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– Una reunión fantástica, ¿verdad? Me he dado cuenta de que casi siempre estoy lejos de mis tropas y debo poner remedio. Tengo que pedirle un favor relacionado con eso.

Ed tenía una cita esa noche con una periodista que debía redactar un artículo sobre él en un diario local. Por una vez, sacrificaría sus deberes para con la prensa en favor de las necesidades de sus fieles colaboradores. Acababa de invitar a cenar al jefe de desarrollo, al responsable de marketing y a los cuatro directores de la red comercial. Debido a su pequeño altercado con Antonio, prefería no informar a su socio de su iniciativa y dejarlo disfrutar de una auténtica noche de descanso que a todas luces necesitaba. Si Lucas tenía la amabilidad de ocuparse de la entrevista por él, le haría un inestimable favor, y además, los elogios de un tercero siempre resultaban más convincentes. Ed contaba con la eficiencia de su nuevo consejero, al que animó dándole una amistosa palmada en el hombro. La mesa estaba reservada para las nueve de la noche en Simbad, una marisquería de Fisherman's Wharf: un marco con un toque de romanticismo, unos cangrejos deliciosos, una cuenta respetable… El artículo tendría que ser elocuente.

Después de haberse ocupado del traslado de Mathilde, Zofia regresó al Memorial, pero esta vez con otro propósito. Entró en el pabellón número tres y subió a la tercera planta.

El servicio de pediatría estaba, como de costumbre, atestado. En cuanto el pequeño Thomas reconoció sus pasos al fondo del pasillo, todo su rostro se iluminó. Para él, los martes y los viernes eran días sin sombra de tristeza. Zofia le acarició una mejilla, se sentó en el borde de la cama, depositó un beso en su mano y sopló hacia él para enviárselo (era un gesto de complicidad entre ambos). Luego reanudó la lectura a partir de la página doblada. Nadie podía tocar el libro que ella guardaba en el cajón de la mesilla de noche al final de todas sus visitas. Thomas lo vigilaba como si se tratara de un tesoro. Ni siquiera él se permitía leer una sola palabra en su ausencia. El chiquillo de cabeza calva conocía mejor que nadie el valor del instante mágico. Tan sólo Zofia podía contarle ese cuento. Nadie confiscaría un minuto de las historias fantásticas del conejo Teodoro. Ella, con su entonación, hacía que cada línea fuera preciosa. De vez en cuando, se levantaba y recorría la habitación de un lado a otro; cada una de sus zancadas, que acompañaba con amplios movimientos de brazos y gestos de la cara, provocaba inmediatamente la risa incontenible del niño. Durante la maravillosa hora en que los personajes se materializaban en su habitación, la vida reconquistaba sus derechos. Incluso cuando abría los ojos, Thomas olvidaba las paredes, su miedo y el dolor.

Zofia cerró el libro, lo guardó en su sitio y miró a Thomas, que tenía el entrecejo fruncido.

– ¿Te has puesto serio de golpe?

– No -contestó el niño.

– ¿Hay algo en el cuento que no hayas entendido?

– Sí.

– ¿Qué? -preguntó ella, tomándolo de la mano.

– ¿Por qué me lo cuentas?

Zofia no encontró las palabras adecuadas para formular su respuesta y Thomas sonrió.

– Yo lo sé -dijo.

– Pues dímelo.

El niño se sonrojó.

– Porque me quieres -murmuró, pasando los dedos sobre la sábana de algodón.

Las mejillas de Zofia se tiñeron también de rojo.

– Tienes razón, era justo ésa la palabra que buscaba -dijo en voz baja.

– ¿Por qué los adultos no dicen siempre la verdad?

– Porque a veces les da miedo, creo.

– Pero tú no eres como ellos, ¿a que no?

– Digamos que lo intento, Thomas.

Zofia le levantó la barbilla al niño y lo besó. El se echó en sus brazos y la estrechó con fuerza. Tras esta cariñosa despedida, Zofia se dirigió hacia la puerta, pero Thomas la llamó.

– ¿Voy a morirme?

Thomas la miraba fijamente. Zofia escrutó largamente la profunda mirada del niño.

– Tal vez.

– Si tú estás aquí, no, así que hasta el viernes -dijo el niño.

– Hasta el viernes -contestó Zofia, soplando para enviarle el beso depositado en la palma de su mano.

Tomó el camino de los muelles para ir a controlar el buen desarrollo de la descarga de un barco. Se acercó a una pila de bastidores de carga; un detalle había atraído su atención. Se arrodilló para mirar el precinto sanitario que garantizaba el mantenimiento de la cadena de frío. El indicador se había ennegrecido. Zofia empuñó de inmediato el walkie-talkie y buscó el quinto canal. La oficina de servicios sanitarios no respondió a su llamada. El camión refrigerado que esperaba junto al buque no tardaría en llevar la mercancía en mal estado a los numerosos restaurantes de la ciudad. Tenía que encontrar una solución cuanto antes. Cambió al tercer canal.

– Manca, soy Zofia, ¿dónde está?

El aparato crepitó.

– En la atalaya -dijo Manca-, y hace un tiempo espléndido, por si tiene alguna duda al respecto. ¡Casi puedo ver la costa china!

– El Vasco de Gama está descargando, ¿puede reunirse conmigo enseguida?

– ¿Hay algún problema?

– Preferiría hablar del asunto aquí -contestó antes de cortar la comunicación.

Esperó a Manca al pie de la grúa que transportaba las cajas desde el barco hasta tierra firme. Éste llegó unos minutos después, al volante de un Fenwick.

– Bien, ¿qué puedo hacer por usted? -preguntó Manca.

– De esa grúa cuelgan diez cajas de gambas incomestibles.

– ¿Y?

– Los del servicio sanitario no están aquí, como puede ver, y no consigo localizarlos.

– Yo tengo dos perros y un hámster en casa, y aun así no soy veterinario. Vamos a ver, ¿qué sabe usted de crustáceos?

Zofia le mostró el indicador.

– ¡Las gambas no tienen secretos para mí! Si no nos ocupamos de esto, no va a ser nada aconsejable ir esta noche a un restaurante…

– Sí, vale, pero ¿qué quiere que haga yo, aparte de comerme un bistec en casa?

– Ni para los niños comer mañana en el colegio…

No era una frase inocente. Manca no soportaba que se le tocara un pelo a ningún niño; para él, los niños eran sagrados. La miró unos instantes frotándose la barbilla.

– ¡Está bien, de acuerdo! -dijo, apoderándose del emisor de Zofia.

Cambió la frecuencia para establecer contacto con el hombre que manejaba la grúa.

– ¡Samy, colócate sobre el mar!

– ¿Eres tú, Manca? Voy cargado con trescientos kilos. ¿Puedes esperar?

– ¡No!

La pluma giró poco a poco, arrastrando la carga en un lento balanceo, y se detuvo sobre el agua.

– ¡Bien! -dijo Manca-. Ahora voy a pasarte a la oficial de seguridad, que acaba de descubrir un gran defecto en tu estiba. Va a ordenarte que la sueltes de inmediato para que no corras ningún peligro, y tú la obedecerás a la misma velocidad porque su oficio es hacer este tipo de cosas.

Le tendió a Zofia el aparato sonriendo de oreja a oreja. Zofia vaciló y carraspeó antes de transmitir la orden. Se oyó un ruido seco y el gancho se abrió. La carga de crustáceos se hundió en las aguas del puerto. Manca volvió a montar en el Fenwick. Al arrancar, olvidó que había puesto la marcha atrás y derribó las cajas que había en el suelo. Se detuvo a la altura de Zofia.

– Si esta noche los peces se ponen enfermos, es cosa suya, yo no quiero saber nada del asunto. ¡Y de los papeles del seguro tampoco!

Acto seguido, el tractor avanzó sobre el asfalto sin hacer ruido.

La tarde tocaba a su fin. Zofia cruzó la ciudad; la panadería donde hacían los mostachones preferidos de Mathilde estaba en el extremo norte de Richmond con la calle Cuarenta y cinco. Aprovechó la ocasión para hacer algunas compras.

Zofia llegó a casa una hora más tarde, cargada, y subió al primer piso. Empujó la puerta con un pie; apenas veía lo que tenía delante y pasó directamente detrás de la barra de la cocina. Resopló al dejar las bolsas de papel marrón sobre la encimera de madera y levantó la cabeza: Reina y Mathilde la miraban con una expresión más que extraña.

– ¿Puedo saber de qué os reís? -preguntó Zofia.

– ¡No nos reímos! -repuso Mathilde.

– Todavía no…, pero viendo vuestras caras, apuesto lo que sea a que no vais a tardar.

– ¡Te han mandado flores! -susurró Reina con los labios apretados.

Zofia miró primero a una y luego a la otra.

– Reina las ha puesto en el cuarto de baño -dijo Mathilde.

– ¿Por qué en el cuarto de baño? -preguntó Zofia, recelosa.

– ¡Por la humedad, supongo! -contestó Mathilde, risueña.

Zofia apartó la cortina de la ducha y oyó a Reina añadir:

– ¡Esa clase de vegetal necesita mucha agua!

Se hizo el silencio en las dos estancias. Cuando Zofia preguntó quién había tenido la delicadeza de enviarle un nenúfar, en el salón estalló la risa de Reina, a la que no tardó en seguir la de Mathilde. Reina pudo contenerse lo suficiente para decir que sobre el lavabo había una tarjeta. Zofia, dubitativa, abrió el sobre: «Sintiéndolo mucho, un enojoso compromiso profesional me obliga a aplazar nuestra cena. La espero a las siete y media en el bar del embarcadero Hyatt para pedirle perdón y tomar el aperitivo. No falte, su compañía me resulta indispensable».

La nota estaba firmada por Lucas. Zofia la arrugó y la tiró a la papelera. Luego regresó al salón.

– Bueno, ¿quién es? -preguntó Mathilde, secándose los ojos.