Se abrió una puerta y apareció Mae.
– Sabía que te encontraría aquí dentro -dijo, caminando hacia Georgeanne. Llevaba en la mano la carpeta verde que contenía la lista de trabajo y las órdenes de compra junto con un inventario de todos los suministros y los recibos.
Georgeanne sonrió a su mejor amiga y socia y colocó la servilleta doblada de nuevo en la copa.
– ¿Cómo van las cosas en la cocina?
– Oh, el nuevo ayudante del chef se bebió todo ese vino blanco especial que compraste para la ternera.
Georgeanne sintió un vuelco en el estómago.
– Dime que no estás hablando en serio.
– Es una broma.
– ¿De verdad?
– De verdad.
– Pues no tiene gracia. -Georgeanne suspiró aliviada cuando Mae se acercó a ella.
– Puede que no. Pero necesitas relajarte.
– No podré relajarme hasta que esté en casa -dijo Georgeanne ajustando la rosa de la solapa del esmoquin de Mae.
Aunque iban vestidas con la misma ropa, físicamente eran opuestas por completo. Mae tenía la piel suave como la porcelana de las rubias naturales y, con su uno cincuenta y cinco de estatura, era tan delgada como una bailarina. Georgeanne siempre había envidiado el metabolismo de Mae que le permitía comer casi cualquier cosa sin engordar ni un gramo.
– Todo va según el horario previsto. No te pongas histérica, ni corras por ahí, tal como lo hiciste en la boda de Angela Everett.
Georgeanne frunció el ceño y caminó hacia la puerta lateral.
– Aún me gustaría echarle mano al pequeño caniche azul de la abuela Everett.
Mae se rió caminando al lado de Georgeanne.
– Nunca olvidaré esa noche. Estaba en el buffet y te oía chillar en la cocina. Después te arrepentiste toda la noche. -Bajó el tono de voz, e imitó el acento sureño de Georgeanne-. ¡Un perro se comió mis pelotas!
– Dije «albóndigas» [3].
– No. No lo hiciste. Luego te sentaste y clavaste los ojos en la bandeja vacía durante diez minutos.
Georgeanne no lo recordaba de esa manera. Pero incluso ella tenía que admitir que aún no era demasiado buena controlando ese tipo de estrés. Aunque había mejorado bastante.
– Eres una pésima mentirosa, Mae Heron -le dijo, cogiendo la coleta de su amiga y dándole un pequeño tirón, luego volvió a mirar la estancia. La porcelana china estaba brillante, la cubertería de plata reluciente y las servilletas dobladas como si centenares de rosas blancas flotaran sobre las mesas.
Georgeanne estaba sumamente satisfecha consigo misma.
Con el ceño fruncido John Kowalsky se inclinó ligeramente hacia adelante en la silla y miró más de cerca la servilleta que rellenaba su copa. Parecía ser un pájaro o una piña. No estaba seguro.
– Oh, esto es encantador -suspiró Jenny Lange, su pareja esa noche. El recorrió con la mirada el brillante cabello rubio y tuvo que admitir que Jenny le había gustado bastante más el día que la había invitado a salir. Era fotógrafa y la había conocido hacía dos semanas cuando fue a fotografiar para una revista de diseño la casa flotante donde vivía. No la conocía demasiado bien. Parecía una mujer agradable, pero incluso antes de llegar a la cena benéfica había descubierto que no se sentía atraído por ella. Ni un poquito. No por culpa de ella, sino de él.
Volvió a centrar la atención en la servilleta, la sacó del vaso y se la colocó en el regazo. Últimamente había estado pensando en casarse otra vez. Había hablado con Ernie sobre eso. Tal vez esa cena benéfica había despertado algo que permanecía dormido en él. O tal vez fuera porque acababa de cumplir los treinta y cinco; pero lo cierto era que había estado pensando en buscar esposa y tener hijos. Había pensado en Toby, había pensado en él más de lo que lo hacía habitualmente.
John se inclinó en la silla, echó a un lado la solapa de la chaqueta del traje gris carbón de Hugo Boss y se metió la mano en el bolsillo de los pantalones. Quería ser padre otra vez. Quería oír esa palabra, «papá», refiriéndose a él. Quería enseñar a su hijo a patinar tal como le había enseñado Ernie a él. Como cualquier otro padre del mundo, quería estar despierto en Nochebuena y regalar triciclos, bicicletas y coches de carreras. Quería vestir a su hijo de vampiro, o de pirata, y hacer con él «el truco o trato». Pero cuando miraba a Jenny sabía que ella no iba a ser la madre de sus hijos. Le recordaba a Jodie Foster y siempre había pensado que Jodie se parecía un poco a un lagarto. Y no quería que sus hijos parecieran lagartos.
Un camarero interrumpió sus pensamientos y le preguntó si quería vino. John no contestó, luego se inclinó hacia adelante y puso la copa sobre el mantel al revés.
– ¿No bebes? -le preguntó Jenny.
– Claro -contestó, y sacando la mano del bolsillo alcanzó el vaso que había traído desde el cóctel.
– Bebo gaseosa con lima.
– ¿No bebes alcohol?
– No. Ya no. -Dejó el vaso cuando otro camarero le puso un plato de ensalada delante. Llevaba sin beber cuatro años, y sabía que no bebería nunca más. El alcohol lo había convertido en una mierda y al final había acabado cansándose de todo eso.
La noche que batió a los Philadelphia llevándose por delante a Danny Shanahan fue la noche que tocó fondo. Algunos pensaban que Danny, «el Sucio», había obtenido lo que se merecía. Pero John no. Cuando miró al hombre tendido en el hielo, supo que había perdido el control. Le había destrozado las espinillas y le había codeado las costillas más veces de las que recordaba. Había sido una masacre. Pero esa noche se había roto algo en su interior. Antes de que se hubiera percatado de lo que estaba haciendo, había tirado los guantes y se había liado a puñetazos con Shanahan. Danny había recibido una contusión y un viaje a la enfermería. John había sido expulsado y suspendido por seis partidos. A la mañana siguiente se había despertado en la cama de un hotel con una botella vacía de Jack Daniels y con dos mujeres desnudas. Cuando había mirado el techo, asqueado de sí mismo y tratando de recordar la noche anterior, supo que tenía que detenerse.
Desde entonces no bebía. Y nunca había querido volver a hacerlo. Ahora, cuando se acostaba con una mujer recordaba su nombre al despertarse por la mañana. De hecho, sabía casi todo sobre ella antes de llevarla a la cama. Sí, ahora tenía cuidado. Tenía suerte de estar vivo y lo sabía.
– ¿No está precioso el salón? -preguntó Jenny.
John recorrió la mesa con la mirada, luego el estrado que tenían delante. Todas esas flores y velas eran demasiado recargadas y olorosas para su gusto.
– Claro. Queda muy bien -dijo, comiéndose la ensalada. Al terminar, le retiraron el plato y le colocaron otro delante. Había asistido a un montón de banquetes benéficos a lo largo de su vida. También había comido un montón de comida mala en ellos. Pero esta noche la comida era buena; escasa, pero buena. Mucho mejor que el año anterior. En aquella ocasión habían servido un pollo relleno con piñones secos tan duro como los discos de hockey. Pero claro, allí no se iba por la comida. Se iba para soltar dinero. Mucho dinero. Muy poca gente estaba al corriente de la filantropía de John y quería que siguiera siendo así. Hacía eso por su hijo y era parte de su vida privada.
– ¿Qué opinas de que los Avalanche ganen la Copa Stanley? -le preguntó Jenny cuando ya iban por el postre.
John creía que preguntaba para darle conversación. Ella no quería saber lo que él pensaba en realidad, así que se tragó su opinión y fue diplomático.