– ¡Las siete ya! -exclamó.
Salió del cuarto de baño, que olía agradablemente a eucalipto, y volvió al dormitorio. Abrió el ropero y se quedó dudando entre un jersey ajustado sin mangas y una camisa demasiado grande para ella, unos pantalones de algodón y sus viejos tejanos. Al final optó por los tejanos y la camisa y se subió las mangas. Se colgó el busca del cinturón y se dirigió a la entrada mientras se calzaba unas zapatillas de deporte dando saltitos para no tener que agacharse. Tomó las llaves, decidió dejar las ventanas abiertas y bajó la escalera.
– Esta noche volveré tarde. Nos veremos mañana. Si necesita cualquier cosa, llámeme al busca, ¿de acuerdo?
La señora Sheridan masculló una letanía que Zofia sabía interpretar perfectamente. Algo así como: «Trabajas demasiado, hija. Sólo se vive una vez».
Y era verdad. Zofia trabajaba continuamente en la causa de los demás, sin descansar, sin hacer siquiera una pequeña pausa para comer o beber, pues los ángeles no necesitan alimentarse jamás. Por muy generosa e intuitiva que fuera, Reina no podía imaginar absolutamente nada de lo que a la propia Zofia le costaba llamar «su vida».
Todavía se oía el séptimo toque de las pesadas campanas. Grace Cathedral, en la cima de Nob Hill, quedaba enfrente de las ventanas de la suite de Lucas. Éste chupó con deleite un hueso de pollo, masticó el crujiente cartílago y se levantó para limpiarse las manos en las cortinas. Se puso la chaqueta, se miró en el gran espejo que destacaba sobre la chimenea y salió de la habitación. Bajó el majestuoso tramo de escalera que conducía al vestíbulo y le dirigió una sonrisa burlona a la recepcionista, que agachó la cabeza en cuanto lo vio. Bajo la marquesina, un botones paró inmediatamente un taxi y Lucas se subió sin darle propina. Le apetecía un bonito coche nuevo y el único lugar de la ciudad donde encontrarlo un domingo era en el puerto mercante, pues quedaban muchos modelos aparcados después de que los hubieran desembarcado de los cargueros. Le dijo al taxista que lo llevara al muelle 80… Allí podría robar uno que satisficiera sus gustos.
– ¡Deprisa, se me hace tarde! -le dijo al taxista.
El Chrysler enfiló la calle California hacia la parte baja de la ciudad. Le bastaron apenas siete minutos para atravesar el barrio de los negocios. En todos los cruces, el taxista intentaba usar el bloc de notas y renunciaba a hacerlo refunfuñando; todos los semáforos se ponían en verde y le impedían anotar el destino de la carrera, tal como la ley le obligaba a hacer. «Cualquiera diría que lo hacen a propósito», masculló en el sexto cruce. Por el retrovisor, vio la sonrisa de Lucas al tiempo que el séptimo semáforo le daba paso libre.
Cuando llegaron a la entrada de la zona portuaria, un denso vapor salió por la rejilla del radiador y, tras unos estertores, se paró.
– ¡Sólo me faltaba esto! -exclamó el taxista.
– No le pago la carrera -dijo Lucas en un tono cortante-. No hemos llegado a destino.
Salió y dejó la portezuela abierta. Antes de que el taxista pudiera reaccionar, un geiser de agua oxidada que escapaba del radiador levantó el capó del coche.
– ¡La junta de la culata, tío! ¡Ya puedes despedirte del motor! -gritó Lucas mientras se alejaba.
Al llegar a la garita, le enseñó al guardia una placa de identificación y la barrera de rayas rojas y blancas se levantó. Caminó con decisión hasta el aparcamiento. Allí vio un Chevrolet Camaro descapotable que le pareció sublime y cuya cerradura forzó sin dificultad. Se sentó al volante, escogió una de las llaves del llavero que llevaba colgado del cinturón y unos segundos después arrancó. Avanzó con el coche por la calle central sin sortear ninguno de los charcos que se habían formado en los baches; de este modo, consiguió salpicar todos los contenedores que había a ambos lados y hacer que las matrículas resultaran ilegibles.
Al final de la calle, puso el freno de mano de golpe; el coche patinó de lado hasta detenerse a unos centímetros de la cristalera del Fisher's Deli, la taberna del puerto. Lucas se apeó, subió los tres escalones de madera de la entrada silbando y empujó la puerta.
La sala estaba casi vacía. Normalmente, los obreros iban a tomar un trago después de una larga jornada de trabajo, pero aquel día trataban de recuperar las horas perdidas a causa del mal tiempo. Esa noche acabarían muy tarde, aunque debían resignarse a dejar las máquinas a los equipos de noche, que no tardarían en llegar.
Lucas se sentó a una mesa y miró a Mathilde, que estaba secando vasos detrás de la barra. La joven, azorada por su extraña sonrisa, acudió enseguida a tomarle nota. Lucas no tenía sed.
– ¿Algo de comer? -preguntó la camarera.
Sólo si ella lo acompañaba. Mathilde declinó amablemente el ofrecimiento; tenía prohibido sentarse en la sala durante el horario de trabajo. Lucas disponía de todo el tiempo del mundo, no tenía hambre y se proponía invitarla a otro lugar, pues ése le parecía terriblemente vulgar.
Mathilde se sentía incómoda, ya que el encanto de Lucas distaba mucho de dejarla indiferente. En aquella parte de la ciudad, la elegancia abundaba tan poco como en su vida. Desvió la mirada mientras él la observaba con sus ojos diáfanos.
– Es usted muy amable -murmuró. En ese momento oyó dos breves toques de claxon-. No puedo, precisamente esta noche he quedado para cenar con una amiga. Es ella la que acaba de tocar el claxon para avisarme. Tal vez en otra ocasión.
Zofia entró jadeando y se acercó a la barra, donde Mathilde, recuperado el aplomo, ocupaba de nuevo su puesto.
– Perdona, llego tarde, pero es que he tenido un día de locos -dijo Zofia, sentándose en un taburete.
Una decena de hombres pertenecientes a los equipos de noche entraron en el establecimiento, lo que contrarió mucho a Lucas. Uno de los cargadores se detuvo a la altura de Zofia y le dijo que la encontraba encantadora sin uniforme. Ella le agradeció el cumplido y se volvió hacia Mathilde levantando los ojos al cielo. La atractiva camarera se inclinó hacia su amiga para pedirle que mirara discretamente al cliente de la chaqueta negra que estaba sentado al fondo de la sala.
– Visto. ¡Olvídalo!
– ¡Ya estamos! -murmuró Mathilde.
– Mathilde, tu última aventura estuvo a punto de costarte la vida, de manera que si esta vez puedo evitar que te metas en algo peor…
– No sé por qué dices eso.
– Porque lo que he visto es peor.
– ¿Y se puede saber qué has visto?
– Una mirada deliberadamente turbulenta.
– ¡Oye, oye, no dispares tan rápido! ¡Ni siquiera te había oído cargar el revólver!
– Tardaste seis meses en desintoxicarte de todas las mierdas que tu barman de O'Farrell [2] tenía la generosidad de compartir contigo. ¿Quieres desaprovechar tu segunda oportunidad? Tienes un trabajo, un sitio donde vivir, y estás «limpia» desde hace diecisiete semanas. ¿Es que quieres recaer ahora?
– Mi sangre no está limpia.
– Ten un poco de paciencia y tómate la medicación.
– Ese tipo parece de lo más simpático.
– ¡Sí, como un cocodrilo delante de un solomillo!
– ¿Lo conoces?
– No lo había visto en mi vida.
– Entonces, ¿por qué haces ese juicio tan apresurado?
– Confía en mí, tengo un sexto sentido para estas cosas.
Zofia se sobresaltó al oír la voz grave de Lucas y notar su aliento en la nuca.
– Ya que había quedado en pasar la velada con su deliciosa amiga, sea generosa y acepte una invitación común a una de las mejores mesas de la ciudad. En mi descapotable cabemos perfectamente los tres.
– Tiene usted mucha intuición: no hay nadie más generoso que Zofia -dijo Mathilde, confiando en que su amiga se adaptara a la situación.
Zofia se volvió con la intención de darle las gracias y despedirlo, pero quedó inmediatamente atrapada por los ojos que la miraban. Los dos se miraron largamente, incapaces de decir nada. Lucas intentó hablar, pero de su garganta no salió ningún sonido. Escrutaba en silencio las facciones de aquel rostro femenino tan turbador como desconocido. Ella, que se había quedado sin una gota de saliva en la boca, acercó una mano a la barra y buscó a tientas algo de beber. Un cruce de gestos torpes hizo volcar el vaso, que rodó por la barra de cinc, cayó al suelo y se hizo añicos. Zofia se agachó para recoger con precaución tres trozos de cristal; Lucas se inclinó con intención de ayudarla y recogió cuatro más. Cuando se incorporaron, siguieron mirándose.
Mathilde los había observado a ambos y dijo, irritada:
– ¡Voy a barrer!
– Quítate el delantal y vámonos. Es tardísimo -repuso Zofia apartando la mirada.
Saludó a Lucas con un gesto de cabeza y arrastró sin contemplaciones a su amiga hasta la calle. Al llegar al aparcamiento, apretó el paso. Después de haberle abierto la puerta a Mathilde, subió al coche, arrancó y salió como una exhalación.
– Pero ¿qué te pasa? -preguntó Mathilde, desconcertada.