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– Supongo que te forraste en 1936.

– Desde luego, pero Avery también. Después de las Olimpiadas, consiguió el contrato de los nazis para la construcción de la nueva embajada alemana en Washington. Fue la recompensa que le dio el Führer en agradecimiento por haber parado el boicot. Debió de sacar muchos millones, pero yo no vi un céntimo. -Sonrió-. Pero todo eso fue hace mucho tiempo. Desde entonces, lo mejor que me ha pasado ha sido Dinah. Esa chica es un demonio.

– Como su madre.

– Quiere probarlo todo.

– Supongo que fuiste tú quien la llevó al teatro Shanghai.

– No lo habría hecho -dijo Reles-. No la habría llevado allí, pero insistió y esa chica consigue lo que quiere. Tiene un temperamento endemoniado.

– ¿Y qué tal el espectáculo?

– ¿Tú qué crees? -Se encogió de hombros-. A decir verdad, me parece que no le impresionó mucho. Esa chiquilla está dispuesta a verlo todo. Ahora quiere que la lleve a un fumadero de opio.

– ¿Opio?

– Deberías probarlo tú también alguna vez. Es estupendo para no engordar.

Se dio unas palmadas en la tripa y, a decir verdad, parecía más delgado que en Berlín, que yo recordase.

– En Cuchillo hay un garito en el que se pueden fumar unas pipas y olvidarlo todo, incluso a Hitler.

– En tal caso, a lo mejor hasta lo pruebo.

– Me alegro de que te hayas subido al barco, Gunther. Oye, ven mañana por la noche y te presento a algunos de los muchachos. Estarán todos. Los miércoles por la noche es mi velada de cartas. ¿Juegas a las cartas?

– No, sólo al backgammon.

– ¿Backgammon? Eso es dados de maricones, ¿no?

– En realidad, no.

– Era una broma, hombre. Tenía un amigo muy aficionado a ese juego. ¿Se te da bien?

– Depende de los dados.

– Ahora que lo pienso, García juega al backgammon. José Orozco García. El cochambroso ése que es dueño del Shanghai. Siempre anda a la caza de una partida. -Sonrió-. ¡Dios! Me encantaría que machacases a ese cabrón seboso. ¿Quieres que te arregle una partida con él? ¿Mañana por la noche, quizá? Tendrá que ser temprano, porque le gusta ir a echar un vistazo al teatro después de las once. Bueno, no es mal plan: partida con él a las ocho, te dejas caer por aquí a eso de las once menos cuarto, conoces a los muchachos… y puede que salgas con un poco de pasta extra en el bolsillo.

– Suena bien, un poco de pasta extra siempre viene bien.

– Ahora que lo dices…

Me llevó a su despacho. Había un moderno escritorio de madera de teca con el sobre blancuzco y unas sillas de cuero que parecían de barco deportivo de pesca.

Sacó un sobre de un cajón y me lo entregó.

– Hay mil pesos -dijo-, para que veas que la oferta va en serio.

– Sé que siempre vas en serio, Max -le dije-, desde aquel día en el lago.

En la pared había varios cuadros sin enmarcar, pero no supe decir si eran excelentes representaciones de vómitos o bien pintura abstracta moderna. Una pared estaba completamente ocupada por estanterías oscuras, llenas de discos y revistas, objetos de arte e incluso algunos libros. En la del fondo había una gran puerta corredera de cristal y, al otro lado, una réplica menor y de uso privado de la piscina del piso inferior. Junto a un sofá cama de piel se veía una mesa redonda de pie con un brillante teléfono rojo. Reles lo señaló.

– ¿Ves ese teléfono? Es la línea directa con el Palacio Presidencial y sólo se usa una vez a la semana. Lo que te dije antes. Indefectiblemente, todos los miércoles, a las doce menos cuarto de la noche, hago la llamada a F. B. y le canto las cifras. No he conocido a nadie que tenga tanto interés en el dinero como F. B. A veces nos pasamos media hora al teléfono, por eso dedico los miércoles por la noche a las cartas. Juego unas manos con los chicos y los echo a las once y media en punto. Sin revanchas. Hago la llamada telefónica y me voy directo a la cama. Si trabajas para mí, has de saber que también trabajas para F. B. El treinta por ciento de este hotel es suyo, pero al hispanoamericano déjamelo a mí, de momento.

Se acercó a las estanterías, sacó de otro cajón un maletín de piel que parecía caro y me lo dio.

– Toma, Gunther, un regalo que quiero hacerte para celebrar nuestra asociación.

Agité en el aire el sobre de los pesos.

– Creía que ya lo habíamos celebrado.

– Esto es un plus.

Miré las cerraduras de combinación.

– Ábrelo -dijo-. No está cerrado. Por cierto, la combinación es seis, seis, seis a cada lado, pero, si lo prefieres, puedes cambiarla con una llavecita que va oculta en el asa.

Lo abrí. Era un precioso tablero de backgammon hecho de encargo. Las fichas eran de marfil y de ébano y los dados y el cubilete tenían pequeños diamantes incrustados.

– No puedo aceptarlo -dije.

– Por supuesto que sí. Ese juego era de un amigo mío que se llamaba Ben Siegel.

– ¿Ben Siegel, el gangster?

– No. Ben era jugador y hombre de negocios, como yo. Se lo regaló su novia, Virginia, cuando cumplió cuarenta y un años. Lo encargó especialmente para él en Asprey, de Londres. Tres meses después, Ben murió.

– Lo mataron, ¿no?

– Ajá.

– ¿No quiso quedárselo ella?

– Me lo regaló, de recuerdo. Ahora me gustaría regalártelo a ti. Esperemos que te dé mejor suerte que a él.

– Esperemos.

8

Del Saratoga me fui a Finca Vigía. El jefe indio seguía en el mismo sitio en el que lo había aparcado Waxey, aunque ahora, con un gato en la capota. Salí del coche, fui hasta la puerta y toqué la campana marinera del porche. Otro gato me observaba desde una rama de una ceiba gigante y otro más asomaba la cabeza por entre los balaústres blancos de la galería como esperando que vinieran a rescatarlo los bomberos. Le acaricié la cabeza y oí unos pasos que se acercaban lentamente. Se abrió la puerta y apareció la figura menuda de René, el criado negro de Hemingway. Llevaba una chaqueta de camarero de algodón blanco y, con la luz del sol que se colaba desde la parte de atrás de la casa y lo iluminaba por la espalda, parecía un santero.

– Buenas tardes, señor -dijo.

– ¿Está la señora Eisner?

– Sí, pero está durmiendo.

– ¿Y la señorita?

– Miss Dinah, sí, me parece que está en la piscina, señor.

– ¿Cree que le molestaría verme?

– No creo que le moleste que la vea quien sea -dijo René.

Sin prestar mucha atención a la respuesta, seguí el camino hacia la piscina, que estaba rodeada de altas palmeras cubanas, flamboyanes y almendros, además de frondosos macizos de ixora, una resistente flor roja de la India, más conocida por el nombre de coralillo, entre otros. Era una piscina bonita, pero, a pesar de la cantidad de agua, era evidente que podía incendiarse en cualquier momento. Ya me ardían los ojos, sólo de mirarla. Dinah iba y venía deslizándose elegantemente de espaldas por el agua, que despedía vapor por lo mismo, supongo, que a mí me hervían los ojos y la vegetación parecía en llamas. El traje de baño, con estampado de leopardo, resultaba apropiado, aunque en ese preciso momento estaba un poco fuera de lugar, porque en realidad no lo llevaba puesto, sino que me lo encontré a la altura de la barbilla, en el camino hacia la piscina.

Tenía un cuerpo precioso: largo, atlético y con curvas. En el agua, su piel desnuda adquiría el color de la miel. Como soy alemán, no se puede decir que me desconcertase verla desnuda. En Berlín había habido sociedades de cultura nudista desde antes de la Primera Guerra Mundial y, hasta la época nazi, siempre se veían muchos nudistas en determinados parques y piscinas de la ciudad. Por otra parte, no parecía que a Dinah le importase. Incluso llegó a dar un par de volteretas que prácticamente me dejaron sin nada que imaginar.