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– ¡Oh, cómo te amo!

Eso fue lo más atroz de todo. Daniel corrió hacia el cuarto de baño y se vomitó encima. Rápidamente se desvistió y se limpió, porque su mamá le había enseñado a ser aseado. El dolor de oídos era ahora insoportable. Oyó voces desde el vestíbulo, y escuchó atentamente.

– Ahora vete, amor mío. Tengo que bañarme y vestirme. En cualquier momento llegará Daniel de la escuela. Te veré mañana.

Se oyó el ruido de la puerta que se cerraba, y luego el agua que corría en el cuarto de baño de su madre, salvo que no era su madre, sino una puta que hacía cosas sucias con hombres en la cama, cosas que a él nunca le había hecho.

Desnudo, entró en el cuarto de baño de ella y la vio en la bañera, sonriente.

– ¡Daniel, querido! ¿Qué te…? Daniel…

La madre abrió azorada la boca, pero no emitió sonido alguno. La tijera se hundió en el pecho de aquella extraña, mientras Daniel gritaba por encima de los gemidos de la víctima:

– ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!

Cuando por fin se detuvo todo estaba salpicado de sangre. Se metió debajo de la ducha y se frotó el cuerpo hasta que le ardió la piel.

El vecino había matado a su madre, y tendría que pagarlo.

Después, todo pareció ocurrírsele con sorprendente claridad. Con un trapo húmedo borró sus huellas digitales de la tijera y la arrojó dentro de la bañera. Enterró en el jardín la ropa manchada de sangre, y llamó a la Policía. En unos minutos llegaron dos coches policiales haciendo sonar sus sirenas, luego otro vehículo lleno de detectives, que le hicieron muchas preguntas. Daniel les contó que lo habían mandado de vuelta temprano de la escuela, y que había visto al vecino, Fred Zimmer, irse por la puerta lateral. Cuando interrogaron al individuo, éste reconoció ser el amante de la madre de Daniel, pero negó haberle dado muerte. El testimonio del niño en el Juzgado sirvió de prueba para condenar a Zimmer.

– Cuando llegaste del colegio, ¿viste que el vecino, Fred Zimmer, huía corriendo por la puerta lateral?

– Sí, señor.

– ¿Lo divisaste con nitidez?

– Sí, señor. Tenía las manos por completo ensangrentadas.

– ¿Qué hiciste entonces, Daniel?

– Tenía…, tenía tanto miedo… Comprendí que algo le había pasado a mi madre.

– ¿Entraste en la casa?

– Sí, señor.

– ¿Y qué ocurrió?

– Llamé a mi madre a gritos. Como no me respondió, fui a su cuarto de baño y…

En ese punto el niño prorrumpió en histéricos sollozos, y hubo que sacarlo de la sala.

Trece meses más tarde Fred Zimmer era ajusticiado.

Entretanto, enviaron a Daniel a vivir con la tía Mattie, una parienta lejana de Texas, y a quien él no había visto nunca. Se trataba de una mujer sola, bautista, que vivía con la vehemente convicción de que a todos los pecadores les esperaba el fuego del infierno. Era una casa sin amor, pena ni alegría, y en ese ambiente creció Daniel, aterrorizado por su secreta culpa y la condena eterna que lo aguardaba. Pronto comenzó a tener dificultades con la vista. Los médicos diagnosticaron su problema como psicosomático.

Hay algo que no quiere ver, decían.

A los diecisiete años se fugó de casa de su tía. Viajó en autostop hasta Nueva York, y allí fue contratado como mensajero de la «Asociación Internacional para la Protección de Seguros». A los tres años fue ascendido a investigador, y pronto se convirtió en el mejor funcionario de la empresa. Nunca pedía aumento de sueldo ni mejores condiciones de trabajo. Esas cosas no le preocupaban.

Daniel Cooper salió de la bañera y se preparó para meterse en la cama. Mañana -se dijo-. Mañana será el día del castigo de esa puta.

TREINTA Y CUATRO

Viernes, 22 de agosto, ocho de la mañana

Daniel Cooper y los detectives asignados al puesto de control, escuchaban la conversación de Tracy y Jeff durante el desayuno.

– ¿Una tostada, Jeff? ¿Café?

– No, gracias.

Cooper pensó: Es la última vez que compartirán un desayuno.

– ¿Sabes lo que me tiene más emocionada? El viaje en la barcaza.

– ¿Por qué?

– Porque iremos los dos solos. ¿Me crees loca?

– Absolutamente. Mi chiflada.

– Dame un beso.

Se oyó el ruido de un ósculo.

Tendría que estar más nerviosa, reflexionó Cooper.

– En cierto modo, me apena irme de aquí, Jeff.

– Tienes que pensarlo de esta manera, querida. Esta experiencia nos enriquecerá. En más de un sentido.

Se oyó la risa de Tracy.

– Tienes razón.

A las nueve proseguía aún la charla. Ya tendrían que estar preparándose -pensó Cooper-. Deberían repasar los detalles de último momento. ¿Y Monty?¿Dónde se reunirán con él?

– Querida, ¿por qué no te ocupas del conserje antes de que nos vayamos? Yo estaré muy ocupado.

– Desde luego. Es un hombre muy maravilloso. ¿Por qué no hay conserjes en Estados Unidos?

– Supongo que es sólo una costumbre europea. ¿Sabes cómo comenzó?

– No.

– En 1627, Luis XIII construyó una prisión en París, y puso a una persona a cargo de ella. Le dio el título de comte des cierges, o conserje, que significa Conde de las Velas. En retribución recibiría dos libras y las cenizas del hogar del rey. Posteriormente, se denominó así a toda persona a cargo de una cárcel o castillo, y con el tiempo fue abarcando cada vez más actividades.

¿Qué diablos hacen hablando de esas cosas? Son las nueve y media.

La voz de Tracy decía:

– Prefiero que no me digas cómo te enteraste de todo eso… Seguramente habrás conocido en otra época alguna bella conserje.

Entonces oyeron otra voz de mujer:

– Goedemorgen, mevrouw, mijnheer.

– No existen bellas conserjes -decía Jeff.

La otra voz de mujer, intrigada, decía:

– Ik begrip het niet.

– Si existieran, seguro que tú las encontrarías.

– ¿Qué mierda está pasando ahí abajo? -preguntó Cooper.

Los detectives estaban estupefactos.

– No lo sé. La señora de la limpieza está llamando por teléfono al ama de llaves. Dice que entró a limpiar la habitación, pero que no entiende lo que ocurre. Oye voces pero no ve a nadie.

– ¿Qué?

Cooper corrió hacia la puerta y bajó corriendo por la escalera.

Segundos más tarde entraba, junto con los demás policías, en la suite de Tracy. A excepción de la confundida señora, la habitación estaba vacía. Sobre una mesita, delante del sofá, había un magnetófono en marcha.

La voz de Jeff decía: «Cambié de idea acerca del café. ¿Todavía está caliente?»

La voz de Tracy respondía: «Ajá.»

Cooper y los detectives lo contemplaban todo azorados.

– No…, no comprendo -tartamudeó uno de ellos.

– ¿Cuál es el número de emergencia de la Policía?

– 22 22 22.

Cooper se abalanzó sobre el teléfono y marcó.

En la grabadora, la voz de Jeff decía: «¿Sabes? Sinceramente pienso que el café de ellos es mejor que el nuestro. ¿Cómo lo harán?»

Cooper gritó por el receptor.

– Habla Daniel Cooper. ¡Localice en seguida al inspector Van Duren! Dígale que Whitney y Stevens han desaparecido del hotel. Que revise el garaje a ver si está el camión. ¡Yo voy directo al Banco!

Colgó con fuerza.

La voz de Tracy preguntaba: «¿Nunca preparaste café con cáscaras de huevo dentro? Queda muy…»

Cooper ya había salido por la puerta.

– Está todo en orden -dijo Van Duren-. El camión salió del garaje y vienen rumbo aquí.