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Ambos sabíamos que, en realidad, no era una pregunta. Pocas preguntas suyas lo eran de verdad. Casi siempre las hacía para inquietar o ya sabía la respuesta.

– Pues sí; estuve seis meses, el verano pasado. ¿Conoce Miami? Probablemente sea el sitio menos atractivo que se pueda conocer. Es como La Habana, pero sin gente. De todos modos eso no viene al caso. Ahora que he vuelto aquí, una de mis funciones consiste en hacer de enlace con el jefe de la sede de la Agencia en La Habana. Como seguramente se imagina, lo que domina la política exterior de los Estados Unidos es el temor al comunismo. Un temor comprensible, añado, teniendo en cuenta las simpatías políticas de López y sus amigos de la isla de Pinos. Por ese motivo, la Agencia tiene intención de ayudarnos a poner en marcha el año que viene una nueva sede de inteligencia anticomunista.

– Lo que más falta le hace a Cuba -dije-, más policía secreta. Dígame, ¿en qué se diferenciará la sede nueva de la antigua?

– Buena pregunta. Pues, para empezar, los Estados Unidos nos darán más dinero, por supuesto, mucho más. Eso siempre es un buen comienzo. La CIA se encargará directamente de preparar y equipar al personal, así como de organizar y distribuir el trabajo de identificación y represión de actividades comunistas exclusivamente, al contrario que el SIM, cuyo fin es la eliminación de toda forma de oposición política.

– Es la democracia de la que me hablaba antes, ¿no?

– No; comete un gran error si se toma el asunto con ese sarcasmo -insistió-. La nueva sede estará bajo el mando directo de la mayor democracia del mundo. Eso significa algo, digo yo. Y, por supuesto, no hace falta decir que el comunismo internacional no se distingue por su tolerancia para con la oposición. Hasta cierto punto, hay que combatirlo con las mismas armas. Tenía la impresión de que usted, más que nadie, lo entendería y sabría darle el valor que tiene, señor Hausner.

– Teniente, le he dicho con toda sinceridad que no tengo el menor deseo de ver a este país teñido de rojo, pero nada más. No soy el senador Joseph McCarthy, sino Carlos Hausner.

La sonrisa de Quevedo se ensanchó. Supongo que, en una fiesta infantil, habría imitado muy bien a una serpiente, siempre y cuando dejaran a algún niño acercarse a un hombre como él.

– Sí, hablemos de eso, ¿de acuerdo? De su nombre, quiero decir. Tan cierto es que se llama usted Carlos Hausner como que es ciudadano argentino o lo ha sido alguna vez, ¿verdad?

Empecé a hablar, pero Quevedo cerró los ojos como si no quisiera oír la menor contradicción y dio unas palmaditas a la cartera que reposaba en su regazo.

– No, no se moleste. Sé unas cuantas cosas sobre usted. Está todo aquí. Tengo una copia de su ficha de la CIA, Gunther. Como ve, el nuevo espíritu de colaboración con los Estados Unidos no es exclusivo de Cuba. Argentina también lo tiene. A la CIA le interesa tanto evitar el crecimiento del comunismo en ese país como en el nuestro. También hay rebeldes en Argentina, igual que aquí. Sin ir más lejos, el año pasado los comunistas pusieron dos bombas en la plaza principal de Buenos Aires y mataron a siete personas. Pero me estoy adelantando.

»Cuando Meyer Lansky me habló de su experiencia en la inteligencia alemana, de su lucha contra el comunismo durante la guerra, confieso que me fascinó y me propuse averiguar más cosas. Pensé egoístamente que tal vez pudiera serme útil en nuestra guerra contra el comunismo. Entonces, me puse en contacto con el jefe de la Agencia y le pedí que hablase con su homólogo en Buenos Aires, a ver si podía contarnos algo sobre usted. Nos contaron muchas cosas. Al parecer, su verdadero nombre es Bernhard Gunther y nació en Berlín. Allí fue policía en primer lugar, después hizo algo en las SS y, por último, estuvo también en el servicio alemán de inteligencia militar, el Abwehr. La CIA contrastó sus datos con los del Registro Central de Criminales de Guerra y Sospechosos de Seguridad, el CROWCASS, y con el Centro de Documentación de Berlín. Aunque no lo buscan por crímenes de guerra, parece ser que la policía de Viena lo tiene en busca y captura por la muerte de dos desgraciadas mujeres.

No tenía objeto negarlo, aunque yo no había matado a nadie en Viena, pero pensé que podía darle una explicación acorde con sus ideas políticas.

– Después de la guerra -dije-, por mi experiencia en la lucha contra los rusos, me destinaron al contraespionaje estadounidense: primero, en el CIC 970 alemán, después, en el 430 austriaco. Como sin duda sabrá, el CIC fue precursor de la CIA. El caso es que me utilizaron para descubrir a un traidor de su organización, un tal John Belinsky, quien resultó ser agente de la MVD rusa. Eso fue en septiembre de 1947. Lo de las dos mujeres fue mucho más tarde, en 1949. A una la maté porque era la mujer de un infame criminal de guerra, la otra era agente rusa. Probablemente, ahora los Estados Unidos lo negarán, pero fueron ellos quienes me sacaron de Austria. Cuando las ratas abandonaban el barco, ayudaron a huir a algunos nazis. Me proporcionaron un pasaporte de la Cruz Roja a nombre de Carlos Hausner y me metieron en un barco con rumbo a Argentina, donde trabajé una temporada con la policía secreta, la SIDE. Ahí estuve hasta que el trabajo que me habían encomendado se volvió problemático para el gobierno y me convertí en persona non grata. Me despacharon con un pasaporte argentino y algunos visados y así llegué aquí. Desde entonces, he procurado mantenerme al margen de cualquier complicación.

– Ha tenido una vida interesante, no cabe duda.

Asentí.

– Eso pensaba Confucio -dije.

– ¿Qué dice?

– Nada. Vivo tranquilamente aquí desde 1950, pero hace poco tropecé con un antiguo conocido, Max Reles, quien me ofreció trabajo, porque sabía que había trabajado en la brigada criminal de Berlín. Iba a aceptarlo, pero entonces lo mataron. Entre tanto, Lansky también llegó a conocer parte de mi historial y, cuando mataron a Max, me pidió que hiciese el trabajo de la policía de la ciudad. Como usted comprenderá, a Meyer Lansky no se le puede negar nada, al menos en La Habana. Y aquí estamos ahora, pero la verdad es que no sé en qué puedo ayudarlo a usted, teniente Quevedo.

Uno de los soldados que cavaban delante de nosotros dio una voz. El hombre tiró la pala, se arrodilló un momento, se asomó al agujero, volvió a ponerse de pie y nos hizo una señaclass="underline" había encontrado lo que buscábamos.

– Es decir, aparte de la ayuda que acabo de prestarle con ese alijo de armas.

– Cosa que le agradezco enormemente, como pronto le demostraré a su entera satisfacción, señor Gunther. Puedo llamarlo así, ¿verdad? Al fin y al cabo, es su verdadero apellido. No, lo que quiero es otra cosa, otra cosa muy distinta y más duradera. Con su permiso, me explico: tengo entendido que Lansky le ha ofrecido trabajo en su empresa. No, eso no es exacto, no lo tengo entendido. La verdad es que la idea se la di yo… la de ofrecerle trabajo.

– Gracias.

– No hay de qué. Supongo que pagará bien. Lansky es generoso. Para él, es una buena inversión, sencillamente. Tanto pagas, tanto recibes. Es un jugador, desde luego, y como a la mayoría de los jugadores inteligentes, le desagrada la incertidumbre. Si no está completamente seguro de una cosa, hace lo que más se le acerque para limitar los riesgos de la apuesta. Y ahí es donde entra usted, porque, verá, si Lansky intenta limitar los riesgos de la apuesta por Batista ofreciendo respaldo económico a los rojos, a mis jefes les gustaría saberlo al momento.

– ¿Quiere que lo espíe? ¿Es eso?

– Exactamente. ¿Hasta qué punto puede ser una misión difícil para un hombre como usted? Al fin y al cabo, Lansky es judío. Espiar a los judíos debería ser algo innato en un alemán.

Me pareció que no valía la pena discutir esa cuestión.

– ¿A cambio de qué?

– A cambio de no deportarlo a usted a Austria y ahorrarle las consecuencias de esas dos denuncias por homicidio. Además, se queda con toda la pasta que le pague Lansky.