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– ¿Por qué no informó en su momento?

– Tuve la intención, teniente, no lo dude, pero cuando llegué a casa me pareció que, si informaba a las autoridades, alguien podía pensar que tendría mucho más que decir de lo que le he dicho a usted y, la verdad, me faltó valor.

Quevedo se encogió de hombros.

– Parece que ahora no le ha faltado.

– No lo crea. El estómago me está dando más vueltas que una lavadora, pero, como le he dicho, debo un favor a López.

– Es afortunado por tener un amigo como usted.

– Eso debe decirlo él.

– Cierto.

– Bien, ¿hay trato?

– ¿Nos lleva usted al escondite?

Asentí.

– Entonces, sí, cerremos el trato, pero, ¿cómo vamos a hacerlo? -Se levantó y dio unas vueltas pensativamente por el despacho-. Veamos. Ya sé. López viene con nosotros y, si las armas están donde dice usted, puede llevárselo consigo. Así de fácil. ¿Está de acuerdo?

– Sí.

– Bien. Necesito un poco de tiempo para organizarlo todo. ¿Por qué no me espera aquí viendo la televisión, mientras voy a disponer las cosas? ¿Le gusta el baseball?

– No particularmente. No le veo relación conmigo. La vida real no da terceras oportunidades.

Quevedo sacudió la cabeza.

– Es un juego de policías. Lo he pensado bastante, créame. Verá, cuando le das a algo con un bate, todo cambia -dijo y salió.

Cogí la revista de la mesa y me familiaricé un poco más con Ana Gloria Varona. Era una granada pequeña, tenía un trasero como para cascar nueces y un pecho grande que pedía a gritos un jersey de talla infantil. Cuando terminé de admirarla me puse a ver el partido, pero pensé que era uno de esos curiosos deportes en los que la historia es más importante que el juego mismo. Al cabo de un rato cerré los ojos, cosa difícil en una comisaría de policía.

Quevedo volvió al cabo de veinte minutos, solo y con una cartera. Levantó las cejas y me miró con expectación.

– ¿Nos vamos?

Bajé detrás de él.

Alfredo López se encontraba en el vestíbulo entre dos soldados, pero apenas se tenía en pie. Estaba sucio y sin afeitar y tenía los ojos morados, pero eso no era lo peor. Llevaba vendajes recientes en ambas manos, con lo que las esposas que le ataban las muñecas parecían estar de sobra. Al verme, intentó sonreír, pero debió de costarle tal esfuerzo que casi perdió el conocimiento. Los soldados lo sujetaron por los codos como al acusado de un juicio de farsa.

Iba a preguntar a Quevedo qué le había pasado en las manos, pero cambié de opinión, preocupado por no hacer ni decir nada que pudiera impedirme conseguir lo que me había propuesto. Sin embargo, no cabía duda de que a López lo habían torturado.

Quevedo seguía de buen humor.

– ¿Tiene coche?

– Un Chevrolet Styline gris -dije-. Lo he aparcado un poco más allá de la comisaría. Voy a buscarlo, vuelvo y me siguen ustedes.

Quevedo parecía satisfecho.

– Excelente. ¿A El Calvario, dice usted?

Asentí.

– Tal como está el tráfico en La Habana, si nos separamos, volvemos a reunirnos en la oficina de correos de allí.

– Muy bien.

– Otra cosa -la sonrisa se le tornó gélida-. Si esto es una trampa, si es un engaño para hacerme salir al descubierto y asesinarme…

– No es una trampa -dije.

– El primer tiro será para este amigo nuestro. -Se palpó la funda del cinturón con un gesto muy elocuente-. Sea como fuere, si las armas no están donde dice, los mataré a los dos.

– Las armas están, descuide -dije-, y no va a asesinarlo nadie, teniente. A los que son como usted y como yo no los asesinan nunca, se los cargan, simplemente. En este mundo, a quienes se asesina es a los Batista, a los Truman y a los reyes Abdullah, conque no se preocupe. Tranquilícese. Hoy es su día de suerte. Está a punto de hacer una cosa que le valdrá los galones de capitán. A lo mejor le conviene estirar la suerte y comprar lotería o un número de la bolita. En tal caso, a lo mejor nos conviene comprarlo a los dos.

Seguramente, lo mismo me daría comprarlo que no.

22

Con un ojo en el retrovisor y en el coche del ejército que iba detrás de mí, me dirigí hacia el este por el túnel nuevo que pasaba por debajo del río Almendares y después, hacia el sur por Santa Catalina y Víbora. A lo largo de toda la divisoria del boulevard, los jardineros municipales recortaban los setos dándoles forma de campana, aunque ninguna me alarmó. Seguía pensando que me saldría con la mía en ese trato que había hecho con el diablo. Al fin y al cabo, no era la primera vez, y los había hecho con muchos diablos peores que el teniente Quevedo. Por ejemplo, Heydrich o Goering. No los había peores que ésos. Aun así, por muy listos que nos creamos, siempre hay que estar preparado para lo inesperado. Y creía que yo lo estaba para todo… salvo para lo que pasó.

Subió un poco la temperatura con respecto a la costa norte. Casi todas las casas de esa parte eran de gente adinerada. Se daba uno cuenta enseguida, por lo grandes que eran las verjas y las viviendas. Se sabía lo rico que era un hombre por la altura de los blancos muros y la cantidad de verjas negras de hierro que los jalonaban. Una colección imponente de verjas era un anuncio de reservas de riqueza listas para la confiscación y la redistribución. Si alguna vez llegaban los comunistas a hacerse con La Habana, no tendrían que molestarse mucho en localizar a la gente idónea para robarle el dinero. Para ser comunista no hacía falta ser inteligente, al menos si los ricos se lo ponían tan fácil.

Cuando llegué a Mantilla, giré hacia el sur en Managua, un barrio más pobre y deprimido, y seguí la carretera hasta salir a la autovía principal en dirección oeste, hacia Santa María del Rosario. Se notaba que el vecindario era más pobre y deprimido porque niños y cabras deambulaban libremente por los márgenes de la carretera y se veían hombres con machetes, la herramienta de trabajo en las plantaciones de alrededor.

Cuando vi la pista de tenis abandonada y la villa ruinosa con la verja oxidada, agarré el volante con fuerza y pasé el bache para salir de la carretera y meterme entre los árboles. Al echar el freno, el coche corcoveó como un toro de rodeo y levantó más polvo que un éxodo de Egipto. Apagué el motor y me quedé sentado sin hacer nada, con las manos detrás de la cabeza, por si el teniente se ponía nervioso. No quería que me pegase un tiro por meter la mano en el bolsillo para sacar el humidificador.

El coche militar paró detrás de mí, salieron dos soldados y Quevedo detrás. López se quedó en el asiento trasero. No iba a ninguna parte, salvo al hospital, quizá. Me asomé por la ventanilla, cerré los ojos y, poniendo la cara un momento al sol, me quedé escuchando el ruido del motor al enfriarse. Cuando los volví a abrir, los dos soldados habían sacado unas palas del maletero del coche y esperaban instrucciones. Señalé enfrente de donde estábamos.

– ¿Veis esas tres piedras blancas? -dije-. Cavad en el centro.

Cerré los ojos un momento otra vez, pero ahora, para rogar que todo saliera como había planeado.

Quevedo se acercó al Chevrolet con la cartera en la mano. Abrió la puerta del copiloto y se sentó a mi lado. Después, abrió la ventanilla, pero no fue suficiente para ahorrarme el intenso olor a colonia que desprendía. Nos quedamos un momento viendo cavar a los soldados, sin decir una palabra.

– ¿Le importa que encienda la radio? -dije, disponiéndome a tocar el botón.

– Creo que tendrá bastante con mi conversación, para distraerse -dijo amenazadoramente. Se quitó la gorra y se frotó la cabeza de cepillo que tenía. Hacía un ruido como de limpiar zapatos. Luego sonrió con sentido del humor, pero no me hizo ninguna gracia-. ¿Le había dicho que hice un curso con la CIA en Miami?