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– Eso sería quedarse corto. Cuando informé sinceramente a su hermano de las dificultades que me presentaba la niña para cumplir eficientemente mis deberes, sin quejarme, pues simplemente le hice el informe semanal que él exigía, me dijo que en realidad me pagaba muy bien para que educara a su hermana y que si no me gustaba que me tratara como a un gusano, que hiciera algo al respecto.

– ¿Y lo hizo? -preguntó él, sin dejar de sonreír.

Ella estaba bastante erizada de indignación, como si estuviera reviviendo la escena; alargó los pasos; daba la impresión de que ni veía el paisaje oscurecido.

– Me marché a media tarde. Me negué a aceptar que me llevaran en coche, la carta de recomendación e incluso el salario de la semana a que tenía derecho. Y un mes después abrí mi escuela en Bath.

– Yo diría que eso les demostró que usted no era un gusano, señorita Martin. Bien hecho.

De repente ella se rió y enlenteció los pasos.

– Supongo que no dedicaron ni un momento a pensar en mí después que desaparecí por el camino de entrada, o ni siquiera antes que desapareciera.

– A mí me parece que le hicieron un favor, aun cuando fuera sin intención.

– Eso es lo que he pensado siempre. Creo que la vida es generosa con nosotros una vez que hemos demostrado que tenemos la voluntad para tomar un rumbo positivo. La vida está muy dispuesta a abrirnos puertas. Lo que pasa es que a veces perdemos la fuerza de voluntad y el valor y preferimos quedarnos en el lado conocido y seguro de cada puerta. Yo podría haber continuado muchísimo tiempo en ese empleo, por miedo, sufriendo cada momento y luego tal vez haber pasado a otro similar, perdidas para siempre mi confianza en mí misma y la alegría que me da mi profesión.

– ¿Y le da alegría? ¿Enseñar, quiero decir, y dirigir su escuela? Habían llegado a un recodo cerrado; estaban ante una escalera para saltar una cerca que separaba el camino de una pradera oscura. Se detuvieron por acuerdo tácito, y él apoyó el codo en el tablón de arriba y el pie enfundado en la bota en el primer peldaño.

– Sí -contestó ella, con energía, después de pensarlo-. Soy feliz. Uno de mis motivos para ir a Londres es informar a mi agente que ya no necesito la ayuda de mi benefactor. La escuela cubre sus gastos y me deja algo que ahorrar para la vejez. Estoy contenta.

– La envidio -dijo él, sorprendiéndose de decirlo.

– Eso no lo creo, lord Attingsborough -contestó ella con cierta dureza, como si creyera que él se burlaba.

Era imposible verle bien la cara en la creciente oscuridad. Se rió y apuntó hacia el oeste.

– No hemos visto el sol en todo el día -dijo-, pero por lo menos se nos concede el final de la puesta de sol para admirar.

Ella giró la cabeza y contempló la delgada franja de vivos colores rojo y púrpura que se extendía a lo largo del horizonte; después miró hacia el cielo oscuro, lleno de estrellas y con una luna casi llena.

– Qué absolutamente precioso -dijo, con una voz algo diferente, cálida, femenina, a rebosar de un anhelo sin nombre-. Y yo aquí hablando y hablando, y perdiéndomelo. Cuánta belleza dejamos pasar junto a nosotros sin prestarle atención.

– Muy cierto -dijo él, mirándola.

Encontraba algo inesperadamente atractivo en una mujer que se había lanzado de cabeza a conocer la vida y se dedicaba con pasión a las tareas que se había impuesto. Quizá no fuera atractiva físicamente, aunque tampoco era exactamente fea, pero…

Bueno, no lamentaba haberla invitado a salir a hacer esa caminata. Aparte del rapapolvo, le gustaba todo lo que le había oído decir. Y eso le daba cierta tenue esperanza…

Ella suspiró, con la cara levantada hacia el cielo.

– No me había dado ni cuenta de lo mucho que necesitaba esta caminata -dijo-. Es mucho más saludable para el espíritu que acostarse temprano.

¿Sería feliz de verdad?, pensó él. ¿Alguna vez sentiría nostalgia de los sueños de su infancia? Pero claro, la vida es una sucesión de sueños, unos pocos que se hacen realidad, muchos que se van dejando de lado con el paso del tiempo, y uno o dos que continúan toda la vida. Saber cuándo abandonar un sueño era tal vez lo importante, y lo que diferencia a las personas que triunfan en la vida de las personas tristes, amargadas, que nunca dejan atrás las primeras grandes decepciones que esta les da. O de los soñadores fantasiosos que en realidad no la viven.

– La envidio -repitió-. No ha caminado con pasividad por la vía que parecía haberle puesto la vida por delante, sino que ha avanzado resueltamente a largos pasos por un camino trazado por usted misma. Eso es admirable.

Ella apoyó una mano enguantada en el tablón de arriba de la escalera, no muy lejos de su codo, y volvió la cara hacia la de él, aunque dudaba que lo viera en esa oscuridad.

– ¿Y usted no lo ha hecho? -le preguntó; parecía una maestra estricta exigiendo explicaciones a un alumno.

Él se rió en voz baja.

– Cuando a uno le dan el título de cortesía de marqués al nacer, y sabe que algún día será duque, con toda la riqueza, los privilegios y las responsabilidades que vienen con él, normalmente no piensa en escapar por un nuevo camino. No puede. Existe eso llamado deber.

Aunque sí había soñado con escapar.

– Pero siempre hay la opción -dijo ella-. La vida no debe ser nunca insulsa. Los deberes se pueden esquivar, o se pueden cumplir con un mínimo de esfuerzo y entusiasmo, o se pueden abrazar con firmeza de carácter y la decisión de superarse.

– Espero que esto no deje en suspenso una pregunta -dijo él, riendo-. No me va a preguntar en cuál de esas tres categorías entro yo, ¿verdad, señorita Martin?

– No. Perdone. Me he acostumbrado demasiado a arengar a mis niñas. Creo que el entusiasmo y el trabajo por un objetivo expían muchísimos pecados y superan muchos obstáculos. La pasividad es lo que me cuesta tolerar. Es una actitud derrochadora hacia la vida.

Dudaba que ella lo aprobara, entonces. En el colegio había sacado buenas notas, cierto, y siempre había aspirado a la excelencia. Desde entonces era un lector voraz. En su infancia y primera juventud pasaba muchísimo tiempo con el administrador de su padre, para aprender el trabajo y los deberes de un gran terrateniente, y siempre se mantenía informado acerca de los temas y debates de las dos Cámaras del Parlamento puesto que algún día, si sobrevivía a su padre, sería miembro de la de los Lores. Pero eso molestó a su padre; «es como si estuvieras esperando mi muerte con el aliento retenido», le dijo, irritado, una vez que él llegó a casa mojado, embarrado y feliz por haber ido a inspeccionar una zanja de drenaje en Anburey con el administrador.

Así pues, su vida de adulto había sido esencialmente ociosa, como lo era la de la mayoría de sus iguales, cierto. Se ocupaba y estaba al tanto del desarrollo de las cosas en Willowgreen, la casa y modesta propiedad que le otorgó su padre cuando cumplió los veintiún años, pero su deseo de estar cerca de Lizzie en Londres le impedía ir ahí con toda la frecuencia que querría. Su vida no se caracterizaba por ningún vicio en particular ni por un exceso de derroche, a diferencia de sus iguales. Pagaba puntualmente a sus criados y sus cuentas y contribuía con generosos donativos a diversas obras benéficas. No jugaba en exceso. No era mujeriego. Cuando era muy joven había tenido la sucesión habitual de breves encuentros sexuales, cierto, pero después entró Sonia en su vida y luego Lizzie, y justo antes de la llegada de esta, conoció a Barbara. Todo eso mucho antes de cumplir los veinticinco años.

Cerró y abrió la mano sobre el tablón superior de la escalera, mirando hacia la franja de luz crepuscular que se iba desvaneciendo. Desde hacía varios años sentía que su vida estaba esencialmente vacía, como si le hubieran quitado todo el color dejando muchos matices de gris. Una vida esencialmente pasiva.

Ahora, por fin, lo empujaban a dar el paso gigantesco que había evitado resueltamente durante años. Se casaría con Portia Hunt antes que acabara ese año. ¿Mejoraría la calidad de su vida el matrimonio, le devolvería el color? Después de las nupcias se aplicaría al deber inmediato de poner un hijo en la sala cuna. Eso podría sentarle bien a su vida, aunque la sola idea de engendrar un hijo le producía una opresión en el pecho parecida a la angustia.