– Yo también me lo pregunto, créame.
Quevedo sonrió con incredulidad.
– No me lo trago ni por un momento. Hace un rato, cuando veníamos hacia aquí desde Marianao, le pregunté sobre usted. Me dijo que, sin contar hoy, sólo lo había visto tres veces en su vida. Dos en casa de Ernest Hemingway y una en su despacho. Y dijo que había sido usted quien le había hecho un favor, no al contrario. No se refería al de hoy, claro, sino a otro apuro del que le había sacado antes. No me contó de qué se trataba. Y, francamente, ya le he preguntado tantas cosas que no me apeteció insistir. Por otra parte, no le quedan más uñas que perder. -Sacudió la cabeza-. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué otra vez?
– No es asunto suyo, maldita sea, pero López me dio un motivo para volver a creer en mí mismo.
– ¿Qué motivo?
– Usted no lo entendería. Apenas lo entiendo yo… pero bastó para despertarme el deseo de seguir adelante con la esperanza de que mi vida podía tener algún sentido.
– Quizá no he juzgado bien a López. Lo considero un iluso imbécil, pero, tal como lo pone usted, parece un santo.
– Cada cual se redime como y cuando puede. A lo mejor, un día, cuando se encuentre como yo ahora, se acuerda de lo que he dicho.
23
Llevé a Alfredo López a Finca Vigía. Estaba en muy malas condiciones, pero yo no sabía dónde estaba el hospital más cercano y él, tampoco.
– Te debo la vida, Gunther -dijo-. Nunca podré agradecértelo bastante.
– Olvídalo. No me debes nada, pero te ruego que no me preguntes por qué. Ya he dado bastantes explicaciones sobre mí, por hoy. Ese cabrón de Quevedo tiene la irritante costumbre de hacer preguntas que uno no quiere contestar.
López sonrió.
– ¡A quién se lo vas a decir!
– Por supuesto. Disculpa. Lo mío no ha sido nada, en comparación con lo que has debido de pasar.
– No me vendría mal un cigarrillo.
Tenía un paquete de Lucky en la guantera. En el cruce con la carretera norte a San Francisco de Paula, me detuve y le puse uno en la boca.
– Fuego -le dije, al tiempo que encendía una cerilla.
Tomó unas caladas y me dio las gracias con un movimiento de cabeza.
– Permíteme. -Le saqué el cigarrillo de entre los labios-. Pero no te hagas ilusiones: no pienso acompañarte al cuarto de baño.
Volví a colocarle el cigarrillo en la boca y seguimos viaje.
Llegamos a la casa. La noche anterior había hecho mucho viento y en los escalones de la entrada había ramas y hojas de ceiba caídas. Un negro alto estaba recogiéndolas y cargándolas en una carretilla, pero lo mismo habría dado que las tirase al suelo como si le hubiesen mandado colocar una alfombra de palmas para recibir a López con todos los honores: trabajaba muy despacio, como si acabase de sacar dos premios en la bolita.
– ¿Quién es ése? -preguntó López.
– El jardinero -dije-. Aparqué al lado del Pontiac y apagué el motor.
– Sí, claro. Por un momento… -soltó un gruñido-. El anterior se suicidó, ¿sabes? Se tiró a un pozo y se ahogó.
– Claro, seguro que por eso se bebe tan poca agua en esta casa.
– Noreen cree que hay un fantasma.
– No, porque lo sería yo. -Miré a López y fruncí el ceño-. ¿Puedes subir los escalones?
– Creo que necesito un poco de ayuda.
– Deberías ir al hospital.
– Se lo dije a Quevedo muchas veces, pero ya no me hizo caso. Fue después de la manicura gratis.
Salí del coche y cerré de golpe: en esa casa equivalía a tirar de la campanilla. Fui hasta la otra portezuela y la abrí. López iba a necesitar esa clase de ayuda con mucha frecuencia, durante los próximos días, y estaba pensando en largarme enseguida y dejárselo todo a ella. Ya había puesto bastante de mi parte. Si López quería rascarse la nuca, que se la rascase Noreen.
Salió a la puerta en el momento en que López se apeaba del coche, mareado como un borracho que no hubiese bebido bastante. Estremeciéndose, se apoyó un momento en la jamba de la ventana con la parte interior de las muñecas y después con la espalda; sonrió a Noreen, que bajaba los peldaños rápidamente. López abrió la boca y el cigarrillo que no había terminado de fumar se le cayó en la pechera de la camisa. Se lo quité, ¡como si la camisa importara, en realidad! Seguro que no iba a volver a ponérsela para ir al despacho. Esa temporada no se llevaba el algodón blanco manchado de sangre sobre sudor.
– Fredo -dijo ella con preocupación-, ¿te encuentras bien? ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado en las manos?
– Los polis esperaban a Horowitz en su fiesta de recaudación de fondos -dije.
López sonrió, pero a Noreen no le gustó.
– No le veo la gracia por ninguna parte, Bernie -dijo-, te lo digo en serio.
– Porque no lo has visto en directo, supongo. Oye, cuando termines de reñirme, este leguleyo amigo tuyo se merece que lo lleven al hospital. Lo habría llevado yo mismo, pero él ha preferido pasar primero por aquí, para que vieras lo bien que se encuentra. Seguro que para él eres más importante tú que volver a tocar el piano. Lo comprendo, naturalmente. A mí me pasa algo muy parecido.
Noreen oyó muy poco de lo que le dije. Sintonizó otra onda en el momento en que pronuncié la palabra «hospital». Dijo:
– Hay uno en Cotorro. Lo llevo yo en mi coche.
– Sube, que os llevo yo.
– No, tú ya has hecho bastante. ¿Fue muy difícil rescatarlo de la policía?
– Un poco más que meter una petición en el buzón de sugerencias, pero no lo tenía la policía, sino el ejército.
– Oye, ¿por qué no nos esperas en casa? Ponte cómodo, como si estuvieras en la tuya. Prepárate algo de beber, di a Ramón que te haga algo de comer, si quieres. No tardaré.
– En realidad debería largarme a toda prisa. Después de todo lo que ha pasado esta mañana, tengo una gran necesidad de renovar todas mis pólizas de seguros.
– Bernie, por favor. Quiero darte las gracias como es debido y hablar contigo de una cosa.
– De acuerdo, puedo encajarlo.
La vi alejarse con él, entré en la casa y tonteé con el carrito de las bebidas, pero no estaba de humor para hacerme el duro con el bourbon de Hemingway y me bebí un vaso de Old Forester en menos de lo que tardé en servírmelo. Con otro muy largo en la mano, di una vuelta por la casa y procuré no cebarme con la evidente semejanza que había entre mi situación y la de cualquiera de los trofeos de las paredes. El teniente Quevedo me había cazado igual que si me hubiese disparado con un rifle exprés. Ahora Alemania me parecía tan lejos como las nieves del Kilimanjaro o las verdes montañas africanas.
Había muchos baúles de viaje y maletas en una habitación; el estómago me dio un vuelco al pensar que tal vez Noreen fuera a marcharse de la isla, hasta que comprendí que, seguramente, estaba preparando la mudanza a su nueva casa de Marianao. Al cabo de un rato y de otra bebida, salí fuera y subí los cuatro pisos de la torre. No fue difícil. Había unas escaleras semicubiertas que subían hasta arriba por el exterior. En el primer piso había un cuarto de baño y en el segundo, unos cuantos gatos jugando a las cartas. En el tercero se guardaban todos los rifles, en vitrinas cerradas con llave y, según el estado de ánimo que tenía en ese momento, mejor no haber llevado ninguna llave encima. En el último piso había un escritorio pequeño y una librería grande llena de libros de temática militar. Me quedé allí un buen rato. Los gustos literarios de Hemingway me eran indiferentes, pero la vista desde allí era para no perdérsela. A Max Reles le habría encantado. El panorama lo llenaba todo desde cada una de las ventanas, abarcaba muchos kilómetros a la redonda. Hasta que la luz empezó a desaparecer. Y un poco más.
Cuando sólo quedaba una franja de color naranja por encima de los árboles, oí un coche y vi los faros del Pontiac y la cabeza del jefe indio subiendo por la entrada. Noreen bajó sola del coche. Cuando llegué abajo, ella ya había entrado en la casa y estaba preparándose una bebida con vermut Cinzano y agua tónica. Al oír mis pasos, dijo: