– Fantástico -comentó Gunther-. Valió la pena el viaje aunque sólo fuera para ver esto.
– Adoro viajar -dijo Tracy-. ¿Y sabes qué ciudad quise siempre conocer? Madrid.
Parado junto a la salida de las cavernas, Daniel Cooper divisó a Tracy al salir de las grutas. Iba sola.
VEINTIOCHO
El madrileño «Hotel Ritz», situado en la Plaza de la Lealtad, es considerado el mejor de España, y durante más de un siglo ha albergado a monarcas de numerosos países europeos. Presidentes, dictadores y millonarios han dormido allí. Tanto había oído elogiar Tracy al «Ritz», que sufrió una desilusión. El vestíbulo del hotel tenía un aspecto mórbido.
El propio subgerente la acompañó hasta la suite que solicitó, en el sector sur del edificio, sobre la calle Felipe V.
– Espero que sea de su agrado, señorita Whitney.
Tracy se encaminó a la ventana y miró hacia afuera. Justamente debajo, en la acera de enfrente, se hallaba el Museo del Prado.
– Está muy bien. Gracias.
Desde la habitación se oía el intenso ruido del tránsito callejero, pero había conseguido lo que pretendía: una vista a vuelo de pájaro del Prado.
Pidió que le subieran una cena ligera para acostarse temprano.
A medianoche, llegó un detective para remplazar al colega que estaba apostado en el vestíbulo.
– No ha salido de su cuarto. Debe de haberse ido a dormir.
La Dirección General de Seguridad, cuartel general de la Policía, se halla en la Puerta del Sol y ocupa una manzana entera. Se trata de un lúgubre edificio de ladrillo, que ostenta un gran reloj de torre en su parte superior. Sobre la entrada principal flamea la bandera roja y amarilla de España.
El día anterior había arribado un cable urgente de Interpol para Santiago Ramiro, comandante de la Policía de Madrid, donde se le informaba de la inminente llegada de Tracy Whitney a la ciudad. Ramiro leyó dos veces la frase final y decidió llamar al inspector Trignant, de París.
– No comprendo su mensaje. ¿Me pide usted que brinde el máximo de colaboración a un norteamericano que ni siquiera es policía? ¿Por qué razón?
– Comandante, creo que el señor Cooper le resultará muy útil. Está tan interesado como nosotros en la señora Whitney.
El comandante aceptó a regañadientes.
– Si usted dice que puede ser de utilidad, no tengo objeciones.
El comandante Ramiro, al igual que su colega de París, no apreciaban particularmente a los norteamericanos. Le parecían groseros, materialistas e ingenuos. Detestó a Daniel Cooper con sólo verlo.
– Esta mujer ha sido más astuta que las fuerzas policiales de media Europa -afirmó Cooper, al entrar en el despacho del comandante-. Y probablemente ocurrirá lo mismo con ustedes.
Ramiro apenas pudo dominarse.
– Señor, no necesitamos que nadie nos dé instrucciones. Hemos mantenido vigilada a la señorita Whitney desde el instante de su llegada al aeropuerto de Barajas, esta mañana, y le aseguro que si a alguien se le cae un alfiler por la calle y ella se atreve a cogerlo, la enviaremos de inmediato a prisión. Nunca ha tenido que enfrentarse con la Policía española.
– No ha venido aquí para recoger alfileres en la calle.
– ¿Por qué supone que vino?
– No estoy seguro. Sólo puedo garantizarle que es por algo importante.
Cuando Tracy se despertó a la mañana siguiente, pidió un desayuno ligero y se acercó a mirar por la ventana que daba al Prado. Se trataba de una importante fortaleza construida en piedra y ladrillo, rodeada de jardines arbolados. Delante se veían dos columnas dóricas, y a cada lado, dos escaleras idénticas subían hasta la entrada principal. Había otras dos entradas laterales al nivel de la calle. Escolares y turistas de diversos países formaban fila en la acera. A las diez en punto, se abrieron las enormes puertas, y los visitantes comenzaron a pasar por las puertas giratorias y los accesos laterales.
De pronto sonó el teléfono. Tracy se sobresaltó. Salvo Gunther Hartog, nadie sabía que se encontraba en Madrid.
– Diga.
– Buenos días, señorita -dijo una voz conocida-. Le hablo desde la Cámara de Comercio de Madrid porque he recibido instrucciones de hacer cuanto esté en mi mano para que tenga una agradable estancia en nuestra ciudad. ¿No utiliza ningún título nobiliario esta vez?
– ¿Cómo supiste que estaba aquí, Jeff?
– Esta cabeza lo sabe todo. ¿Es la primera vez que vienes?
– Sí.
– Entonces podré mostrarte algunos lugares interesantes. ¿Hasta cuándo te quedarás, Tracy?
– No estoy segura. Lo suficiente como para hacer algunas compras y visitar ciertos sitios. ¿Qué haces tú en Madrid?
– Lo mismo.
Tracy no creía en las coincidencias. Jeff estaba allí por el mismo motivo que ella: algún robo.
– ¿Tienes algún compromiso para cenar? -preguntó él.
– No.
– Bien. Entonces reservaré una mesa en «Jockey».
Tracy no se hacía ilusiones respecto de Jeff, pero cuando bajó del ascensor y lo vio parado en el vestíbulo, experimentó un imprevisto placer.
Jeff le tomó una mano entre las suyas.
– Estás preciosa -dijo.
Ella vestía un conjunto de «Valentino» de color azul, una piel de marta alrededor del cuello, zapatos bajos y una cartera azul con el monograma de «Hermes».
Sentado en un sillón de la recepción, Daniel Cooper la vio saludar a su amigo. Sabía que ningún cuerpo policial del mundo era lo suficientemente astuto como para atrapar a Tracy Whitney. Sólo yo puedo hacerlo -pensó-. Es mi presa.
Para Cooper, Tracy era algo más que un simple trabajo: se había transformado en una obsesión. Llevaba sus fotos y su expediente a todas partes, y por la noche, antes de dormir, los revisaba una y otra vez. Había llegado a Biarritz demasiado tarde como para capturarla, y se le había escapado en Mallorca, pero ahora que Interpol tenía de nuevo su pista, estaba decidido a no perderla.
El «Jockey» era un restaurante pequeño y distinguido, en la calle Amador de los Ríos.
– La comida aquí es excelente -anticipó Jeff.
Estaba particularmente atractivo y demostraba un nerviosismo similar al suyo, y ella sabía a qué se debía: ambos estaban compitiendo en un juego de elevadas apuestas. Pero ganaré yo, se dijo.
– Me llegó un rumor extraño -dijo Jeff.
– ¿Qué clase de rumor?
– ¿Has oído hablar de Daniel Cooper? Es un investigador privado de varias Compañías de seguros. Muy inteligente.
– ¿Qué pasa con él?
– Ten cuidado. Es peligroso, y no quisiera que te sucediera nada.
– No te preocupes.
– Me resulta difícil no hacerlo.
Ella se rió.
– ¿Por qué?
Jeff le tomó una mano y le sonrió.
– Eres una persona muy especial. La vida es mucho más interesante cerca de ti.
¿Por qué será tan convincente? Si no lo conociera tanto, le creería.
– Encarguemos la comida. Estoy muerta de hambre.
En los días siguientes recorrieron Madrid juntos. Dos de los hombres del comandante Ramiro los seguían a todas partes, acompañados por Cooper. Ramiro había permitido que el norteamericano integrara el equipo de vigilancia sólo para sacárselo de encima. Ese tipo era un loco al pensar que la Whitney pudiera alzarse con algún tesoro en las narices de la Policía española.
Cenaron en los restaurantes clásicos de Madrid, pero Jeff también conocía lugares apartados y llenos de encanto que no habían descubierto los turistas. Asimismo visitaron bares pequeños donde les sirvieron deliciosas tapas.