Выбрать главу

El inspector, Cooper y otros dos detectives se hallaban en el puesto de mando, instalado en el techo de un edificio frente al Banco Amro.

– Probablemente hayan decidido adelantar sus planes al enterarse de que escuchábamos sus conversaciones -sugirió Van Duren-. Pero tranquilícese, amigo mío. Mire.

Llevó a Cooper hasta un telescopio panorámico que habían colocado en el techo.

En la calle, un hombre vestido de portero lustraba la placa de bronce del Banco…, un barrendero aseaba el bordillo de la acera…, un vendedor de diarios se hallaba parado en una esquina…, tres operarios de la Compañía Telefónica trabajaban a poca distancia. Todos estaban equipados con minúsculos walkie-talkies.

Van Duren habló por el suyo:

– Puesto A.

El portero le respondió:

– Lo escucho, inspector.

– Puesto B.

– Todo en orden, señor.

Era el barrendero.

– Puesto C.

El vendedor de periódicos levantó la mirada e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Puesto D.

Los operarios suspendieron su labor, y uno de ellos contestó:

– Estamos listos, señor.

El inspector se volvió hacia Cooper.

– No se preocupe. El oro aún está a buen recaudo, en el Banco. La única forma de apoderarse de él será que vengan a buscarlo. En el instante en que pongan un pie en el Banco, cerraremos ambos extremos de la calle con vallas. No tendrán posibilidad de escapar. -Consultó su reloj-. Ya tendría que aparecer el camión.

Dentro del Banco, la tensión iba en aumento. Se les había explicado la situación a los empleados, y se ordenó a los guardias que ayudaran a cargar el oro en el camión blindado cuando éste llegara. Todo el mundo debía prestar la más amplia colaboración.

Los detectives disfrazados que se hallaban fuera siguieron trabajando, sin dejar de observar disimuladamente la calle, a la espera del camión.

Desde el techo, el inspector Van Duren preguntó por enésima vez:

– ¿Todavía no hay señales del maldito camión?

– No.

El agente Witkamp miró la hora.

– Ya llevan trece minutos de retraso. Si…

Se oyó el clic del walkie-talkie al ponerse en funcionamiento.

– ¡Inspector! ¡El camión está a la vista! Viene hacia el Banco. En seguida lo divisará desde el techo.

– Atención todas las unidades -ordenó Van Duren-. Los peces se acercan a la red. Dejen que se metan solos en ella.

Un vehículo blindado llegó hasta la puerta del Banco y se detuvo. Dos hombres, con uniforme de guardias de seguridad, se bajaron y entraron.

– ¿Dónde está ella? ¿Dónde está Tracy Whitney? -preguntó Cooper.

– No nos interesa -le aseguró el inspector-. No creo que se mantenga muy lejos del oro.

Y aun si lo estuviera, no es algo importante. Las cintas grabadas servirán para condenarla.

Nerviosos empleados ayudaron a los guardias a colocar los lingotes sobre unos carritos, que se usaron para transportarlos hasta el camión. Cooper y Van Duren contemplaban las distantes siluetas desde el techo, en la acera de enfrente.

La carga duró ocho minutos. Cuando el vehículo estuvo lleno y los dos hombres subieron a la cabina, Van Duren gritó por el transmisor-receptor:

– ¡Todas las unidades, rodeadlos! ¡Rodeadlos!

Se produjo un pandemónium. El portero, el vendedor de diarios, los operarios con «mono» y numerosos detectives se lanzaron sobre el camión, empuñando sus armas.

Por fin terminó todo, pensó Cooper.

Los dos guardias uniformados estaban con las manos en alto contra la pared, rodeados por los policías. Cooper y Van Duren se abrieron paso.

– Ya pueden darse la vuelta -anunció el inspector-. Quedan detenidos.

Con expresión demudada, los dos hombres se volvieron. Cooper y el inspector los contemplaron estupefactos. Se trataba de dos perfectos desconocidos.

– ¿Quiénes…, quiénes son ustedes? -preguntó Van Duren en tono imperioso.

– Somos…, somos los guardias de la empresa de seguridad -tartamudeó uno-. No disparen. Por favor, no disparen.

El inspector se dirigió a Cooper:

– Algo salió mal. -Su voz tenía un dejo de histeria-. Seguramente suspendieron su plan.

Daniel Cooper sintió un nudo en el estómago. Cuando finalmente pudo hablar, lo hizo con voz sofocada:

– No. No les salió mal.

– ¿Qué dice?

– Nunca pensaron robar el oro. Todo fue una farsa, un señuelo para nosotros.

– ¡Imposible! El camión, la barcaza, los uniformes… Tenemos fotografías…

– ¿Acaso no entiende? Ellos lo sabían. ¡Supieron todo el tiempo que los estábamos siguiendo!

Van Duren se puso pálido.

– ¡Dios mío! ¿Y dónde están ahora?

Tracy y Jeff estaban a punto de llegar a la Fábrica de Talla de Brillantes. Jeff lucía barba y bigotes postizos, y había modificado la forma de sus pómulos y nariz con maquillaje. Iba vestido deportivamente y llevaba una mochila. Tracy llevaba una peluca negra, un amplio vestido de embarazada, espeso maquillaje y gafas de sol. Tenía un bolso grande y un paquete, envuelto en papel de estraza. Ambos entraron en el vestíbulo central y se unieron a un contingente de turistas que caminaba detrás de un guía.

– …y ahora, si tienen la amabilidad de seguirme, damas y caballeros, verán cómo trabajan nuestros talladores, y también tendrán la oportunidad de adquirir algunas de nuestras bellas piedras.

El guía condujo al grupo hasta el taller. Tracy avanzó con los demás, mientras Jeff se retrasaba. Cuando todos hubieron pasado, Jeff bajó rápidamente una escalera que llevaba a un sótano. Abrió su mochila y sacó un «mono» y una caja de herramientas. Se puso el «mono», se acercó a la caja de fusibles y miró el reloj.

Arriba, Tracy recorría los salones junto con los turistas. El guía les explicaba los diversos procesos que se realizaban para convertir un diamante en bruto en una hermosa gema. De vez en cuando miraba la hora. La visita con guía llevaba cinco minutos de retraso.

Por fin, al final de la gira, llegaron al salón de exposición. El guía se aproximó a la vitrina rodeada de cordones.

– Y aquí, damas y caballeros -anunció con orgullo-, se encuentra el diamante «Lucullan», uno de los más valiosos del mundo. En una oportunidad estuvo a punto de ser adquirido por un famoso actor de teatro, que quería obsequiárselo a su mujer, actriz de cine. Está valorado en diez millones de dólares, y se halla protegido por el más moderno…

Se apagaron las luces. Al instante sonó una alarma, y se bajaron ruidosamente las cortinas metálicas que protegían ventanas y puertas, bloqueando así todas las salidas. Algunas personas comenzaron a gritar.

– ¡Por favor! -exhortó el guía-. No hay por qué preocuparse. Se trata de una simple avería eléctrica. Dentro de un instante el grupo electrógeno de emergencia… -Volvieron a encenderse las luces-. No hay motivos para inquietarse.

Un turista alemán señaló las cortinas metálicas.

– ¿Qué es eso?

– Una medida de precaución.

El guía sacó una llave de forma extraña, la introdujo en una ranura que había en la pared, y la hizo girar. Las cortinas metálicas que cubrían puertas y ventanas se alzaron. Sonó un teléfono y el hombre se acercó a responder.

– Habla Hendrik. Ah, sí, gracias. No, todo está bien. Fue una falsa alarma. Probablemente habrá habido un cortocircuito. Lo haré revisar de inmediato. -Colgó y se dirigió al grupo-. Les pido mil disculpas, damas y caballeros. Pero con un objeto de tanto valor como este brillante, nunca están de más las precauciones. Y ahora, los que deseen adquirir…

Una vez más se apagaron las luces. Otra vez sonó la alarma y se bajaron las cortinas.

– Vámonos de aquí, Harry -exclamó una mujer.

– ¿Por qué no te callas la boca, Diane? -replicó su marido.

En el sótano, Jeff permanecía junto a la caja de fusibles, y oía las protestas de los turistas. Aguardó unos minutos y volvió a conectar la luz.