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– ¿Cómo se llama?

– Melanie Akande. A K A N D E.

– Si vino el martes -dijo Leyton, de mala gana-, ya tiene que figurar en el ordenador. ¿Me espera un momento?

Sus modales eran una desgracia, fríos, agrios, repelentes. Wexford supuso que el mayor placer de su vida era poner la mayor cantidad de pegas. ¿Qué efecto causaría en los solicitantes? Quizá nunca les veía, quizás estaba «muy por encima» (como decía Laurette Akande) para atenderles.

El despacho era todo gris, con archivadores en todas las paredes. Había una silla gris idéntica a las utilizadas por los solicitantes, una mesa de escritorio de metal gris pequeña y un teléfono gris. La vista a través de la ventana parecía un estallido de color, aunque sólo era la ventanilla de entrega de paquetes en la parte de atrás de Marks y Spencers. Cyril Leyton entró en la habitación, con una carpeta llena de hojas sueltas.

– La señorita Akande se presentó a su cita a las dos y media y entregó su ES 461. Ese es el formulario requerido para…

– Ya lo sé -le interrumpió Wexford.

– Bien. La consejera de nuevas solicitudes que le atendió fue la señorita Bystock, pero no podrá hablar con ella, está de baja. -Leyton se humanizó por un segundo-. Uno de esos virus.

– Si ella está enferma, ¿cómo sabe que fue la señorita Bystock quien atendió a Melanie Akande y no el señor Stanton?

– Por favor. Sus iniciales están en la solicitud. ¿Lo ve?

Leyton sólo le mostró a Wexford la esquina inferior derecha de la hoja donde aparecían las iniciales: A. B. escritas a lápiz, mientras ocultaba todo lo demás.

– ¿Alguien más le vio? ¿Alguno de los consejeros? ¿El personal administrativo?

– No, que yo sepa. ¿Por qué?

– A mí no me lo pregunte -le reprochó Wexford, cortante-. No entorpezca mi trabajo. -Leyton abrió la boca, pasmado-. Señor Leyton, es una falta grave obstruir el trabajo policial. ¿Lo sabía? Melanie Akande ha desaparecido de su casa. No se le ha visto desde que salió de este edificio. Es un asunto muy serio. ¿Lee los periódicos? ¿Ve la televisión? ¿Sabe lo que ocurre en el mundo en que vivimos? ¿Tiene algún motivo para entorpecer las averiguaciones?

El rostro del hombre tomó un color rojo oscuro.

– No lo sabía -dijo como si le arrancaran las palabras-. Yo siempre…, bueno, no se me había ocurrido.

– ¿Quiere decir que este comportamiento es el suyo habitual?

Leyton no contestó. Entonces pareció recuperar el control.

– Lo lamento. Estoy sometido a una gran presión. ¿Le ha ocurrido algo? ¿A esta mujer?

– Es lo que pretendo averiguar -Wexford le mostró la foto-. ¿Se lo puede preguntar al personal, por favor?

Esta vez, Wexford esperó fuera del opresivo despacho gris. Recordó la estrofa de un himno: «Débiles hijos del polvo…». Aquel despacho era como una celda hecha de polvo. Leyó los demás carteles, los que proponían los trabajos a prueba, y uno que preguntaba a los empleadores: «¿Escoge siempre a la persona adecuada para ocupar su vacante?». Decidió llenar su propia vacante con uno de los folletos.

No podía ser más apropiado. «Esté alerta», avisaba. «No corra riesgos cuando busque un empleo.» En las páginas interiores leyó: «Dígale a un amigo o familiar dónde va y a que hora espera estar de regreso… Póngase de acuerdo para que le vayan a buscar si la entrevista tiene lugar fuera de las horas de trabajo… Averigüe todo lo que pueda sobre la empresa antes de la entrevista, especialmente si no hay detalles en la oferta de trabajo. Asegúrese de que la entrevista tiene lugar en las oficinas del empleador o, si no, en un lugar publico. Nunca se presente a un trabajo que aparentemente ofrece mucho dinero por muy poco trabajo, ni acepte continuar la entrevista tomando una copa o cenando, aunque todo parezca ir de perlas, o permita que el entrevistador lleve la conversación hacia temas personales que no tienen ninguna relación con el empleo, ni tampoco acepte que el entrevistador le lleve a su casa…»

A Melanie no le habían ofrecido un trabajo, no le habían enviado a una entrevista, ¿o sí? Cyril Leyton regresó acompañado por una administrativa llamada Sra. I. Pamber, una joven bonita de pelo oscuro y brillantes ojos azules, vestida con una falda gris y camisa rosa. Wexford había observado que ningún empleado llevaba téjanos; todos vestían con pulcritud aunque un tanto anticuados.

– Vi a la chica que busca.

– ¿Habló con ella?

– No, no tenía por qué. Yo estaba en el mostrador. Sólo le vi entrar y hablar con Annette… la señorita Bystock.

– ¿Recuerda la hora?

– Tenía cita a las dos y media, y ninguna dura más de veinte minutos. Supongo que fue alrededor de las tres menos veinte.

– Si es que la señorita Bystock la recibió puntualmente. ¿O tuvo que esperar media hora?

– No, es imposible. La última cita de los consejeros es a la tres y media, y sé que Annette tenía otras tres después de verla a ella.

Así que Laurette Akande se había equivocado. Le pidió a Leyton la dirección de Annette Bystock. Mientras el director iba a buscarla, Wexford le preguntó a la joven:

– ¿La vio salir del edificio? ¿Atravesar las puertas?

– Sólo la vi hablar con Annette.

– Gracias por su ayuda, señorita Pamber. Por cierto, puede decirme una cosa, ¿por qué en éstos tiempos en que todo el mundo se trata por el nombre de pila todos ustedes llevan Sr. o Sra. además del apellido y la inicial del nombre en las placas de identificación? Parece demasiado formal.

– Oh, no, en absoluto -contestó la joven. Tenía unos modales encantadores, pensó el inspector, amables y con una pizca de coquetería-. En realidad, soy Ingrid. Nadie me llama señorita Pamber, nadie. Pero dicen que es para nuestra seguridad.

Ella le miró entre las largas pestañas oscuras. Nunca había visto unos ojos tan azules, el azul de la genciana, de la porcelana de Delft o de un zafiro oriental.

– No le entiendo.

– Verá, la mayoría de los clientes están bien, me refiero a que son agradables, pero algunas veces te toca algún chiflado, loco, ya sabe. Una vez apareció una que le tiró ácido a Cyril, quiero decir el señor Leyton. No le acertó pero le faltó poco. ¿No lo recuerda?

Wexford lo recordó vagamente, aunque cuando sucedió estaba de vacaciones.

– Por suerte, no hay muchos capaces de hacer eso. Pero si lleváramos el nombre completo en nuestras placas, pongamos por caso «Ingrid Pamber», podrían buscamos en la guía de teléfonos y…, quién sabe, te llamaría alguien que cree estar enamorado de ti o alguien -y eso es lo más probable- que te odia. Ya sabe, nosotros trabajamos y ellos no, esa es la cuestión.

Wexford se preguntó cuántas ¡I. Pamber! había en la guía telefónica de Kingsmarkham y su distrito, y calculó que sólo una. Sin embargo, mantener los nombres de pila en secreto era una medida prudente. Se le ocurrió que quizás hubiera muchas personas que se imaginarían estar enamoradas de Ingrid Pamber.

Le llamó la atención otro cartel que advertía a los que buscaban un empleo que no le pagaran a nadie por conseguírselo. El sistema parecía abierto a muchos abusos. Con la dirección de Annette Bystock en el bolsillo, salió del edificio y bajó las escaleras. En la media hora transcurrida desde su llegada habían aparecido varios jóvenes que estaban sentados en las balaustradas de piedra; dos fumaban, los otros contemplaban el vacío. No se fijaron en él. En la acera donde alguien, quizás uno de ellos, lo había tirado, había un ES 461, el formulario con páginas de colores. Estaba abierto en la página tres y cuando Wexford se agachó para recogerlo vio que habían contestado la famosa pregunta número cuatro: «Si no trabajó en los últimos doce meses, ¿a qué dedicó su tiempo?». Escrita con letras de imprenta en el espacio asignado había una sola palabra: «Meneármela».

Soltó una carcajada. Comenzó a estudiar el camino que quizá había seguido Melanie Akande al salir de las oficinas. Según Ingrid Pamber, le había sobrado tiempo para coger el autobús de las tres y cuarto a Myringham. La parada estaba a cinco minutos a pie.