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– ¡Más de una! -repuso Zofia-. ¡Frena, no se ve casi nada!

– Me encantaría -contestó Lucas pisando el pedal, que no oponía ninguna resistencia.

Aunque había levantado el pie del acelerador, el coche había alcanzado tal velocidad que no se detendría antes del final del túnel, donde se cruzaban cinco avenidas. Eso no implicaba ninguna consecuencia para él, sabía que era invencible, pero volvió la cabeza y miró a Zofia. En una fracción de segundo, apretó el volante con todas sus fuerzas y gritó:

– ¡Agárrate!

Con mano firme, desvió el vehículo hacia la pared hasta tocar el bordillo; grandes haces de chispas saltaron junto a la ventanilla. Sonaron dos detonaciones: acababan de reventarse los neumáticos. El coche dio una serie de bandazos antes de atravesarse en la calzada. La rejilla del radiador chocó contra el raíl de segundad, el eje trasero se levantó y el vehículo comenzó a dar vueltas de campana. El Buick acabó con el techo en el suelo, deslizándose inexorablemente hacia la salida del túnel. Zofia apretó los puños y el coche se quedó por fin inmóvil a tan sólo unos metros del cruce. Incluso cabeza abajo, a Lucas le bastó mirar a Zofia para saber que estaba indemne.

– ¿No te has hecho nada? -le preguntó ella.

– ¿Estás de broma? -repuso él, sacudiéndose el polvo.

– Esto es lo que se llama una reacción en cadena -dijo Zofia, contorsionándose para colocarse en una postura menos incómoda.

– Probablemente, así que salgamos de aquí antes de que el próximo eslabón nos caiga encima -contestó Lucas, dando una patada a la puerta para abrirla.

Rodeó la carcasa humeante para ayudar a Zofia a salir. En cuanto ella estuvo en pie, la agarró de la mano y se la llevó corriendo. Los dos se escabulleron a toda prisa hacia el centro del barrio chino.

– ¿Por qué corremos tanto? -preguntó Zofia. Lucas continuó sin decir nada-. ¿Puedo al menos recuperar mi mano? -dijo ella, jadeando.

Lucas la soltó y se detuvo ante una calleja iluminada por unas débiles luces.

– Entremos ahí -dijo, señalando un pequeño restaurante-. Estaremos menos expuestos.

– ¿Expuestos a qué? ¿Qué pasa? Pareces un zorro al acecho perseguido por una jauría de perros.

– ¡Deprisa! -Lucas abrió la puerta, pero en vista de que Zofia no se movía ni un centímetro, se acercó a ella para arrastrarla hacia el interior. Ella se resistió-. ¡No es el momento! -insistió Lucas, tirándole del brazo.

Zofia, se desasió y lo apartó.

– Acabas de hacer que tengamos un accidente, me obligas a correr a toda velocidad cuando nadie nos persigue, tengo los pulmones que me estallan y no me das ni la más mínima explicación…

– Ven conmigo, no tenemos tiempo de discutir.

– ¿Por qué debo confiar en ti?

Lucas retrocedió hacia el pequeño local. Zofia lo observaba, vacilante, pero acabó por seguirlo. La sala era diminuta; había ocho mesas. Lucas escogió la del fondo, le ofreció una silla a Zofia y se sentó también. No abrió la carta que el anciano vestido con traje tradicional le presentaba; se limitó a pedirle cortésmente, en un mandarín perfecto, una infusión que no figuraba en la carta. El hombre se inclinó antes de dirigirse a la cocina.

– ¡O me explicas lo que pasa, Lucas, o me voy!

– Creo que acabo de recibir una advertencia.

– ¿No ha sido un accidente? ¿De qué quieren advertirte?

– ¡De ti!

– Pero ¿por qué?

Lucas inspiró antes de responder:

– PORQUE LO HABÍAN PREVISTO TODO, SALVO QUE NOS CONOCIÉRAMOS.

Zofia tomó una porción de pan de gamba del pequeño bol de porcelana azul y se lo comió despacio ante la mirada desconcertada de Lucas. Él le sirvió una taza del té humeante que el anciano acababa de dejar sobre la mesa.

– Me gustaría muchísimo creerte, pero ¿qué harías tú en mi lugar?

– Me levantaría ahora mismo y me iría de aquí.

– ¡No irás a empezar otra vez!

– Y preferentemente por la puerta de atrás.

– ¿Y es eso lo que desearías que hiciera?

– Desde luego. Sin volverte bajo ningún pretexto, cuando cuente tres te levantas y cruzamos la cortina. ¡Ya!

La agarró de la muñeca y la arrastró sin miramientos. Después de atravesar la cocina a toda velocidad, golpeó con el hombro la puerta que daba al patio y se abrió paso empujando un contenedor de basura, cuyas ruedas chirriaron. Zofia comprendió por fin lo que ocurría al ver una silueta que se recortaba en la oscuridad. A la sombra de figura humana se sumaba la del arma automática que apuntaba en su dirección. Zofia tuvo unos segundos para constatar con una rápida mirada que tres paredes los cercaban, antes de que cinco detonaciones desgarraran el silencio.

Lucas se abalanzó sobre ella para cubrirla con su cuerpo. Zofia intentó apartarlo, pero él la inmovilizó contra la pared.

El primer disparo le dio en un muslo; el segundo le rozó la pelvis e hizo que se le doblaran las rodillas, pero se recuperó enseguida; el tercer impacto rebotó en sus costillas, produciéndole un dolor sorprendente; el cuarto proyectil hizo lo mismo contra la columna vertebral; Lucas se quedó sin respiración y le costó recobrarla. Cuando el quinto proyectil lo alcanzó, fue como si una llama le quemara la carne; la quinta bala era la primera que penetraba en su cuerpo…, bajo el hombro izquierdo.

El agresor huyó inmediatamente después de haber cometido el crimen. Cuando el eco de las detonaciones se apagó, sólo quedó la respiración de Zofia para turbar el silencio. La joven estrechaba entre sus brazos a Lucas, cuya cabeza descansaba en su hombro. Él tenía los ojos cerrados y parecía sonreírle aún.

– Lucas… -le susurró al oído, acunando su cuerpo inerte. En vista de que no respondía, lo sacudió un poco más fuerte.

– ¡Lucas, no hagas el tonto, abre los ojos! El parecía dormir con la misma placidez que un niño abandonado al sueño. Y cuanto más invadía el miedo a Zofia, más fuerte lo abrazaba. Cuando una lágrima empezó a correrle por la mejilla, sintió que una fuerza inaudita le oprimía el pecho y se sobresaltó.

– Esto no podía sucedemos, somos…

– ¿Invencibles?… ¿Inmortales? ¡Sí! Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes, ¿verdad? -dijo Lucas en un tono casi jovial mientras se enderezaba.

Zofia, lo miró, incapaz de comprender el estado de ánimo que la invadía. Lucas acercó lentamente el rostro al suyo; ella se resistió hasta que los labios de él rozaron los suyos en un beso de sabor opiáceo. Zofia retrocedió y se miró la palma enrojecida de la mano.

– Entonces, ¿por qué sangras?

Lucas siguió el hilillo rojo que le corría por el brazo.

– ¡Es absolutamente imposible! ¡Esto tampoco estaba previsto! -dijo.

Luego se desvaneció.

Zofia lo sostuvo entre sus brazos.

– ¿Qué nos está pasando? -preguntó Lucas cuando volvió en sí.

– En lo que a mí respecta, es bastante complicado. En lo que respecta a ti, creo que una bala te ha atravesado el hombro.

– ¡Me duele!

– Tal vez te parezca ilógico, pero es normal. Tenemos que ir al hospital.

– ¡Ni hablar!

– Lucas, no poseo ningún conocimiento médico en demonología, pero yo diría que tienes sangre y que estás perdiéndola.

– Conozco a alguien en la otra punta de la ciudad que puede coserme la herida -dijo, apretándose el hombro.

– Yo también conozco a alguien, y tú vas a acompañarme sin discutir, porque la noche ya ha sido bastante agitada. Creo que he cubierto mi cupo de emociones.

Zofia lo sujetó y lo llevó hacia el callejón. En la entrada vio el cuerpo de su agresor, que yacía inánime bajo un montón de cubos de basura. Zofia miró sorprendida a Lucas.

– Bueno, tengo un mínimo de amor propio -dijo él, pasando de largo.

Pararon un taxi, que diez minutos más tarde los dejó en la puerta de la casa de Zofia. Esta lo guió hacia la escalera de entrada y le indicó con una seña que no hiciera ruido. Abrió la puerta con mil precauciones y subieron la escalera en silencio. Cuando llegaron al descansillo, la puerta de Reina se cerró muy despacio.

Petrificado tras su mesa de trabajo, Blaise apagó la pantalla de control. Las manos le chorreaban y tenía la frente bañada en abundante sudor. Cuando sonó el teléfono, conectó el contestador automático y oyó a Lucifer invitándolo en un tono poco afable al comité de crisis que se celebraría a la hora del ocaso oriental.

– Te conviene llegar puntual, con soluciones y una nueva definición de «¡está todo controlado!» -concluyó el Presidente antes de colgar, furioso.

Se agarró la cabeza entre las manos. Temblando de arriba abajo, descolgó el auricular, que se le escurrió de entre los dedos.

Miguel miraba la pared cubierta de pantallas que tenía enfrente. Descolgó el auricular y marcó el número de la línea directa de Houston. El contestador automático saltó. Se encogió de hombros y consultó el reloj: diez minutos más tarde, el Ariane V saldría de la rampa de lanzamiento en Guayana.

Después de haber instalado a Lucas en su cama, con el hombro apoyado sobre dos gruesas almohadas, Zofia se acercó al armario. Sacó la caja de costura que estaba en el estante superior, escogió una botella de alcohol del botiquín del cuarto de baño y volvió al dormitorio. Se sentó a su lado, destapó la botella y sumergió el hilo de coser en el desinfectante. A continuación trató de enhebrar la aguja. -El zurcido va a ser una carnicería -dijo Lucas sonriendo, burlón-. ¡Estás temblando!