– ¡No lo toques! Estás mojada.
Mathilde se puso a leer en voz alta las primeras líneas del artículo, publicado a dos columnas, que llevaba por título LA VERDADERA ASCENSIÓN DEL GRUPO A amp;H, un auténtico panegírico de Ed Heurt en el que la periodista elogiaba en treinta líneas la carrera de quien indiscutiblemente había contribuido al formidable auge económico de la región. El texto terminaba diciendo que la pequeña sociedad de los años cincuenta, convertida en un gigantesco grupo, en la actualidad reposaba totalmente sobre sus hombros.
Zofia consiguió apoderarse del diario y acabó de leer la crónica encabezada por una pequeña foto en color y firmada por Amy Steven. Luego lo dobló sin poder reprimir una sonrisa.
– Es rubia -dijo.
– ¿Vais a volver a veros?
– He aceptado comer con él.
– ¿Cuándo?
– El martes.
– ¿A qué hora?
Lucas pasaría a buscarla hacia las doce, respondió Zofia. Mathilde señaló entonces con el dedo la puerta del cuarto de baño, meneando la cabeza.
– O sea, dentro de dos horas.
– ¿Estamos a martes? -preguntó Zofia, recogiendo apresuradamente sus cosas.
– Eso es lo que pone en el periódico.
Zofia salió de la habitación unos minutos más tarde. Llevaba unos vaqueros y un jersey de malla gruesa, y se presentó delante de su amiga buscando, sin confesarlo, un cumplido. Mathilde le echó un vistazo y volvió a sumergirse en la lectura.
– ¿Qué falla? ¿No hacen juego los colores? Son los vaqueros, ¿no? -preguntó Zofia.
– Hablaremos de eso cuando te hayas enjugado el pelo -dijo Mathilde, hojeando las páginas de la programación televisiva.
Zofia se miró en el espejo colgado sobre la chimenea. Se quitó la ropa y volvió a entrar, con la cabeza gacha, en el cuarto de baño.
– Es la primera vez que te veo preocupada por cómo vas vestida… Intenta decirme que no te gusta, que no es tu tipo, que es demasiado «grave»… Sólo para ver cómo lo dices… -añadió Mathilde.
Unos suaves golpes en la puerta precedieron la entrada de Reina. Iba cargada con un cesto de verduras y una caja de cartón con un lazo que delataba su dulce contenido.
– Parece que el tiempo está hoy muy indeciso -dijo, colocando las pastas en un plato.
– Parece que no es el único -contestó Mathilde.
Reina se volvió cuando Zofia salió del cuarto de baño, esta vez con el pelo muy ahuecado. Terminó de abrocharse los pantalones y se ató los cordones de las zapatillas de deporte.
– ¿Vas a salir? -preguntó Reina.
– He quedado para comer -respondió Zofia, dándole un beso en la mejilla.
– Yo le haré compañía a Mathilde, si me acepta. Y aunque se aburra conmigo, también, porque yo me aburro todavía más que ella sola ahí abajo.
En la calle sonaron varios toques de claxon. Mathilde se asomó a la ventana.
– Es martes, confirmado -dijo.
– ¿Es él? -preguntó Zofia sin acercarse a la ventana.
– ¡No, es Federal Express! Ahora entregan los paquetes en Porsche descapotable. Desde que reclutaron a Tom Hanks, no se arredran ante nada.
El timbre sonó dos veces. Zofia besó a Reina y a Mathilde, salió de la habitación y bajó deprisa la escalera.
Lucas, sentado ante el volante, se quitó las gafas de sol y le dedicó una generosa sonrisa. En cuanto Zofia cerró su puerta, el descapotable se lanzó hacia las colinas de Pacific Heights. El coche entró en Presidio Park, lo atravesó y tomó la carretera que conducía al Golden Gate. Al otro lado de la bahía, las colinas de Tiburón emergían con dificultad de la bruma.
– ¡Voy a llevarla a comer a la orilla del mar! -gritó Lucas-. ¡Los mejores cangrejos de la región! Le gustan los cangrejos, ¿verdad?
Zofia, por educación, asintió. La ventaja de no necesitar alimentarse es que uno puede elegir sin ninguna dificultad lo que no va a comer.
Soplaba un aire cálido, el asfalto desfilaba en un trazo continuo bajo las ruedas del coche y la música que sonaba por la radio era deliciosa. El instante presente lo tenía todo para ser un momento de felicidad que sólo había que compartir. El coche salió de la carretera principal para adentrarse en una más pequeña, con curvas, que conducía hasta el puerto pesquero de Sausalito. Lucas estacionó en el aparcamiento que había frente al espigón. Rodeó el vehículo y le abrió la puerta a Zofia.
– Si tiene la bondad de acompañarme…
Le tendió el brazo y la ayudó a bajar. Caminaron por la acera que bordeaba el mar. Al otro lado de la calle, un magnífico golden retriever con el pelaje de color arena llevaba de la correa a su amo. Al pasar a su altura, el hombre miró a Zofia y se dio de narices contra una farola.
Ella hizo ademán de cruzar para ayudarlo, pero Lucas la retuvo por el brazo: ese tipo de perro estaba especializado en salvamentos. La arrastró hasta el interior del establecimiento. La camarera los acompañó a una mesa de la terraza y anotó dos menús. Lucas invitó a Zofia a sentarse en la silla que quedaba de cara al mar y pidió un vino blanco de aguja. Ella separó un trocito de pan para echárselo a una gaviota que la miraba desde la barandilla. El pájaro atrapó el pan al vuelo, echó a volar y cruzó la bahía con un amplio batir de alas.
A unos kilómetros de allí, en la otra orilla, Jules recorría los muelles. Se acercó al borde del agua y le dio una patada a una piedra, que rebotó siete veces antes de hundirse. Se metió las manos en los bolsillos de su viejo pantalón de tweed y miró la línea de la orilla opuesta, que se recortaba en el agua. Tenía una expresión tan turbia como el mar, y su estado de ánimo estaba igual de agitado. El coche del inspector Pilguez, que subía desde el Fisher's Deli hacia la ciudad con la sirena puesta, lo sacó de sus cavilaciones. Una riña había acabado en un grave disturbio en Chinatown y estaban llamando a todas las unidades para que acudieran como refuerzo. Jules frunció el entrecejo y regresó mascullando bajo su arco. Sentado sobre una caja de madera, reflexionó: algo lo contrariaba. Una hoja de periódico transportada por el viento se posó sobre un charco, justo delante de él. Se empapó de agua y, poco a poco, apareció la foto de Lucas reproducida en el reverso. A Jules no le gustó nada el escalofrío que acababa de recorrerle la espalda.
La camarera dejó en la mesa una marmita humeante de la que sobresalían pinzas de cangrejo. Lucas sirvió a Zofia y echó un vistazo a los baberos que acompañaban el lavafrutas. Le ofreció uno, pero ella lo rechazó. Lucas también renunció a atarse uno alrededor del cuello.
– Tengo que reconocer que no es un complemento que siente muy bien. ¿No come? -preguntó.
– No, creo que no.
– ¡Es vegetariana!
– La idea de comer animales siempre me ha resultado un poco rara.
– Forma parte del orden de las cosas, no tiene nada de raro.
– ¡Un poco sí!
– Todas las criaturas de la Tierra se comen a otras para sobrevivir.
– Sí, pero a mí los cangrejos no me han hecho nada. Lo siento -dijo, apartando el plato, que a todas luces le repugnaba.
– Está equivocada. Así es como la naturaleza quiere que sea. Si las arañas no se alimentaran de insectos, los insectos se nos comerían a nosotros.
– Exacto, y los cangrejos son como arañas grandes, así que hay que dejarlos tranquilos.
Lucas se volvió y llamó a la camarera. Pidió la carta de postres e indicó, muy cortésmente, que habían terminado.
– No pretendo impedirle comer a usted -dijo Zofia, poniéndose colorada.
– ¡Ha hecho que me solidarice con la causa del crustáceo!
Lucas abrió la carta y señaló con el dedo una tarta de chocolate.
– Con esto creo que sólo nos haremos daño a nosotros mismos. ¡Debe de tener mil calorías como mínimo!
Zofia, deseosa de poner a prueba lo acertado de su intuición sobre los Ángeles Verificadores, interrogó sobre sus verdaderas funciones a Lucas, que eludió responder. Había otros asuntos más interesantes que le apetecía compartir con ella; para empezar, qué hacía aparte de velar por la seguridad del puerto mercante. ¿A qué dedicaba su tiempo libre? La expresión «tiempo libre», dijo ella, le resultaba desconocida. Aparte de las horas que pasaba en los muelles, trabajaba en varias asociaciones, enseñaba en el instituto para personas con trastornos de visión y se ocupaba de ancianos y niños hospitalizados. Le gustaba su compañía, algo mágico los unía. Los niños y los ancianos veían lo que muchos hombres ignoraban: el tiempo perdido siendo adultos. Para ella, las arrugas de la vejez formaban la escritura más bella de la vida, aquella en la que los niños aprendían a leer sus sueños.
Lucas la miró, fascinado.
– ¿De verdad hace todo eso?
– Sí.
– Pero ¿por qué?
Zofia no respondió. Lucas bebió el último sorbo de café simulando aplomo y pidió otro. Se lo tomó con toda la calma del mundo, sin importarle si se enfriaba ni si el cielo gris se oscurecía todavía más. Hubiera querido que aquella conversación no se acabara, por lo menos aún no. Le propuso a Zofia dar un paseo por la orilla del mar. Ella se subió el cuello del jersey y se levantó. Le dio las gracias por la tarta; era la primera vez que probaba el chocolate y había descubierto que tenía un sabor increíble. Lucas le dijo que estaba convencido de que se burlaba de él, pero, por la expresión alegre que le dirigió la joven, supo que no le mentía. Otra cosa lo desconcertó todavía más; en ese preciso instante, Lucas leyó algo increíble en el fondo de los ojos de Zofia: no mentía nunca. Por primera vez, lo asaltó la duda y se quedó boquiabierto.