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Porque de todos modos, siempre estaría Lizzie.

De pronto cayó en la cuenta de que llevaba bastante rato en silencio y seguía abriendo y cerrando la mano, muy cerca de la de la señorita Martin.

– Supongo que deberíamos volver a la posada -dijo, bajando el pie al suelo-. La brisa comienza a soplar fría.

Ella echó a caminar a su lado otra vez, pero sin hacer el menor intento de reanudar la conversación. Su compañía era curiosamente relajante, pensó. Si hubiera ido caminando con la señorita Hunt o con casi cualquiera de las otras damas que conocía, se habría sentido obligado a mantener viva la conversación, sobre cualquier tema trivial, aunque este no tuviera la menor importancia para ninguno de los dos.

La señorita Martin era una mujer digna de respeto, pensó. Tenía muchísimo carácter. Incluso podría caerle bien si llegaba a conocerla mejor.

Ya no le extrañaba que fuera amiga de Susanna. Llegaron a la posada y la acompañó por la escalera hasta el corredor.

– ¿Le parece que mañana nos pongamos en marcha a la misma hora? -preguntó.

– Estaremos listas -contestó ella con voz enérgica, quitándose los guantes-. Gracias por la caminata, lord Attingsborough. Yo la necesitaba, pero no me habría atrevido a aventurarme a salir sola. Sí que hay serias desventajas en ser mujer, pobre de mí.

Él le sonrió, y ella le tendió la mano. Se la cogió, y en lugar de estrechársela, como tal vez era la intención de ella, se la llevó a los labios.

Ella la retiró firmemente y, sin decir otra palabra, se giró, abrió la puerta y desapareció dentro de su habitación. La puerta se cerró con un clic audible.

Eso había sido un error, pensó, mirando la puerta ceñudo. Ella no era el tipo de mujer a la que un hombre le besa la mano; de hecho, la había cerrado sobre la suya con firmeza, y no dejado ahí flácida, esperando a que él hiciera el papel de galán.

Córcholis, eso había sido una torpeza.

Bajó la escalera y se dirigió al bodegón en busca de compañía. Por los sonidos que llegaban del otro lado de la puerta, calculó que no eran muchos los huéspedes que ya se habían ido a acostar.

Eso lo alegró. De repente se sentía curiosamente solo.

Flora se había quedado dormida, tenía la boca abierta y la cabeza le caía hacia un lado. Edna estaba pensativa mirando por la ventanilla. Claudia también.

Cada vez que lo veía, miraba ceñuda al marqués de Attingsborough, montado en otro caballo alquilado, tan elegante y descansado como la mañana del día anterior cuando partieron de Bath. Era extraordinariamente apuesto y encantador. También era, la fastidiaba reconocerlo, una compañía sorprendentemente buena. Esa noche había disfrutado totalmente de la caminata juntos y de la mayor parte de la conversación. Para ella había sido bastante novedoso caminar al aire libre por la noche acompañada por un caballero.

Y entonces él va y estropea esa noche memorable besándole la mano al darle las buenas noches, resucitando su primera impresión de él. Se había sentido tremendamente molesta con aquello. Habían tenido una conversación sensata entre iguales, o al menos eso le pareció. Ella no necesitaba que le arrojara un mendrugo de galantería como si fuera una coqueta tonta.

Vio que había comenzado a llover. Toda la mañana había caído una suave llovizna; pero eso ya no era una llovizna, y dentro de un momento sería algo más que una lluvia suave.

El coche se detuvo, el cochero bajó del pescante, se oyeron voces y entonces se abrió la puerta y subió el marqués sin que se bajaran los peldaños. Claudia se deslizó hasta el extremo del asiento y él se sentó a su lado. Pero los asientos del coche no eran muy largos; tampoco era muy espacioso el interior. Al instante pareció que él lo llenaba todo. Flora se despertó sobresaltada.

– Señoras -dijo él, sonriendo y chorreando agua hasta el suelo, y sin duda sobre el asiento también-, perdónenme que viaje con ustedes hasta que pare la lluvia.

– El coche es suyo -dijo Claudia.

Él volvió hacia ella la cara sonriente y ella tuvo un recuerdo no deseado del calor de esos labios sonrientes sobre el dorso de su mano.

– Y espero que no sea demasiado incómodo -continuó él-, ni el viaje muy tedioso. Aunque eso es una esperanza vana; los viajes son casi siempre tediosos.

Le sonrió a cada una.

Claudia se sentía algo sofocada por su presencia, sensación extraordinariamente tonta. Pero ¿por qué la lluvia no había podido esperar? Olía la humedad de la tela de su chaqueta y su colonia. También olía a caballo, tal como el día anterior. Por mucho que lo intentara, no lograba impedir que su hombro tocara el de él cuando el coche saltaba y se zarandeaba en los surcos de la carretera.

Qué tontería sentirse tan confusa y perturbada, igual que una niña inocente o una solterona gazmoña. ¡Qué absoluta tontería!

Él comenzó a interrogar a las niñas acerca de la escuela, con preguntas inteligentes, hábiles, que obligaron incluso a Edna a contestar con algo más que rubores y risitas histéricas. Y él, cómo no, se veía absolutamente cómodo, como si todos los días compartiera su coche con dos ex alumnas y su directora.

– Anoche hablamos -dijo él finalmente, reacomodando los hombros en la esquina del asiento y cambiando de posición sus largas piernas embutidas en unas botas de montar embarradas de forma que no le quitaran espacio a las de ellas, aun cuando Claudia estaba muy consciente de esas piernas-, acerca de planes de empleo y esperanzas de éxito. ¿Qué me pueden decir de sus sueños? Todos soñamos. ¿Cómo serían sus vidas si pudieran hacer realidad sus deseos?

Flora contestó sin vacilar:

– Yo me casaría con un príncipe, viviría en un palacio, me sentaría en un trono de oro y usaría diamantes y pieles todo el día y dormiría en una cama de plumas.

Todos sonrieron.

– Pero no te sentarías en un trono, Fio -señaló Edna, la eterna realista-, a no ser que te casaras con un rey.

– Eso se puede arreglar sin problema -contestó Flora, sin amilanarse-. Su padre moriría trágicamente al día siguiente de nuestra boda. Ah, y mi príncipe tendría veinte hermanos menores, entre chicos y chicas, y yo un montón de hijos y todos viviríamos juntos en el palacio como una gran y alegre familia.

Suspiró con mucho sentimiento y luego se echó a reír.

A Claudia la conmovieron los últimos detalles; en realidad Flora estaba muy sola en la vida.

– Un sueño digno -dijo el marqués-. ¿Y usted, señorita Wood?

– Mi sueño es tener una tienda pequeña como la que tenían mis padres. Pero sería una librería. Viviría entre los libros todo el día y los vendería a personas que les gustaran tanto como me gustan a mí y… -Se ruborizó y se quedó callada.

En esa sola parrafada había encadenado más palabras de las que Claudia le había oído decir en todo el viaje.

– Y uno de esos clientes sería un apuesto príncipe -añadió Flora-. Pero no «mi» príncipe, Ed, por favor.

– Tal vez Edna sueña con algo más modesto -dijo Claudia-. Un hombre al que le gusten los libros y la ayude a llevar su librería.

– Eso sería tonto -dijo Flora-. ¿Por qué no aspirar a las estrellas si uno está soñando? ¿Y usted, milord? ¿Cuál es su sueño?

– Sí -dijo Edna, mirándolo con ojos ilusionados-. Pero ¿no lo tiene todo ya?

Entonces se ruborizó y se mordió el labio.

– Nadie lo tiene todo jamás -dijo él-, ni siquiera aquellos que tienen tanto dinero que no saben en qué gastarlo. Hay otras cosas de valor, no sólo las posesiones que puede comprar el dinero. A ver… ¿cuál es mi sueño más importante?