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– Parecen tan pequeños… -dijo Tracy-, tan fáciles de robar…

El guardia del mostrador sonrió.

– El ladrón no iría lejos, señorita. Las vitrinas tienen protección por medio de cables electrónicos, y guardias armados patrullan el edificio noche y día.

– Es una buena noticia -acotó Jeff- En esta época nunca están de más todas las precauciones.

Aquella tarde, Cooper y Van Duren se reunieron con Willems. Van Duren le entregó los informes y esperó.

– Aquí no hay nada decisivo -opinó finalmente Willems-, pero reconozco que los sospechosos parecen estar rondando ciertos blancos de mucho valor. Está bien, inspector. Tiene permiso oficial para instalar micrófonos en las habitaciones del hotel.

Daniel Cooper estaba feliz. A partir de ese momento, ingresaría en la intimidad de Tracy Whitney. Sabría todo lo que estuviera pensando, diciendo o haciendo. La imaginó en la cama con Jeff, y tuvo un súbito escozor en el cuerpo.

Cuando Tracy y Jeff salieron esa noche a cenar, un equipo de técnicos de la Policía se dedicó a instalar diminutos transmisores sin cables en las dos habitaciones. Los ocultaron detrás de los cuadros, dentro de las lámparas y debajo de las mesillas de noche.

El inspector Van Duren se instaló en una suite del piso de arriba, donde un técnico había instalado un radiorreceptor con antena, conectado con una grabadora.

– Se activa cuando resuena una voz -explicó el hombre-. No es necesario que nadie esté aquí para manejarlo. Cuando alguien hable, automáticamente comenzará a grabar.

Sin embargo, Daniel Cooper deseaba estar allí las veinticuatro horas.

TREINTA Y TRES

En las primeras horas de la mañana siguiente, Daniel Cooper, el inspector Joop van Duren y su joven ayudante, el agente Witkamp, se hallaban en la suite de arriba, escuchando la conversación de abajo.

– ¿Más café? -decía la voz de Jeff.

– No, gracias, querido. Prueba este queso que nos mandaron del bar. Es realmente maravilloso.

Un breve silencio.

– Mmmm. Delicioso. ¿Qué quieres que hagamos hoy, Tracy? Podríamos ir en auto a Rotterdam.

– ¿Por qué no nos quedamos aquí, y descansamos?

– Buena idea.

Daniel Cooper sabía qué quería decir eso, y apretó los labios con rabia.

– La reina va a inaugurar un nuevo asilo para huérfanos.

– Qué bien. Pienso que los holandeses son las personas más hospitalarias y generosas del mundo. Son iconoclastas. Aborrecen las normas y los reglamentos.

Era la típica conversación mañanera de dos amantes.

– Hablando de personas generosas… -decía la voz de Jeff-. Adivina quién está parando en este hotel. El escurridizo Maximilian Pierpont. ¿Recuerdas el Queen Elizabeth II?

– ¡Cómo olvidarlo!

– Probablemente haya venido a comprarse otra empresa. Ahora que hemos vuelto a encontrarlo, Tracy, deberíamos hacer algo con él. Es decir…, siempre y cuando permanezca aquí hasta que terminemos nuestro trabajito…

Risa de Tracy.

– Totalmente de acuerdo, querido.

– Tengo entendido que nuestro amigo tiene por costumbre viajar con objetos de mucho valor. Se me ocurre una idea que…

En ese momento irrumpió otra voz femenina:

– ¿Desean que les arregle ahora la habitación?

Van Duren se volvió hacia el agente Witkamp.

– Quiero un equipo de vigilancia para Maximilian Pierpont. En el instante en que Whitney o Stevens establezcan cualquier tipo de contacto con él, háganmelo saber.

El inspector Van Duren presentaba su informe ante su superior, Willems.

– Pueden andar detrás de numerosos blancos, señor. Están poniendo de manifiesto un gran interés por un acaudalado norteamericano de nombre Maximilian Pierpont; asistieron a la convención de filatelia, fueron a ver el diamante «Lucullan» y pasaron dos horas contemplando La ronda nocturna.

– ¡Imposible que roben ese cuadro!

Willems se recostó en su asiento mientras se preguntaba si no estaría desperdiciando su tiempo y sus efectivos. Había demasiadas especulaciones y muy pocos hechos concretos.

– De modo que, por el momento, no tiene usted idea de cuál puede ser el blanco elegido.

– No, señor. Tampoco estoy seguro de que lo hayan decidido ellos. Pero apenas lo resuelvan, nos enteraremos.

Willems frunció el entrecejo.

– ¿Qué quiere decir?

– Por medio de los micrófonos ocultos. No tienen idea de que estamos escuchándoles las conversaciones.

A la mañana siguiente, a las nueve, Tracy y Jeff estaban terminando de desayunar en la suite de ella. En el puesto de escucha del piso superior, se encontraban Daniel Cooper, el inspector Van Duren y el agente Witkamp, quienes oían con fastidio el ruido de las tazas y la conversación intrascendente.

– Aquí hay algo interesante, Tracy. Nuestro amigo tenía razón. Escucha: El Banco Amro va a despachar lingotes de oro por valor de cinco millones de dólares en dirección a las Antillas holandesas.

En la habitación de arriba, Witkamp exclamó:

– No hay forma de…

– jShhh!

Siguieron escuchando.

– ¿Cuánto pesarán cinco millones de dólares en oro?

– Te lo puedo decir con exactitud, querida: quinientos cincuenta y siete kilos; son alrededor de cincuenta y siete lingotes. El oro es ideal porque se trata de algo anónimo. Una vez que lo fundes… Claro que no sería fácil sacar tantos lingotes de Holanda.

– ¿Aunque lo lográsemos, cómo podríamos apoderarnos de ellos, en primer lugar? ¿Entraríamos en el Banco, así como así?

– Algo por el estilo.

– Estás bromeando.

– Nunca bromeo cuando se trata de esas enormes sumas de dinero. ¿Qué te parece si nos damos una vuelta por el Banco para echar un vistazo?

– ¿Qué tienes pensado?

– Te lo diré por el camino.

Se oyó una puerta que se cerraba, y ya no hubo más voces.

El inspector Van Duren se atusaba enérgicamente el bigote.

– No existe la menor posibilidad de que puedan tocar ese oro. Yo mismo aprobé las medidas de seguridad.

Daniel Cooper lo miró a los ojos fugazmente y replicó:

– Si existe alguna falla en el sistema de seguridad del Banco, Tracy Whitney la descubrirá.

Van Duren apenas pudo dominar su furia. Le resultaba difícil soportar esa superioridad que sentía el norteamericano. Sin embargo, el inspector Van Duren era, antes que nada, un policía, y le habían ordenado colaborar con aquel raro individuo.

Se volvió hacia Witkamp.

– Quiero que aumente los efectivos de la patrulla de vigilancia, de inmediato. Que se tomen fotografías y se interrogue a todos los contactos. ¿Entiende?

– Sí, señor.

– Y de la forma más discreta. No tienen que darse cuenta de que se los sigue.

– Sí, señor.

Van Duren miró luego a Cooper.

– Ya está. ¿Esto lo hace sentir mejor?

Cooper no se tomó la molestia de contestar.

Durante los cinco días siguientes, Tracy y Jeff mantuvieron ocupados a los hombres del inspector Van Duren. Salían siempre en forma separada. Un día Jeff fue a una imprenta, y dos detectives lo observaron mantener una animada charla con el dependiente. Cuando se hubo ido, uno de los policías lo siguió. El otro entró en la tienda, mostró su placa de identificación y preguntó:

– ¿Qué quería el hombre que acaba de irse?

– Me encargó unas tarjetas comerciales.

– Permítame ver.

El dependiente le mostró un papel escrito a mano que decía:

Servicios de Seguridad de Amsterdam

Cornelius Wilson

Jefe de investigadores.

Al otro día, la agente Rien Hauer aguardó en la acera, frente a una tienda de venta de animales donde había ido Tracy. Cuando ella salió un cuarto de hora más tarde, Hauer entró en el establecimiento y exhibió su credencial.