– Mira, Max, me halagas, no creas que no, pero es que en estos momentos no necesito empleo.
– No te lo tomes como un empleo. No lo es. Aquí no tienes que cumplir un horario. Es una ocupación. Todos necesitamos una ocupación, ¿verdad? Un sitio al que ir a diario: unos días, más tiempo y otros, menos. Eso es bueno, porque, entonces, los cabrones de mis empleados estarán siempre pendientes de si vienes o no. Mira, parezco un noodge y no me hace ninguna gracia, pero me harías un favor si anduvieras por aquí. Un favor muy grande. Por eso estoy dispuesto a pagarte un montón de dólares. ¿Qué te parece veinte mil al año? Apuesto a que nunca ganaste tanto en el Adlon. Más coche, despacho, secretaria que cruce mucho las piernas y no lleve bragas… Lo que quieras.
– No sé, Max. Si lo hago, tendría que ser a mi manera, sin rodeos o nada.
– ¿No te he dicho que es eso exactamente lo que necesito? En este negocio no hay más método que ir al grano.
– En serio: sin interferencias. Sólo te rendiría cuentas a ti y a nadie más.
– Adjudicado.
– ¿Qué tendría que hacer? Ponme un ejemplo.
– Una de las primeras cosas de las que quiero que te encargues es de la contratación y los despidos. Quiero que despidas a un jefe del casino. Es marica; no quiero empleados maricas en el hotel. También quiero que hagas las entrevistas de las solicitudes que se presenten para trabajar en el hotel y en el casino. Tienes buen olfato para eso, Gunther. Un cabrón cínico como tú sabe asegurarse de que contratemos a gente honrada y normal, cosa que no siempre es fácil, porque a veces te echan el humo en los ojos. Por ejemplo, pago los salarios más altos, mejores que los de cualquier hotel de la ciudad. Por eso quieren trabajar aquí casi todas las chicas (y sobre todo contrato chicas, porque es lo que quieren ver los clientes), pero, claro, están dispuestas a hacer cualquier cosa por un puesto de trabajo. Me refiero a cualquier cosa de verdad, pero eso no siempre es bueno para mí. No soy más que un ser humano y, en estos momentos de mi vida, no me hace ninguna falta toda esa cantidad de tentaciones mayúsculas. Se acabó el andar follando a diestro y siniestro. ¿Sabes por qué? Porque voy a casarme con Dinah, ya ves.
– Enhorabuena.
– Gracias.
– ¿Lo sabe ella?
– ¡Pues claro, petardo! La chica bebe los vientos por mí y yo por ella. Sí, sí, ya sé lo que vas a decir: que podría ser su padre. No empieces otra vez con lo de las canas y la dentadura postiza, como anoche, porque te aseguro que va en serio. Voy a casarme con ella y después voy a poner en movimiento todos mis contactos con el negocio del espectáculo, para ayudarla a convertirse en estrella de cine.
– ¿Y Brown?
– ¿Brown? ¿Qué es eso?
– Es la universidad a la que quiere mandarla Noreen.
Reles hizo una mueca.
– Eso es lo que quiere Noreen para sí misma, no para su hija. Dinah quiere ser artista de cine. Ya se la he presentado a Sinatra, a George Raft, a Nat King Cole… ¿Te ha dicho Noreen que la chica sabe cantar?
– No.
– Con su talento y mis contactos, puede llegar donde quiera.
– ¿A ser feliz también?
Reles se estremeció.
– Sí, también. Maldita sea, Gunther, ¡qué cabronazo recalcitrante llegas a ser! ¿Por qué?
– He practicado mucho, puede que más que tú, que ya es decir. No voy a hacerte un resumen completo del melodrama, Max, pero, cuando terminó la guerra, había visto y hecho unas cuantas cosas que habrían matado a Jiminy Cricket de un ataque cardiaco. Me salieron dos corazas más sobre la conciencia con la que vine a la vida, como los callos de los pies. Después pasé dos años con los soviéticos, de invitado en una residencia de descanso para prisioneros de guerra alemanes agotados. Me enseñaron mucho sobre hospitalidad, es decir, sobre lo que no es la hospitalidad. Cuando me escapé, maté a dos y fue un placer como nunca lo había sido para mí. Tómatelo como quieras. Después monté mi propio hotel, hasta que falleció mi mujer en un manicomio. Pero yo no servía para eso, lo mismo que si hubiese montado un colegio de señoritas en Suiza para rematar la educación de jóvenes inglesas. Ahora que lo digo, ojalá lo hubiese montado. Habría rematado a unas cuantas para siempre. Buenos modales, cortesía alemana, encanto, hospitalidad… Me quedo corto de todas esas cosas, Max. A mi lado, hasta el peor cabrón se siente satisfecho de sí mismo. Cuando me conocen, vuelven a casa, leen la Biblia y dan gracias a Dios porque no son yo. Así que, dime, ¿por qué te parezco apto para ese trabajo?
– ¿Quieres que te diga la verdad? -Se encogió de hombros-. Hace muchos años… el barco del lago Tegel… ¿te acuerdas?
– ¡Cómo iba a olvidarlo!
– Aquel día te dije que me caías bien, Gunther, y que había pensado en ofrecerte trabajo, pero que de nada me serviría un hombre honrado.
– Me acuerdo. Aquello se me grabó a fuego en los ojos.
– Bueno, pues ahora sí que me sirve de algo. Es así de sencillo, compañero. Necesito a un hombre íntegro, ni más ni menos.
Un hombre íntegro, dijo. Un mensch. Yo lo dudaba. ¿Habría proporcionado un mensch a Max Reles los medios para hacer callar a Othman Weinberger, destruyéndole la carrera y seguramente también la vida? A fin de cuentas, fui yo quien sopló al estadounidense el talón de Aquiles de Weinberger: que el don nadie de la Gestapo de Wurzburgo era falsamente sospechoso de ser judío. Y también fui yo quien le habló de Emil Linthe, el falsificador, y le dijo que ese hombre sabía abrirse paso hasta las oficinas del registro público e inyectar una transfusión judía a un hombre como Weinberger tan fácilmente como a mí una aria. En mi descargo, podía argumentar que todo había sido por proteger a Noreen Charalambides del criminal del hermano de Max, pero, ¿qué integridad le quedaba a uno, después de una cosa así? ¿Un mensch? No, yo podía ser cualquier cosa menos eso.
– De acuerdo -dije-, acepto el trabajo.
– ¿De verdad? -dijo Max Reles, como asombrado. Me miró fijamente un momento-. Vaya, ahora me ha picado la curiosidad. ¿Qué es lo que te ha convencido?
– Puede que nos parezcamos más de lo que creo. Puede que haya sido porque me he acordado de tu hermano y de lo que podría hacerme con un picahielo, si te dijese que no. ¿Qué tal está el chico?
– Muerto.
– Lo siento.
– No lo sientas. Traicionó a unos amigos míos por salvar el pellejo. Mandó a seis tíos a la silla eléctrica, entre ellos, a un antiguo compañero mío de la escuela. Sin embargo, era un pájaro que no sabía volar. En noviembre de 1951, estaba a punto de identificar a un pez gordo, cuando lo empujaron por una ventana alta del hotel Half Moon, de Coney Island.
– ¿Sabes quién fue?
– En aquel momento estaba en protección de testigos, conque sí, desde luego. Un día me vengaré de esos tipos. Al fin y al cabo, la sangre es la sangre y nadie dio ni pidió permiso. De todos modos, ahora mismo sería malo para el negocio.
– Siento haber preguntado.
Reles asintió sombríamente.
– Y te agradecería que no volvieras a hacerlo nunca más.
– Ya se me ha olvidado la pregunta. A los alemanes se nos da muy bien. Llevamos nueve años intentando olvidar que una vez existió un tal Adolf Hitler. Créeme, si lo puedes olvidar a él, puedes olvidar cualquier cosa.
Reles soltó un gruñido.
– Hay un nombre que no he olvidado -dije-. Avery Brundage. ¿Qué sería de él?
– ¿Avery? Nos distanciamos bastante cuando se metió en el Primer Comité Americano por la no intervención de los Estados Unidos en la guerra, en vez de seguir intentando expulsar a los judíos de Chicago de los clubs de campo. De todos modos, ese cabrón escurridizo ha sabido cuidarse. Amasó una fortuna de millones de dólares. Su constructora edificó un terreno considerable de la costa de oro de Chicago: Lake Shore Drive. Incluso iba a presentar su candidatura al gobierno de Illinois, pero ciertos elementos de Chicago le dijeron que se limitase a la administración deportiva. Ahora podría decirse que nos hacemos la competencia. Es propietario del hotel La Salle de Chicago, el Cosmopolitan de Denver y el Hollywood Plaza de California, además de una buena porción de Nevada. -Reles asintió-. ¡Cuánto lo ha mimado la vida! Lo acaban de elegir presidente del Comité Olímpico Internacional.