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Subí en el ascensor hasta el octavo piso, donde estaba la azotea de la piscina del hotel, que era única en La Habana.

He dicho azotea, pero en realidad había medio piso más por encima del de la piscina y, según Alfredo López, mi nuevo amigo, era el selecto ático en el que vivía, con todo lujo, Max Reles. La única forma de subir allí era mediante una llave de ascensor especial… también según López. Sin embargo, contemplando la vacía piscina -hacía demasiado viento para salir a tomar el sol-, dejé vagar el pensamiento y empecé a imaginarme cómo podría escalar desde allí hasta el ático un hombre que soportase las alturas. Ese hombre tendría que trepar por el parapeto que rodeaba la piscina, dar la vuelta a la esquina andando precariamente y, por último, escalar por unos andamios que habían montado para reparar las luces de neón que adornaban la curva esquina de la fachada. Había gente a la que le gustaba subir a las azoteas a contemplar la vista y gente, como yo, que se acordaba de crímenes y francotiradores y, sobre todo, del frente oriental de la guerra. En Minsk, un tirador del Ejército Rojo había estado apostado tres días seguidos en la azotea del único hotel de la ciudad, dedicándose a disparar a oficiales del ejército alemán, hasta que lo pillaron con un cañón antitanques. A aquel soldado le habría gustado mucho la azotea del Saratoga.

Sin embargo, es probable que Max Reles hubiera previsto esa posibilidad. Según Alfredo López, Reles no se arriesgaba nada en lo referente a su seguridad personal. Tenía demasiados amigos para poder permitírselo. Es decir, amigos de La Habana, de los que son suplentes entusiastas de enemigos mortales.

– Pensaba que a lo mejor habías cambiado de opinión -dijo Max desde una puerta que daba a los ascensores- y que no vendrías. -Lo dijo en tono de reproche y un poco perplejo, como si le preocupase no ser capaz de imaginar una buena razón que disculpase mi retraso para comer.

– Lo siento, me he entretenido un poco. Verás, es que anoche avisé a López de lo del control en la carretera de San Francisco de Paula.

– ¿Y por qué demonios se lo dijiste?

– Porque tenía una cartera llena de panfletos revolucionarios; me pidió que me los quedase y se los devolviese esta mañana y, no sé por qué, acepté. Cuando llegué al edificio Bacardi, había una furgoneta de la policía fuera y tuve que esperar a que se marchase.

– No deberías relacionarte con esa clase de hombres -dijo Reles-, te lo digo de verdad. Todo ese asunto es peligroso. En esta isla es mejor no meterse en política.

– Desde luego, tienes toda la razón. Debería evitarlo. No sé por qué me comprometí a llevárselos. Puede que estuviera un poco bebido; me pasa con frecuencia. En Cuba no hay mucho más que hacer.

– Eso parece. En aquella maldita casa, todo el mundo bebe en exceso.

– Sin embargo, le había dicho que lo haría y, cuando digo una cosa, generalmente la cumplo hasta el final. Siempre he sido así de estúpido.

– Cierto -sonrió-, muy cierto. ¿Te contó algo de mí? López, digo.

– Sólo que habíais sido socios.

– Eso es casi cierto. Déjame que te cuente cosas de nuestro amigo Fredo. El cuñado de F. B. es un hombre llamado Roberto Miranda, el dueño de todas las «traganíqueles» de La Habana; las tragaperras, ya sabes. Si quieres instalar una en tu local, tienes que alquilársela a él y pagarle, además, el cincuenta por ciento de la cosecha, que puede ser, permite que te lo diga, un montón de dinero en cualquier casino de la ciudad. El caso es que Fredo López era el encargado de venir al Saratoga a vaciar mis máquinas. Me parecía que encargárselo a un abogado era la mejor manera de evitar fraudes. Sin embargo, enseguida descubrí que Miranda sólo recibía una cuarta parte; el resto lo sisaba López para dar de comer a las familias de los hombres que asaltaron el cuartel Moncada el año pasado. Durante un tiempo hice la vista gorda y él lo sabía, pero yo prefería dejar clara mi postura con respecto a los rebeldes. Entonces, Miranda se imaginó que lo estaban estafando ¿y a quién iba a echar la culpa? ¡A su seguro servidor! Puestas así las cosas, tuve que tomar una decisión: o quedarme con las máquinas, pero deshacerme de López a riesgo de convertirme en objetivo de los rebeldes, o deshacerme de las máquinas y encajar el disgusto de Miranda. Preferí prescindir de las máquinas, pero ahora debo repasar mis libros de cuentas con el mismísimo F. B. una vez a la semana, por cuenta de la suculenta participación que tiene en mi negocio. El asunto me costó un montón de pasta y muchos inconvenientes. Según mi punto de vista, ese cabrón de Fredo López es un capullo muy afortunado. Por seguir vivo, me refiero.

– Es verdad, Max, has cambiado. El Max Reles de antes le habría clavado un picahielo en el oído.

El recuerdo de su personalidad anterior le hizo sonreír.

– Habría sido lo justo, ¿no te parece? Antes éramos más directos. Lo habría matado sin pensarlo dos veces. -Se encogió de hombros-. Pero estamos en Cuba y aquí procuramos hacer las cosas de otra manera. Creía que, a lo mejor, si ese gilipollas lo pensaba un poco, se daría cuenta y demostraría un poco más de agradecimiento. Pues nada más lejos de la realidad: actúa a mis espaldas, llena la cabeza de veneno a Noreen hablándole de mí, precisamente ahora que intento tender puentes entre nosotros, por mi relación con Dinah.

– Es decir, que pagas a Batista y a los rebeldes -dije.

– Indirectamente -dijo-. Lo que les doy es la suerte de una bola de nieve en el infierno, la verdad, pero con esos cabrones nunca se sabe.

– Pero algo les das.

– Antes del incidente de las máquinas vi una cosa interesante. Un día, estaba yo mirando por una ventana del hotel, sin pensar en nada en particular, como hacemos a veces, y vi a un cubano joven que iba andando por la calle… No era más que un crío. Cuando pasó al lado de mi Cadillac, le dio una patada al guardabarros.

– ¿El descapotable tan encantador de anoche? ¿Dónde estaba el ogro?

– ¿Waxey? Es muy lento de piernas, no habría tenido la menor posibilidad de atrapar al puñetero crío. El caso es que me inquietó. No la señal que dejó en el coche, eso no fue nada, en realidad. No; fue otra cosa. Le di muchas vueltas, ¿sabes? Primero pensé que el chico lo había hecho por su novia, para que se riese; luego, que a lo mejor tenía manía a los Cadillac por algún motivo y, por último, caí en la cuenta, Bernie. Comprendí que lo que aborrecía el chico no eran los puñeteros Cadillac, sino a los estadounidenses, y eso me llevó a pensar en su revolución. Es decir, como casi todo el mundo, pensaba que todo había terminado en julio, después del ataque al cuartel, ¿sabes? Sin embargo, lo del puto crío dando una patada a mi coche me hace sospechar que a lo mejor no y que puede que aborrezcan a los estadounidenses tanto como a Batista, en cuyo caso, si alguna vez se deshacen de él, puede que también nos manden a nosotros a la mierda.

Tenía yo en mi haber muchos incidentes recientes en que pensar, conque no dije nada. Por otra parte, tampoco tenía a los estadounidenses en gran estima. No eran tan malos como los rusos y los franceses, aunque éstos no esperaban que se les tomase cariño ni les importaba. Sin embargo, los estadounidenses eran diferentes: querían que les quisieran a pesar de haber tirado dos bombas atómicas a los japoneses. Me asombraba tanta ingenuidad. Por eso me callé y, casi como dos viejos amigos, disfrutamos juntos un rato de la vista que se dominaba desde la azotea. Era magnífica. Abajo se veían las copas de los árboles del Campo de Marte y, a la derecha, el edificio del Capitolio, como una enorme tarta de boda. Por detrás asomaban la fábrica de Partagas y el Barrio Chino. Hacia el sur, la vista alcanzaba hasta el acorazado estadounidense de la bahía y, hacia el oeste, hasta los tejados de Miramar, pero sólo si me ponía las gafas. Con las gafas parecía más viejo, naturalmente; más que Max Reles. Aunque, claro, seguro que él también tenía unas en alguna parte, pero no quería ponérselas delante de mí.