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– ¿Has tenido alguna vez la impresión de que el mundo te abandonaría tras de sí, la sensación de que, al mirar cada rincón de la habitación que ocupas, el espacio mengua, la convicción de que tu ropa se ha quedado vieja durante la noche, de que en cada espejo tu reflejo interpreta el papel de tu miseria sin ningún espectador, sin que ello te produzca ya ninguna sensación de bienestar, porque piensas que nadie te quiere y que tú no quieres a nadie, que toda esa nada no será más que el vacío de tu propia existencia?

Zofia rozó los labios de Lucas con la yema de los dedos.

– No pienses eso.

– Entonces, no me dejes.

– Sólo iba a preparar un café. -Se acercó a él-. No sé si la solución existe, pero la encontraremos -susurró.

– No debo dejar que se me entumezca el hombro. Ve a ducharte, yo me ocuparé del desayuno.

Ella aceptó de buen grado y desapareció. Lucas miró su camisa colgada en la estructura de la cama: tenía una manga manchada de sangre seca y se la arrancó. Se acercó a la ventana, la abrió y contempló los tejados que se extendían a sus pies; en la bahía sonaba la sirena de niebla de un gran carguero, como en respuesta a las campanadas de Grace Cathedral. Hizo una bola con la tela manchada y la arrojó a lo lejos antes de cerrar la ventana. Después dio unos pasos hacia el cuarto de baño y pegó una oreja a la puerta. El ruido del agua lo reconfortó; respiró hondo y salió del dormitorio.

– Voy a hacer café, ¿quieres? -le preguntó a Mathilde.

Ella le mostró la taza de chocolate caliente.

– He dejado los excitantes junto con todo lo demás, pero he oído lo de las creps y me conformaré con el diez por ciento del botín.

– El cinco como máximo -contestó Lucas, pasando al otro lado de la barra-, y sólo si me dices dónde está la cafetera.

– Lucas, anoche oí algunos fragmentos de vuestra conversación y la verdad es que era como para pellizcarse para comprobar si estabas despierta. En la época en que me drogaba, no digo…, en fin, no me habría hecho ninguna pregunta, pero ahora…, bueno, no creo que la aspirina provoque viajes así. ¿De qué hablabais exactamente?

– Habíamos bebido mucho los dos, debimos de decir muchas tonterías. No te preocupes, puedes continuar tomando analgésicos sin miedo a los efectos secundarios.

Mathilde miró la chaqueta que Lucas llevaba el día anterior; estaba colgada del respaldo de una silla y tenía la espalda acribillada de impactos de bala.

– ¿Y siempre que pilláis una tajada os da por dedicaros al tiro de pichón?

– Siempre -respondió él, abriendo la puerta del dormitorio.

– En cualquier caso, el corte es bueno. Lástima que el sastre no le reforzara las hombreras.

– Se lo diré para la próxima vez, confía en mí.

– Confío en ti. Que te siente bien la ducha.

Reina entró en la habitación y, mirando a Mathilde, dejó el periódico y una gran bolsa de pastas sobre la mesa.

– Creo que voy a dedicarme al Bed amp; Breakfast, y que nadie critique mis desayunos porque podría quitarme clientes, nunca se sabe. ¿Se han despertado los tortolitos?

– Están en el dormitorio -dijo Mathilde.

– Cuando le dije que lo contrario de todo es nada, no pensé que se lo tomaría tan al pie de la letra.

– ¡Usted no ha visto al animal con el torso desnudo!

– No, pero a mi edad no hay mucha diferencia entre eso y un chimpancé.

Reina disponía los cruasanes en una fuente al tiempo que miraba, intrigada, la chaqueta de Lucas.

– Diles que procuren no llevarla a la tintorería de la esquina. Soy clienta. Bueno, me vuelvo abajo.

Y sin añadir nada más, salió al rellano.

Zofia y Lucas se sentaron a la mesa para compartir el desayuno en trío. En cuanto Lucas hubo engullido la última pasta, recogieron las cosas e instalaron cómodamente a Mathilde en la cama. Zofia decidió que Lucas la acompañara, y lo primero que tenía que hacer era una visita a los muelles. Descolgó la gabardina del perchero; Lucas dirigió una mirada de asco a la chaqueta, cuyo aspecto era lamentable. Mathilde comentó que una camisa con una sola manga le parecía demasiado original para el barrio adonde iba. Ella tenía una camisa de hombre y se ofrecía a prestársela con la condición de que le prometiera devolvérsela tal como se la había llevado; él le dio las gracias. Unos minutos más tarde, se disponían a salir a la calle cuando la voz de Reina los llamó al orden. Estaba en medio de la entrada con los brazos en jarras y observaba de arriba abajo a Lucas.

– Viéndolo así, hay buenas razones para pensar que es de constitución fuerte, pero así y todo no tiente al demonio exponiéndose a pasar frío. Acompáñeme.

Entró en sus habitaciones y abrió su viejo ropero. La puerta de madera chirrió sobre sus goznes. Reina apartó algunas cosas para sacar una chaqueta colgada de una percha y se la tendió a Lucas.

– Está un poco anticuada, aunque, en mi opinión, el príncipe de Gales no pasará nunca de moda, y además, el tweed abriga mucho.

Ayudó a Lucas a ponerse la americana, que parecía hecha a su medida, y miró a Zofia por el rabillo del ojo.

– No intentes averiguar de quién era, haz el favor. A mi edad, una hace lo que le da la gana con sus recuerdos.

Se dobló en dos y se apoyó en la repisa de la chimenea haciendo una mueca. Zofia se precipitó hacia ella.

– ¿Qué le pasa, Reina?

– Nada grave, un simple dolor de vientre, no tienes por qué alarmarte.

– ¡Está blanca como el papel, y parece agotada!

– Hace diez años que no tomo el sol, y además, a mi edad es inevitable levantarse algunos días cansada, así que no te preocupes.

– ¿No quiere que la lleve a que la vea un médico?

– ¡Sólo me faltaría eso! ¡Los médicos que se queden en su casa, que yo me quedo en la mía! Es la única manera de llevarme bien con ellos.

Les hizo una seña con la mano que significaba «marchaos, marchaos, se nota que los dos tenéis prisa».

Zofia vaciló antes de obedecer.

– Zofia…

– Dime, Reina.

– Ese álbum que tenías tantas ganas de ver, creo que me gustaría enseñártelo. Pero son fotos muy especiales y quisiera que las vieras a la luz del atardecer. Es la que mejor les va.

– Como quiera, Reina.

– Entonces, ven a verme esta tarde a las cinco. Y sé puntual.

– Vendré, se lo prometo.

– Y ahora, marchaos los dos, ya os he entretenido bastante con mis historias de vieja. Lucas, cuide la chaqueta… Apreciaba al hombre que la llevaba más que a nada en el mundo.

Cuando el coche se alejó, Reina dejó caer la cortina de la ventana y masculló mientras arreglaba uno de los ramos que adornaban la mesa:

– Comida, techo…, ¡sólo faltaba la ropa!

Bajaron por la calle California. En el semáforo del cruce con la calle Polk se detuvieron justo al lado del coche del inspector Pilguez. Zofia bajó la ventanilla para saludarlo. El policía estaba escuchando un mensaje que le transmitían por radio.

– No sé qué pasa esta semana, pero todo el mundo se está volviendo loco. Es la quinta pelea seria en Chinatown. Los dejo, que pasen un buen día -dijo, poniéndose en marcha.

El vehículo del policía giró a la izquierda con la sirena en marcha; el suyo se detuvo, diez minutos después, al final del muelle 80. Miraron el viejo carguero que se balanceaba indolentemente en el extremo de las amarras.

– Se me ha ocurrido una idea que quizá pueda evitar lo inevitable -dijo Zofia-: llevarte conmigo.

Lucas la miró, inquieto.

– ¿Adonde?

– Con los míos. Ven conmigo, Lucas.

– ¿Cómo? ¿Por obra y gracia del Espíritu Santo? -repuso Lucas con ironía.

– Cuando uno no quiere seguir trabajando para una empresa, tiene que hacer todo lo contrario de lo que se espera de él. ¡Haz que te despidan!

– ¿Tú has leído mi currículo? ¿Crees que puedo borrarlo o reescribirlo en cuarenta y ocho horas? Y aunque pudiera, ¿crees de verdad que tu familia me recibiría con los brazos abiertos y el corazón rebosante de buenos sentimientos? Zofia, antes de que hubiera cruzado el umbral de tu casa, una horda de guardias se abalanzaría sobre mí para devolverme al lugar del que procedo, y dudo mucho que hiciera el viaje de vuelta en primera clase.

– He dedicado mi alma a los demás, a convencerlos de que no se resignen nunca a la fatalidad, así que ahora me toca a mí, me ha llegado el momento de saborear la felicidad, de ser feliz. El paraíso es ser dos, y me lo merezco.

– Pides lo imposible. Su oposición es demasiado grande, jamás dejarán que nos amemos.

– Bastaría un poco de esperanza, un indicio. Tan sólo tú puedes decidir cambiar, Lucas; dales una prueba de buena voluntad.

– ¡Me gustaría tanto que lo que dices fuese verdad y que resultara tan fácil!

– ¡Entonces inténtalo, por favor!

Lucas no contestó y se hizo el silencio. Se alejó unos pasos hacia el estrave herrumbroso del gran buque. Cada vez que sus amarras crujían al tensarse, emitiendo unos chirridos salvajes, el Valparaíso adoptaba el aspecto de un animal que lucha para conquistar la libertad, para escoger su última morada: un hermoso naufragio en alta mar.

– Tengo miedo, Zofia…

– Yo también. Deja que te lleve a mi mundo, guiaré todos tus pasos, aprenderé tus despertares, inventaré tus noches, permaneceré junto a ti. Borrare todos los destinos escritos, coseré todas las heridas. Los días que la cólera te domine, te ataré las manos a la espalda para que no te hagas daño, pegaré mi boca a la tuya para ahogar tus gritos y nada será nunca más igual. Y si tú estás solo, estaremos solos en pareja.