Zofia se acercó al armario y lo abrió enérgicamente. Se puso un cárdigan, recogió las llaves de la mesita de la entrada y, antes de salir, se volvió para decirles a Reina y a Mathilde que estaba encantada de que se hubieran conocido. Sobre la barra había ingredientes para preparar una cena. Ella tenía trabajo y volvería tarde. Hizo una reverencia forzada y desapareció. Mathilde y Reina oyeron subir un glacial «buenas noches» por el hueco de la escalera justo antes de que la puerta de entrada se cerrara. El ruido del motor del Ford se desvaneció unos segundos más tarde. Mathilde miró a Reina sin ocultar la amplia sonrisa en la comisura de los labios.
– ¿Cree que está molesta?
– ¿A ti te han mandado alguna vez un nenúfar?
Reina se enjugó el rabillo del ojo.
Zofia conducía con brusquedad. Encendió la radio y masculló:
– Pero bueno, ¿me ha tomado por una rana o qué?
En el cruce de la Tercera Avenida, dio un volantazo al tiempo que tocaba inopinadamente el claxon. Delante de su parabrisas, un peatón señaló con un ademán grosero que todavía tenía el semáforo en rojo. Zofia asomó la cabeza por la ventanilla y le gritó:
– ¡Lo siento! ¡Los batracios son daltónicos!
Condujo deprisa en dirección a los muelles.
– Un enojoso compromiso… -barbotó-. Pero ¿quién se cree que es?
Cuando Zofia llegó al muelle 80, el vigilante salió de la garita. Tenía un mensaje de parte de Manca: quería verla urgentemente. Ella miró el reloj y se dirigió al despacho de los capataces. Al entrar, comprendió enseguida por la cara de Manca que había habido un accidente; éste le confirmó que un cargador llamado Gómez se había caído. La causa de la caída era, probablemente, una escala defectuosa. La carga suelta que había en la cala apenas había amortiguado el golpe; el hombre había sido trasladado al hospital en un estado lamentable. Las causas del accidente habían provocado la cólera de sus compañeros. Zofia no estaba de servicio en el momento de la desgracia, pero eso no hacía que se sintiera menos responsable. Desde que se había producido la tragedia, la tensión no había cesado de aumentar, y entre los muelles 96 y 80 ya circulaban rumores de huelga. Para calmar los ánimos, Manca había prometido que haría inmovilizar el barco en el muelle. Si la investigación confirmaba las sospechas, el sindicato se personaría como acusación particular contra el armador. Mientras tanto, para debatir la pertinencia de una huelga, Manca había invitado a cenar esa noche a los tres jefes de sección de la Unión de Cargadores. Con semblante grave, Manca escribió la dirección del restaurante en un pedazo de papel que arrancó del bloc de notas.
– Estaría bien que vinieses. He hecho la reserva para las nueve.
Le tendió el papel a Zofia y ésta se despidió de él.
El viento frío que soplaba en los muelles le azotaba las mejillas. Se llenó los pulmones de aire helado y lo soltó lentamente. Una gaviota se posó sobre una amarra que chirriaba al estirarse. El pájaro inclinó la cabeza y clavó los ojos en Zofia.
– ¿Eres tú, Gabriel? -preguntó ella con voz tímida.
La gaviota levantó el vuelo profiriendo un fuerte graznido.
– No, no eras tú…
Mientras caminaba junto al agua, experimentó una sensación que no conocía, como si un velo de tristeza se mezclara con el rocío.
– ¿Algún problema?
La voz de Jules la sobresaltó.
– No lo había oído llegar.
– Yo sí que te he oído a ti -dijo el hombre, acercándose a ella-. ¿Qué haces aquí a estas horas? Ya no estás de servicio.
– He venido a meditar sobre un día que ha ido de mal en peor.
– No te fíes de las apariencias, ya sabes que suelen ser engañosas.
Zofia se encogió de hombros y se sentó en el primer peldaño de la escalera de piedra que descendía hacia el agua. Jules se instaló a su lado.
– ¿Le duele la pierna? -preguntó la joven.
– ¡Olvídate de mi pierna, haz el favor! A ver, ¿qué es lo que va mal?
– Creo que estoy cansada.
– Tú nunca estás cansada… Te escucho.
– No sé qué me pasa, Jules…, me siento…, no sé, un poco harta…
– ¡Acabáramos!
– ¿Por qué dice eso?
– Por nada, por decir algo. ¿Y cuál es la causa de esta repentina «depre»?
– No tengo ni idea.
– Sí, uno nunca nota cómo avanza esa sensación. Se presenta de repente y un buen día, no se sabe cómo, desaparece.
Jules intentó levantarse. Zofia le tendió la mano para ayudarlo a que se apoyara en ella. Él gimió al incorporarse.
– Son las siete y cuarto…, creo que debes irte.
– ¿Por qué dice eso?
– ¡Para de repetir la misma pregunta! Digamos que porque es tarde. Buenas noches, Zofia.
Jules se alejó sin cojear. Antes de meterse bajo su arco, se volvió y le preguntó:
– ¿Tu «depre» tiene el cabello rubio o moreno?
A continuación desapareció en la penumbra, dejándola sola en el aparcamiento.
El primer intento de poner en marcha el Ford no dejaba lugar para la esperanza: los faros apenas iluminaron la proa del barco. El arranque hizo más o menos el mismo ruido que si alguien hubiera removido un puré de patata con la mano. Zofia salió, cerró de un portazo y se encaminó hacia la garita.
– ¡Mierda! -exclamó, subiéndose el cuello de la chaqueta.
Un cuarto de hora más tarde, un taxi la dejó al pie del embarcadero Center. Zofia subió corriendo la escalera mecánica que desembocaba en el gran patio del complejo hotelero. Allí montó en el ascensor que subía de un tirón hasta el último piso.
El bar panorámico giraba lentamente sobre un eje. En media hora se podían admirar la isla de Alcatraz al este, el puente Bay al sur y los barrios financieros y sus torres magistrales al oeste. La mirada de Zofia habría apreciado también el majestuoso Golden Gate, que unía las verdes tierras del Presidio a los acantilados alfombrados de menta que caían en vertical sobre Sausalito…, si hubiera estado sentada frente a la cristalera, pero Lucas había ocupado el sitio bueno.
Cerró la carta de cócteles y llamó al camarero con un chasquido de dedos. Zofia agachó la cabeza. Lucas escupió en su mano el hueso que estaba chupando meticulosamente con la lengua.
– Los precios aquí son demenciales, pero debo reconocer que la vista es excepcional -dijo, metiéndose en la boca otra aceituna.
– Sí, tiene razón, la vista es bastante bonita -dijo Zofia-. Creo que hasta puedo intuir un pedazo del Golden Gate en el trocito de espejo que tengo enfrente. A no ser que sea el reflejo de la puerta de los lavabos, que también es roja.
Lucas sacó la lengua y bizqueó al tratar de mirar la punta, tomó el hueso limpio, lo dejó en el cuenco y concluyó:
– De todas formas, está oscuro, ¿no?
Con mano trémula, el camarero dejó sobre la mesa un Dry Martini y dos cócteles de cangrejo y se alejó a paso vivo.
– ¿No le parece que está un poco tenso? -preguntó Zofia.
Lucas había tenido que esperar diez minutos para sentarse a esa mesa y había reconvenido al camarero.
– Con estos precios se puede ser exigente, ¡créame!
– Deduzco que tiene usted una tarjeta de crédito platino -le soltó Zofia sin más.
– ¡Por supuesto! ¿Cómo lo sabe? -preguntó Lucas, sorprendido y encantado a la vez.
– Porque suelen volver arrogante… Créame: las cuentas y el sueldo de los empleados no se miden con el mismo rasero.
– Es una manera de verlo -dijo Lucas, masticando la enésima aceituna.
Después de eso, cuando pidió unas almendras…, otra copa…, una servilleta limpia…, se esforzó en mascullar un gracias que parecía realmente quemarle la garganta. Zofia manifestó su preocupación por el problema que tenía y él rompió a reír escandalosamente. Todo iba sobre ruedas y se alegraba muchísimo de haberla conocido. Diecisiete aceitunas más tarde, pagó la cuenta sin dejar propina. Al salir del local, Zofia puso discretamente un billete de cinco dólares en la mano del botones que había ido a buscar el coche de Lucas.
– ¿La llevo? -dijo Lucas.
– No, gracias, tomaré un taxi.
Con un gesto amplio, Lucas abrió la portezuela del lado del pasajero.
– Suba, la llevo.
El descapotable circulaba deprisa. Lucas hizo rugir el motor e introdujo un disco compacto en el lector del salpicadero. Con una amplia sonrisa en los labios, sacó una tarjeta de crédito platino del bolsillo y la agitó entre el índice y el pulgar.
– ¡Reconocerá que no sólo tienen defectos!
Zofia lo observó unos segundos. A la velocidad del rayo, le quitó el pedazo de plástico plateado de los dedos y lo arrojó por encima de la puerta.
– ¡Al parecer, hasta te hacen una nueva en veinticuatro horas!
El coche frenó bruscamente con un chirrido de neumáticos y Lucas se echó a reír.
– ¡En una mujer, el sentido del humor es irresistible!
Cuando el coche se detuvo delante de la parada de taxis, Zofia hizo girar la llave de contacto para detener el ruido ensordecedor del motor. Bajó y cerró con delicadeza la portezuela.
– ¿Está segura de que no quiere que la acompañe a su casa? -preguntó Lucas.
– Se lo agradezco, pero he quedado. Lo que sí quisiera es pedirle un pequeño favor.
– Délo por hecho.
Zofia se inclinó sobre la ventanilla de Lucas.
– ¿Podría esperar hasta que haya girado la esquina para volver a poner en marcha su supercortadora de césped?