Me miró con recelo.
– Puede que te lo merezcas.
– Puede. -Dejé el vaso en la mesa y sopesé el comentario mentalmente un momento-. Sin embargo, eso de que quien la hace la paga casi siempre pasa sólo en los libros. Claro que, si crees que me lo merezco, más vale que me largue.
Entré en la casa y volví a salir por la puerta principal. Ella estaba en la barandilla de la galería, por encima de las escaleras por las que se bajaba hasta mi coche.
– Lo lamento -dijo-. No creo que te lo merezcas todo, ¿de acuerdo? Sólo estaba bromeando. Vuelve, por favor.
Me paré y la miré con poco entusiasmo. Estaba enfadado y no me importaba que lo supiera. Y no sólo por el comentario de que me merecía que me colgasen. Estaba furioso con ella y conmigo, por no haber dejado más claro que Bernie Gunther había dejado de existir y en su lugar estaba Carlos Hausner.
– Fue tan emocionante volver a verte, después de tantos años… -Parecía que la voz le tropezaba con un jersey de cachemira colgado de un clavo, o algo así-. Siento mucho haber revelado tu secreto. Hablaré con Dinah en cuanto vuelva a casa; le diré que no hable con nadie de lo que le conté, ¿de acuerdo? Me temo que no pensé en las consecuencias que podía tener si le hablaba de ti, pero es que hemos estado muy unidas desde la muerte de su padre. Siempre nos lo contamos todo.
Casi todas las mujeres tienen un regulador de vulnerabilidad que pueden manejar a voluntad y que con los hombres funciona como la miel con las moscas. Noreen había puesto el suyo en marcha. Primero, la contención en la voz y después, un suspiro rasgado. Funcionaba, sí, y eso que sólo lo había puesto al nivel tres o al cuatro, pero todavía tenía el depósito lleno de lo que hace parecer débil al sexo débil. Al momento siguiente, abatió los hombros y se dio la vuelta.
– No te vayas -dijo-. Por favor, no te vayas.
Nivel cinco.
Me quedé en el escalón mirando el puro y, después, al largo y sinuoso sendero que llevaba hasta la carretera principal de San Francisco de Paula. Finca Vigía. Casa oteadora. Un buen nombre, porque, a la izquierda del edificio principal, había algo parecido a una torre, donde alguien podía sentarse a escribir un libro en una habitación del piso más alto, contemplar el mundo desde arriba y tener la sensación de ser un dios o algo parecido. Seguramente por eso algunas personas se convertían en escritores. Se acercó un gato gris y se frotó contra mis espinillas, como si también él quisiera convencerme de que me quedase. Por otra parte, puede que sólo pretendiera desprenderse, a costa de mis mejores pantalones, de un montón de pelos que le sobraban. Al lado de mi coche había otro, sentado como un muelle tieso, listo para impedirme marchar, si acaso su colega felino no lo conseguía. Finca Vigía. Algo me decía que vigilase por mi cuenta y me largase de allí. Que, si me quedaba, podía terminar sin voluntad propia, como un personaje de una novela escrita por un estúpido. Que uno de ellos -Noreen o Hemingway- podría obligarme a hacer algo que no quisiera.
– De acuerdo.
Me salió una voz de animal en la oscuridad… o de orisha del bosque, del mundo de la santería.
Tiré el puro y volví a entrar. Noreen salió a mi encuentro a mitad de camino, detalle generoso por su parte, y nos abrazamos cariñosamente. Todavía me gustaba notar su cuerpo entre mis brazos: me recordó todo lo que se supone que debía recordarme. Nivel seis. Seguía sabiendo ablandarme, de eso no cabía duda. Apoyó la cabeza en mi hombro, pero con la cara vuelta hacia el otro lado, y me dejó inhalar su belleza un ratito. No nos besamos. Todavía no era el momento, sólo estábamos en el nivel seis y ella tenía la cara vuelta hacia el otro lado. Un momento después, se separó y volvió a sentarse.
– Dijiste que Dinah salía con mala gente o algo así -le recordé- y que por eso me habías pedido que viniese.
– Siento haberme expresado tan mal. No es propio de mí. Al fin y al cabo, se supone que las palabras se me dan bien, pero es que necesito que me ayudes… con Dinah.
– Hace mucho que no sé nada de jovencitas de diecinueve años, Noreen. E incluso cuando sabía algo, seguro que estaba completamente equivocado. No sabría qué hacer, aparte de darle una azotaina.
– Me pregunto si funcionaría -dijo ella.
– No creo que sirviera de mucho. Aunque, claro, siempre es posible que me guste, lo cual sería otro motivo para mandarla directamente a Rhode Island. Sin embargo, estoy de acuerdo contigo. El club Barracuda no es sitio para una chica de diecinueve años, aunque los hay mucho peores en La Habana.
– ¡Bah! Ha estado en todos, te lo aseguro. El teatro Shanghai, el cabaret Kursaal, el hotel Chic… Son sólo unos pocos que sé, por las cajas de cerillas que he encontrado en su habitación. Puede que haya ido a sitios peores.
– No, no los hay peores, ni siquiera en La Habana. -Cogí mi vaso de la mesa de cristal y puse el contenido a salvo en mi boca-. Pues sí, lleva una vida salvaje. Como todos los jóvenes de ahora, si las películas no mienten, pero al menos no se dedican a apalear a los judíos. De todos modos, sigo sin saber qué hacer con ella.
Noreen cogió el Old Forester y me rellenó el vaso.
– Bueno, a lo mejor se nos ocurre algo entre los dos, como en los viejos tiempos, ¿te acuerdas? En Berlín. Si las cosas hubieran sido de otra forma, tal vez nosotros no habríamos hecho lo que hicimos. Si hubiera llegado a escribir aquel artículo, quizás hubiésemos evitado las Olimpiadas de Hitler.
– Me alegro de que no lo escribieras, porque podrías estar muerta.
Asintió.
– Aquella temporada, formamos un buen equipo de investigación, Gunther. Tú eras mi Galahad, mi caballero celestial.
– Claro. Me acuerdo de la carta que me escribiste. Me gustaría decirte que todavía la conservo, pero los americanos me reorganizaron los archivos cuando bombardearon Berlín. ¿Quieres que te aconseje sobre Dinah? Ponle un candado en la puerta del dormitorio y dale el toque de queda a las nueve en punto. En Viena funcionó muy bien, cuando las cuatro potencias aliadas se hicieron cargo de la ciudad. También puedes plantearte no prestarle el coche cada vez que te lo pida. Yo en su lugar, con esos tacones que llevaba, lo pensaría dos veces antes de ponerme a andar diez kilómetros hasta el centro de La Habana.
– Me gustaría verlo.
– ¿A mí con tacones? Claro. Soy un habitual del club Palette, aunque allí me conocen mejor por Rita. ¿Sabes una cosa? No está tan mal que los hijos desobedezcan a sus padres con cierta frecuencia. Sobre todo si tenemos en cuenta los errores que cometen los mayores. En especial con hijos tan evidentemente mayores como Dinah.
– Quizás entiendas el problema -dijo- si te lo cuento todo.
– Inténtalo, aunque ya no soy detective, Noreen.
– Pero lo has sido, ¿verdad? -Sonrió con astucia-. Empezaste gracias a mí, como detective privado. ¿Tengo que recordártelo?
– Así lo ves tú, ¿no?
Frunció los labios con disgusto.
– Desde luego, no era mi intención verlo de ninguna manera, como dices tú. Nada más lejos, pero soy madre y me estoy quedando sin recursos en este asunto.
– Te mandaré un cheque, incluidos los intereses.
– ¡Ay, basta ya, haz el favor! No quiero que me des dinero, tengo de sobra, pero al menos podrías callarte un rato y tener la amabilidad de escucharme, antes de abrir fuego con dos cañones. Creo que eso al menos me lo debes. Es justo, ¿no te parece?
– De acuerdo. No te prometo que vaya a oír algo, pero te escucho.
Noreen sacudió la cabeza.
– ¿Sabes una cosa, Gunther? Me asombra que hayas sobrevivido a la guerra. Acabamos de reencontrarnos y ya tengo ganas de pegarte un tiro. -Se rió burlonamente-. Debes andarte con mucho cuidado, lo sabes. En esta casa hay más pistolas que entre los milicianos cubanos. Algunas noches, me siento aquí con Hem y él se pone una escopeta en el regazo para disparar a los pájaros de los árboles.