– Aquí tienes la recompensa por querer hacer un favor al prójimo -me dije, enfadado.
Al coche no le había pasado nada, pero, al parecer, la rueda delantera izquierda había roto unos tablones de madera que estaban disimulados en la tierra.
Me enderecé y, con cuidado, di marcha atrás hasta el camino. A continuación, salí a ver más de cerca lo que era. De todos modos, como estaba oscuro, no lo veía bien, ni siquiera a la luz de los faros del coche, y tuve que sacar una linterna del portaequipajes y enfocarla entre los tablones rotos. Levanté uno, iluminé el interior con la linterna y allí, bajo tierra, me pareció ver una jaula. No podía calibrar bien el tamaño, pero dentro de la jaula había unas cuantas cajas de madera de menor tamaño. En una de ellas se leía mark 2 fhgs; en otra decía browning m19.
Había encontrado el escondite de un alijo de armas.
Apagué la linterna y los faros del coche inmediatamente y eché una mirada alrededor, por si me había visto alguien. La pista de tenis era de barro y se encontraba en mal estado, faltaban varias marcas del suelo, de las de plástico blanco, o estaban rotas, y la red colgaba, destensada, como una media femenina de nylon. Más allá se veía una casa ruinosa, con un pórtico y una gran verja de entrada muy oxidada. La pintura de la fachada estaba desconchada y no se veía luz por ninguna parte. Allí no vivía nadie desde hacía tiempo.
Después levanté uno de los tablones rotos y, utilizándolo a modo de quitanieves, cubrí otra vez el escondite de las armas con tierra: la suficiente para ocultarlo. Luego señalé el lugar rápidamente con tres piedras que cogí del otro lado del camino. No tardé ni cinco minutos en hacerlo todo. No me apetecía quedarme allí mucho rato, y menos, con los militares sueltos por los alrededores. No sería fácil que aceptasen mis explicaciones sobre lo que hacía allí, enterrando un alijo de armas a medianoche en un camino solitario de El Calvario, como tampoco me creería la gente que lo hubiese escondido, aunque dijese que no iba a informar a la policía del hallazgo. Tenía que largarme de allí cuanto antes, con que, sin pérdida de tiempo, subí al coche y me marché.
Llegué a Finca Vigía en el preciso momento en que Alfredo López se metía en su Oldsmobile blanco para volver a casa. Marcha atrás, me puse a su lado, bajé la ventanilla y él hizo otro tanto.
– ¿Pasa algo? -me preguntó.
– Podría, en caso de que llevara un 38 y una cartera llena de panfletos revolucionarios.
– Sabe que los llevo.
– López, amigo mío, le conviene pensar en dejar el negocio de los panfletos una temporada. Hay un control en la carretera principal, en dirección norte, enfrente de la gasolinera de Diezmero.
– Gracias por avisar. Supongo que tendré que volver a casa por otro camino.
Sacudí la cabeza.
– He vuelto aquí por Mantilla y El Calvario. Allí también estaban preparando un despliegue.
No dije nada de la partida de armas que había encontrado. Me pareció mejor olvidarlo todo. De momento.
– Parece que quieren pescar a alguien esta noche -comentó.
– Lo cierto es que la red estaba llena -dije-, pero me dio la impresión de que querían hacer algo más que pescar peces. Matarlos a tiros en un tonel, a lo mejor. Vi dos al lado de la carretera; estaban más muertos que un par de caballas ahumadas.
– Supongo que eso son las tragedias individuales -dijo-. Por supuesto, un par de muertos no es nada, en comparación con el gobierno de auténticos tiranos, como Stalin y Mao Tse-tung.
– Piense usted lo que quiera. Yo no he venido a convencer a nadie, sólo a salvar esa estúpida cabeza suya.
– Sí, por supuesto, lo siento. -Frunció los labios un momento y luego se los mordió con tanta fuerza que debió de hacerse daño-. Por lo general no se molestan en llegar tan al sur de la capital.
Noreen salió de la casa y bajó las escaleras. Llevaba un vaso en la mano y no estaba vacío. No parecía borracha, ni siquiera se le notaba al hablar. Sin embargo, como probablemente yo sí lo estaba, esas observaciones no valían nada.
– ¿Qué ocurre? -me preguntó-. ¿Has cambiado de opinión y prefieres quedarte? -dijo con un matiz de sarcasmo.
– Exacto -dije-, he vuelto por si alguien tenía un ejemplar de sobra del Manifiesto comunista.
– Podías haber dicho algo antes de marcharte -replicó inflexiblemente.
– Es curioso, pero pensé que a nadie le importaría.
– Entonces, ¿por qué has vuelto?
– Los militares están montando controles por los alrededores -le dijo López-. Tu amigo ha tenido la amabilidad de volver a avisarme.
– ¿Para qué los montan? -le preguntó ella-. Por aquí no hay objetivos que los rebeldes quieran atacar, ¿no es cierto?
López no contestó.
– Lo que quiere decir -repliqué- es que depende de lo que se entienda por objetivo. Al volver hacia aquí, vi un cartel de una central eléctrica, que podría ser un objetivo para los rebeldes. Al fin y al cabo, para hacer la revolución, hace falta mucho más que asesinar a los representantes del gobierno y esconder alijos de armas. Los cortes de suministro eléctrico desmoralizan mucho a la población en general, el pueblo empieza a pensar que el gobierno ha perdido el control y, además, son mucho más seguros que atacar a una guarnición militar. ¿No es así, López?
López parecía perplejo.
– No lo entiendo. No simpatiza en absoluto con nuestra causa, pero se ha arriesgado a volver sólo para avisarme. ¿Por qué?
– La línea telefónica no funciona -dije-; de lo contrario, habría llamado.
López sonrió y sacudió la cabeza.
– Sigo sin entenderlo.
Me encogí de hombros.
– Es cierto, no me gusta el comunismo, pero a veces vale la pena ayudar al perdedor, como Braddock contra Baer, en 1935. Por otra parte, me pareció que los avergonzaría a todos si yo, un burgués reaccionario y apologista del fascismo, volvía aquí a sacarles a ustedes, bolcheviques, las castañas del fuego.
Noreen sacudió la cabeza y sonrió.
– Viniendo de ti, es tan malintencionado que me lo creo.
Sonreí y le dediqué una leve inclinación de cabeza.
– Sabía que entenderías el lado gracioso.
– Cabrón.
– Ya sabe que puede ponerse en peligro, si vuelve a pasar por el control -dijo López-. Es posible que se acuerden de usted y aten cabos. Ni los militares son tan estúpidos como para no saber atarlos.
– Fredo tiene razón -dijo Noreen-. Sería arriesgado que volvieras a La Habana esta noche, Gunther. Más vale que pases la noche aquí.
– No quiero causarte molestias -dije.
– No es ninguna molestia -dijo-. Voy a decir a Ramón que te prepare una cama.
Dio media vuelta y se marchó canturreando para sí, al tiempo que espantaba a un gato y dejaba el vaso vacío en la galería, al pasar.
López se quedó más tiempo que yo mirando el trasero que se alejaba. Me dio tiempo a observar cómo la miraba: con ojos de admirador y, seguramente, también con boca, porque se relamió los labios sin dejar de mirarla, lo cual me hizo pensar si el terreno común entre ellos no sería sólo político, sino también sexual. Con la idea de que me contase algo de lo que sentía por ella, le dije:
– Es toda una mujer, ¿verdad?