuckerman se dio cuenta de que algo andaba muy mal.
Tragó saliva y respondió:
– Bueno, se trata de una viuda cuyo marido le dejó mucho dinero, y prometió aportar cien mil dólares. -El sonido de su propia voz le infundió confianza para proseguir-. Una vez que tengamos el dinero, por supuesto, le diremos que el barco de rescate ha sufrido un percance, que necesitamos cincuenta mil más. Después…, bueno, tú sabes, lo de siempre.
Vio la mirada de desprecio en el rostro de Grangier.
– ¿Cuál…, cuál es el problema? -preguntó Zuckerman.
– El problema -replicó el jefe con voz glacial-, es que acabo de recibir una llamada de uno de mis muchachos de París, que le ha falsificado el pasaporte a tu baronesa. Se llama Tracy Whitney y es norteamericana.
Zuckerman tuvo un escalofrío.
– ¡Parecía realmente interesada!
– ¡Idiota! ¡Es tan estafadora como tú!
– Entonces, ¿por qué aceptó? ¿Por qué simplemente no me dijo que no?
– No lo sé, profesor, pero mi intención es averiguarlo. Y cuando lo sepa, mandaré a esta dama a refrescarse en las aguas de la bahía. Nadie se burla de Armand Grangier. Ahora toma el teléfono y avísale que un amigo tuyo ha ofrecido poner la mitad del dinero. Iré yo mismo a verla. ¿Te crees capaz de hacerlo?
– Por supuesto que sí. No te preocupes.
– Claro que me preocupo -articuló Grangier, con voz melodiosa-. Me preocupo mucho por ti, profesor.
A Armand Grangier no le gustaban los misterios. El ardid del tesoro hundido venía practicándose desde hacía siglos, pero las víctimas tenían que ser incautas. Un estafador profesional jamás podría dejarse seducir por esa historia. Ése era el misterio que lo inquietaba y que pretendía resolver. Cuando tuviera la respuesta, entregaría a esa mujer a Bruno Vicente, su guardaespaldas preferido.
Grangier bajó de su limusina frente al «Hotel du Palais», entró y se acercó al conserje.
– ¿Qué número tiene la suite de la baronesa Marguerite de Chantilly?
Había una norma estricta que impedía a los empleados dar a conocer las habitaciones de los huéspedes, pero esa clase de normas no regía para Grangier.
– Suite 312, Monsieur.
– Gracias.
– También la 311.
Grangier se detuvo.
– ¿Cómo?
– La baronesa tiene también la habitación contigua.
– ¿Ah, sí? ¿Y quién la ocupa?
– Nadie.
– ¿Está seguro?
– Sí, señor. La mantiene bajo llave, y ha dado orden a las empleadas de no entrar allí.
Intrigado, Grangier preguntó:
– ¿Tiene un doble de la llave?
– Desde luego.
Sin dudarlo un instante, el conserje buscó debajo del mostrador y le entregó a Grangier la llave que pedía.
Cuando llegó a la suite de la baronesa, Grangier encontró la puerta entornada. La empujó y entró. Estaba vacía.
– Hola. ¿Hay alguien?
Una voz femenina le respondió desde la otra habitación.
– Estoy en el baño. Ya salgo. Sírvase algo de beber, por favor.
Grangier recorrió la habitación. Muchas veces había hecho alojar amigos suyos en ese hotel.
– No se apresure, baronesa.
¡Baronesa un carajo! -pensó, indignado-. Cualquiera sea el plan que tengas entre manos, chérie, te saldrá el tiro por la culata. Se encaminó hacia la puerta que conectaba ambas habitaciones, pero estaba cerrada. Sacó su llave y la abrió. En el acto notó un olor extraño. El conserje le había dicho que no la ocupaba nadie. Entonces, ¿para qué la necesitaba…? Algo le llamó la atención. Un grueso cable negro, enchufado a un tomacorriente de la pared, se extendía por el suelo y desaparecía dentro de un placard, cuya puerta estaba entreabierta. Dominado por la curiosidad, abrió el placard.
Varios billetes húmedos de cien dólares, sujetos con broches de ropa, colgaban de un alambre. Debajo había un objeto tapado con una tela. La retiró y halló una pequeña impresora con un billete húmedo aún. A un lado, hojas de papel en blanco y una guillotina.
Una voz enojada habló a sus espaldas.
– ¿Qué está haciendo aquí?
Grangier giró sobre sus talones. Tracy Whitney, con el pelo envuelto en una toalla, había entrado en la habitación.
– ¡Dinero falso! -exclamó Grangier en voz baja-. Nos iba a pagar con dinero falso.
Observó la expresión de furia que se dibujó en el rostro femenino.
– Así es -recordó ella-. Pero de todas maneras no hubiera importado. Nadie se da cuenta de la diferencia entre estos billetes y los verdaderos.
– Es usted una estafadora…
– Estos billetes valen tanto como el oro.
– ¿De veras? -Había desdén en su voz. Sacó uno de los que se estaban secando, lo miró por ambos lados primero, y luego lo examinó con detenimiento. Eran excelentes-. ¿Quién talló estas planchas?
– ¿A usted qué le importa? Puedo tener los cien mil listos para el viernes.
Grangier la miró perplejo. Cuando comprendió que ella estaba pensando, se rió en voz alta.
– Realmente es estúpida. ¿Se creyó la historia del barco?
– ¿Qué es eso? El profesor Zuckerman me dijo que…
– ¡Y usted lo creyó! Qué vergüenza, baronesa Whitney. -Miró de nuevo el billete que sostenía en la mano- Me lo llevo.
Tracy se encogió de hombros.
– Tome todos los que quiera. No es más que papel.
El hombre manoteó un puñado de billetes húmedos.
– ¿Cómo se asegura de que las empleadas del hotel no entren aquí?
– Les pago bien para que no se acerquen. Y cuando salgo, cierro con llave el placard.
– No salga del hotel -le ordenó-. Quiero que conozca a un amigo.
Armand Grangier tenía intenciones de entregar a esa mujer inmediatamente a Bruno Vicente, pero cierto instinto le hizo esperar. Volvió a estudiar el billete. Muchas veces había tenido dinero falso en las manos, pero nunca algo tan perfecto. El papel parecía auténtico al tacto, los colores eran exactos y la imagen de Benjamín Franklin no tenía defectos. Esa hija de puta tenía razón: no se notaba la diferencia con los billetes verdaderos. Grangier se preguntó si sería posible hacerlo pasar como genuino, idea que le pareció tentadora.
Decidió retrasar la llamada a Bruno Vicente.
A la mañana siguiente, llamó a Zuckerman y le entregó uno de los billetes de cien.
– Ve al Banco y cámbialo por francos.
– Cómo no.
Ése sería el castigo de Zuckerman por su estupidez. Si lo detenían y quería seguir su vida, jamás confesaría dónde lo había obtenido. Pero si lograra hacerlo pasar por verdadero… Ya veré, pensó.
Quince minutos más tarde regresaba Zuckerman a su oficina, contando francos por valor de cien dólares.