Me abotoné la chaqueta y salí del dormitorio. Vi fugazmente a Dinah sentada en el retrete y, al oír el ruido de la orina, pasé rápidamente al estudio.
– No creo que lo dijera en serio -replicó Dinah-, como tantas otras cosas.
– Eso lo hacemos todos.
Había un escritorio de madera con tres cajones, repleto de grabados de animales, cartuchos de diferentes tamaños y balas de rifle, puestas de pie como pintalabios letales. Busqué papel y bolígrafo y escribí mi número de teléfono en cifras grandes para que se viese bien. Y no como a mí. Después, me marché.
Volví a casa y pasé el resto del día y la mitad de la noche en mi pequeño taller. Trabajé pensando en Noreen, en Max Reles y en Dinah. No me llamó nadie por teléfono, pero eso no tenía nada de particular.
9
El Barrio Chino de La Habana era el mayor de Latinoamérica y, como se estaba celebrando el Año Nuevo Chino, las calles laterales de Zanja y Cuchillo estaban adornadas con farolillos de papel; proliferaban los mercadillos al aire libre y las comparsas de la danza del león. En el cruce de Amistad con Dragones había un portalón del tamaño de la Ciudad Prohibida que, a la caída de la noche, se convertiría en el centro de una tremenda descarga de fuegos artificiales, el momento cumbre de las fiestas.
A Yara le gustaba toda clase de desfiles ruidosos; por ese motivo, excepcionalmente, había optado por salir con ella por la tarde. En las calles del Barrio Chino abundaban las lavanderías, las casas de comida, los fumaderos de opio y los burdeles, pero sobre todo hervían de gente, chinos en su mayoría; tantos, que uno se preguntaba dónde se habían escondido hasta entonces.
Compré a Yara algunas fruslerías -fruta y golosinas- que le encantaron. A cambio, en los puestos de medicina tradicional, se empeñó en regalarme una taza de licor macerado que, según ella, aumentaba mucho la virilidad. Sólo después de haberlo tomado supe que estaba hecho de madreselva, iguana y ginseng. Lo de la iguana no me hizo ninguna gracia y, después de haber ingerido el infecto brebaje, me pasé unos cuantos minutos convencido de que me habían envenenado. Hasta el punto de que creí sin la menor duda que sufría una alucinación cuando, a la derecha del Barrio Chino, en la esquina de Maurique y Simón Bolívar, descubrí una tienda que no había visto nunca. Ni siquiera en Buenos Aires, donde tal vez habría sido más fácil entender la existencia de un establecimiento de esas características. Se trataba de una tienda de recuerdos nazis.
Al cabo de un momento me di cuenta de que Yara también lo había visto; la dejé en la calle y entré con tanta curiosidad por saber qué clase de persona podía vender ese material como por quién podía comprarlo.
En el interior había expositores de cristal con pistolas Luger y Walther P-38, cruces de hierro, galones del Partido Nazi, placas de identificación de la Gestapo y navajas de las SS, así como ejemplares del periódico Der Stürmer envueltos en celofán, como si fueran camisas recién salidas de la lavandería. Había también un maniquí con el uniforme de capitán de las SS que, no sé por qué, parecía de prestado. Entre dos banderas nazis, atendía el mostrador un hombre más bien joven, de barba negra, que no podía parecer menos alemán. Era alto, delgado y cadavérico, como una figura de El Greco.
– ¿Busca algo en particular? -me preguntó.
– Una cruz de hierro, tal vez -le dije.
Eso fue lo que dije, pero no porque me interesase la cruz; lo que me interesaba era él.
Abrió un expositor de cristal y depositó la medalla en el mostrador como si fuera un broche de diamantes de señora o un reloj de calidad.
La miré un rato y le di la vuelta.
– ¿Qué le parece? -me preguntó.
– Es falsa -dije-, una imitación poco lograda. Y otra cosa: el cinturón que cruza la pechera del uniforme del capitán de las SS va en sentido contrario. Una cosa es falsificar y otra muy distinta cometer un error tan elemental como ése.
– ¿Es usted entendido en la materia?
– Creía que en Cuba era ilegal -respondí sin responderle.
– La ley sólo prohíbe fomentar la ideología nazi -dijo-, pero vender recuerdos históricos es legal.
– ¿Quién compra estas cosas?
– Sobre todo los estadounidenses. También los marineros y algunos turistas que sirvieron en los ejércitos europeos y quieren tener el recuerdo que no pudieron coger en su momento. Lo que más buscan es material de las SS. Supongo que es una fascinación morbosa, pero lógica, en cierto modo. De ellos, podría vender todo lo que quisiera. Por ejemplo, las navajas salen como rosquillas, las compran para abrecartas. Por supuesto, coleccionar esta clase de recuerdos no significa que se esté de acuerdo con el nazismo ni con lo que pasó. Sin embargo, pasó y son hechos históricos y, por lo tanto, nada tiene de malo interesarse por estas cosas, hasta el punto de querer poseer algo que casi es un fragmento vivo de esa historia. ¿Por qué habría de parecerme malo? Verá, es que soy polaco. Me llamo Szymon Woytak.
Tendió la mano y le di la mía, floja, sin el menor entusiasmo por él ni por su particular negocio. A través de las lunas del escaparate vi una comparsa de bailarines chinos. Se habían quitado la cabeza de león y estaban haciendo un descanso y fumándose un cigarrillo, como ajenos a los malos espíritus que moraban en el interior del local, porque, de lo contrario, puede que hubiesen entrado por la puerta. Woytak cogió la cruz de hierro que me había sacado de muestra.
– ¿Por qué sabe que es falsa? -preguntó, mirándola minuciosamente.
– Es fácil. Las falsas son de una sola pieza. Las originales tenían al menos tres, soldadas entre sí. Otra forma de saber si de verdad son de hierro es con un imán. Las falsas son de una aleación mala.
– ¿Cómo lo sabe?
– ¡Que cómo lo sé! -le sonreí-. Me dieron una baratija de ésas una vez, cuando la guerra -dije-, pero la verdad es que todo es falso. Todo. Todo lo que hay aquí -dije, refiriéndome a la tienda-, hasta las ideas que representan estos objetos ridículos. No son más que una aleación mala para engañar a la gente. Una falsificación estúpida que no habría engañado a nadie si nadie hubiese estado dispuesto a creérsela. Todo el mundo sabía que era mentira, desde luego, pero estaban desesperados por creer que no. Se les olvidó que Adolf Hitler era un gran lobo feroz, por mucho que le gustase besar a los niños pequeños. Porque eso es lo que era… y peor, mucho peor. Eso es historia, señor Woytak, auténtica historia de Alemania, y no esta… esta ridícula tienda de recuerdos.
Me llevé a Yara a casa y pasé el resto del día en el taller, un poco angustiado. Sin embargo, no se debía a lo que había visto en el establecimiento de Szymon Woytak. Eso era porque estábamos en La Habana, nada más; con dinero, allí se podía comprar cualquier cosa. Cualquier cosa, todas las cosas. No, lo que me angustiaba me tocaba más de cerca. La casa de Ernest Hemingway, por lo menos.
Dinah, la hija de Noreen.
Quería apreciarla, pero no podía. Me resultaba muy difícil. Me asombraba lo terca que era y lo consentida que estaba. La terquedad podía pasar, seguramente la superaría, como la mayoría, pero, para dejar de ser la mocosa malcriada que era, iba a necesitar un par de bofetones bien dados. Era una lástima que Nick y Noreen Charalambides se hubiesen divorciado cuando ella era tan pequeña. Seguramente le habría faltado la disciplina paterna en la infancia. Tal vez fuera eso lo que de verdad la empujaba a casarse con un hombre que le doblaba la edad. Muchas jóvenes se casaban con un hombre que pudiese sustituir a su padre. O quizá pretendiera vengarse de su madre por haber dejado a su padre. Eso también les pasaba a muchas jóvenes. Puede que fueran ambas cosas. E incluso que me equivocase completamente, porque yo no había tenido hijos.
Me alegré de estar en el taller, es un lugar donde no cabe la palabra «puede». Cuando se maneja un torno para cortar un trozo de metal, la palabra apropiada es «exacto». No me faltaba paciencia para trabajar con el metal. Era fácil. Criar a un hijo debía de ser mucho más difícil.