Los condujo al placard. Cooper y Dumont revisaron el interior.
– Ahí está la máquina con que imprimió los billetes.
Daniel Cooper se adelantó y la examinó con cuidado.
– ¿Falsificó el dinero con esta imprenta?
– Se lo acabo de decir. -Grangier sacó un billete de su bolsillo-. Mírelo. Es uno de los que ella me dio.
Cooper se dirigió a la ventana y sostuvo el papel contra la luz.
– Este billete es auténtico.
– Eso se debe a que ella usó planchas robadas, que le compró a un grabador que antiguamente trabajaba en la Casa de la Moneda.
Cooper replicó con tono descortés:
– Ésta es una imprenta común y usted es un estúpido. Lo único que se puede imprimir aquí son membretes.
– ¿Membretes?
La habitación le daba vueltas.
– ¿Realmente se tragó la historia de la máquina que convierte el papel en dólares genuinos?
– Le digo que lo vi con mis propios ojos…
Grangier se detuvo. ¿Qué era lo que había visto? Unos billetes húmedos de cien dólares, colgados para que se secaran, papel en blanco y una guillotina. Comenzó entonces a comprender la magnitud de la estafa. No había ningún asunto de falsificación, ni grabador alguno aguardando en Suiza. Tracy Whitney jamás se había creído la historia del barco hundido. La hija de puta había empleado su propia estratagema como señuelo para robarle medio millón de dólares. Si eso se llegaba a saber…
Los dos investigadores lo observaban con curiosidad.
– ¿Desea usted formular algún tipo de acusación, señor? -le preguntó Dumont.
¿Cómo hacerlo? Si alguien se enteraba de que lo habían estafado cuando trataba de financiar una falsificación de dinero… ¿Qué harían sus socios cuando supieran que les había hurtado medio millón de dólares para dárselos a otra persona?
– No… No voy a formular ninguna denuncia.
VEINTISIETE
Fue Tracy quien le propuso a Gunther Hartog que se reunieran en Mallorca. A ella le encantaba la isla.
– Además -le dijo a su amigo-, en una época fue refugio de piratas. Nos sentiremos como en casa.
– Tal vez sería mejor que no nos viesen juntos -sugirió él.
– No te preocupes, yo me encargaré.
Todo empezó con la llamada telefónica de Gunther desde Londres.
– Tengo algo para ti, Tracy, que se sale de lo común. Creo que te resultará todo un desafío.
A la mañana siguiente, Tracy voló a Palma, la capital de Mallorca. Debido a la circular roja que Interpol había emitido con sus datos, su partida de Biarritz y su llegada a la isla fueron informadas a las autoridades locales. Cuando se alojó en la Suite Real del «Hotel Son Vida», se estableció una vigilancia en torno de ella las veinticuatro horas del día.
El comisario Ernesto Marze, de Palma, había hablado con el inspector Trignant, de Interpol.
– Tenemos fundadas sospechas -afirmó el francés- de que la señorita Whitney es la autora de la serie de delitos que nos preocupa.
– Tanto peor para ella. Si comete algún delito aquí, no podrá escapar. Nuestra justicia es rápida y efectiva.
– Hay otra cosa que debo mencionarle.
– ¿Sí?
– Recibirá usted la visita de un norteamericano. Su nombre es Daniel Cooper.
Los detectives que vigilaban a Tracy tenían la sensación de que a ella sólo le interesaba el turismo. Le siguieron los pasos cuando recorrió la isla y visitó el monasterio de San Francisco, el colorido castillo de Bellver y la playa de Illetas. Asistió a una corrida de toros y cenó en un restaurante típico frente a la Plaza de la Reina. Y siempre aparecía sola.
Realizó excursiones a Formentor, Valldemosa y La Granja, y visitó las fábricas de perlas de Manacor.
– Nada -le informaron los detectives a Ernesto Marze-. Se pasea como cualquier turista, comisario.
Una secretaria entró en la habitación.
– Hay un señor norteamericano, Daniel Cooper, que desea verle -anunció.
El comisario tenía muchos amigos estadounidenses. Le gustaba la gente de ese país, y tenía la impresión de que, pese a lo que le había anticipado el inspector Trignant, Daniel Cooper le caería bien.
Pero se equivocó.
– Son todos unos idiotas -pontificó Cooper-. Por supuesto que no ha venido aquí como turista.
Marze apenas logró contenerse.
– Señor, usted mismo aseguró que los blancos que atraen a la señorita Whitney son siempre espectaculares, que disfruta haciendo cosas que parecen imposibles. He realizado una prolija investigación, señor Cooper, y pienso que no hay nada en Mallorca digno de cautivar los talentos de esta señorita.
– ¿Se ha encontrado con alguien?
– Aún no.
– Pues lo hará -sentenció Cooper.
Ahora sé lo que quieren decir cuando hablan del norteamericano repugnante, pensó Marze.
Hay más de doscientas cavernas conocidas en Mallorca, pero las más atrayentes son las Cuevas del Drach, cerca de Porto Cristo, a una hora de viaje desde Palma. Las antiquísimas grutas se internan en la tierra. Se trata de enormes cavernas recubiertas por estalactitas y estalagmitas, donde reina un silencio sepulcral, salvo el esporádico ruido de corrientes subterráneas. Las aguas, verdes, azules y blancas, indican la medida de la tremenda profundidad.
Las cuevas son una serie de laberintos aparentemente interminables, apenas iluminados por antorchas ubicadas a intervalos. No se permite entrar a nadie sin un guía, pero desde el momento en que se abren al público por la mañana, las grutas se llenan de turistas.
Tracy eligió visitarlas un sábado, cuando estaban más concurridas. Compró su entrada en el pequeño puesto y se perdió entre la multitud. Daniel Cooper y dos hombres del comisario Marze le pisaban los talones. Un guía condujo a los paseantes por angostos y resbaladizos pasillos de piedra.
Había huecos donde los espectadores podían admirar las formaciones calcáreas semejantes a enormes pájaros y árboles extraños. En los corredores escasamente iluminados había sectores oscuros. En uno de ellos desapareció Tracy.
Daniel Cooper avanzó con rapidez, pero no pudo encontrarla. No había forma de saber si estaba delante o detrás de él. Está planeando algo aquí -se dijo-. Pero, ¿qué?
En un extremo de las grutas hay un anfiteatro con gradas de piedra donde se instala el público para presenciar el espectáculo que se monta a diario. Los turistas se sentaron en la penumbra, esperando que comenzara la función.
Tracy buscó la tercera hilera y contó veinte asientos. El hombre que ocupaba el número veintiuno se volvió hacia ella.
– ¿Algún problema?
– Ninguno, Gunther.
Se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
– Me pareció mejor que no nos vieran juntos, por si alguien te seguía.
Tracy paseó la mirada por la inmensa cueva repleta.
– Aquí estamos seguros. -Miró a su amigo con curiosidad-. Tú dirás…
– Un cliente muy rico está ansioso por adquirir cierto cuadro, un Goya llamado Puerto. Está dispuesto a pagar medio millón de dólares en efectivo a quienquiera que se lo consiga. Esto es, aparte de mi comisión.
Tracy se quedó pensativa.
– ¿Significa eso que otros lo están intentando?
– Con sinceridad, sí. En mi opinión, las posibilidades de éxito son escasas.
– ¿Dónde está el cuadro?
– En el Museo del Prado, de Madrid.
– ¡En el Prado!
Gunther le hablaba al oído, sin prestar atención a la presentación del espectáculo.
– Te hará falta una gran dosis de ingenio, mi querida Tracy.
– ¿Medio millón de dólares?
– Limpios.
El espectáculo dio comienzo, y se hizo un repentino silencio. En forma lenta, empezaron a encenderse unas lámparas invisibles, al tiempo que se oía música en la gruta. El centro del escenario era un amplio lago frente al público; detrás de una estalagmita, apareció una góndola iluminada por reflectores ocultos, a bordo de la cual un organista llenaba el ambiente con el dulce son de una melodía. Los turistas contemplaron absortos las luces multicolores que caían sobre la góndola, mientras ésta cruzaba por el lago y desaparecía en la oscuridad.