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—No merezco estar con ella —dijo—. Sé que es culpa mía. Podía haberme marchado del rancho cuando lo hizo Teddy. Podría haber conseguido ayuda.

Sí, pensé, creo que sí. Que hubieras podido hacer algo.

—Pero creía en lo que estábamos haciendo. Probablemente no lo comprendas. Pero no se trataba sólo de la becerra roja, Tyler. Estaba seguro de que seríamos ascendidos en formas imperecederas. Que al final seríamos recompensados.

—Recompensados ¿por qué?

—Por nuestra fe. Nuestra perseverancia. Porque desde la primera vez que mis ojos vieron a Diane tuve la poderosa sensación de que seríamos parte de algo espectacular, aunque no lo entendiera del todo. Que algún día nos presentaríamos ante el trono de Dios… nada menos. «Que no pasará esta generación hasta que todo esto se cumpla[20]». Nuestra generación, aunque cogiéramos un desvío equivocado al principio de todo. Lo admito, ocurrieron cosas en aquellas congregaciones del Nuevo Reino que ahora me parecen vergonzosas. Embriaguez, lujuria, falsedad. Le dimos la espalda a todo eso, lo que fue para bien; pero era como si el mundo fuera más pequeño cuando no estábamos entre personas que intentaran crear el quiliasmo, por imperfecto que fuera. Como si hubiéramos perdido a nuestras familias. Y pensé, bueno, si miramos la senda más simple y pura, entonces eso nos llevará en la dirección correcta. «Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas[21]».

—El Tabernáculo del Jordán —dije.

—Es fácil ver profecías cumplidas en el Spin. Señales en el sol, en la luna y las estrellas[22], como dice Lucas. Pues bueno, aquí estamos. Y las potencias de los cielos ya se conmovieron[23]. Pero no es… no es como…

Pareció perder el hilo de sus ideas.

—¿Qué tal respira Diane? —pregunté. Pero en realidad no necesitaba preguntar. Podía oír cada inhalación que hacía, laboriosa pero regular. Sólo quería distraer a Simon.

—No parece que esté sufriendo —dijo Simon. Y luego añadió—: Por favor, Tyler. Para y déjame salir.

Viajábamos hacia el este. Había, sorprendentemente, poco tráfico en la interestatal. Colin Hinz me había advertido de retenciones en alrededor del aeropuerto Sky Harbor, pero las habíamos superado tomando un desvío. Aquí fuera sólo nos encontrábamos con unos cuantos coches particulares, aunque había muchos coches abandonados en el arcén.

—Ésa no es una buena idea —dije.

Miré en el retrovisor y vi a Simon enjuagándose las lágrimas con un puño. En ese momento parecía tan asustado y vulnerable como un niño de diez años en un funeral.

—Sólo hay dos cosas importantes en mi vida —dijo—. Dios y Diane. Y a los dos los traicioné. Esperé demasiado. Eres amable al negarlo, pero se está muriendo.

—No necesariamente.

—No quiero estar junto a ella sabiendo que podía haberlo evitado. Prefiero morir en el desierto. Lo digo en serio, Tyler. Quiero bajar del coche.

El cielo volvía a iluminarse de nuevo, un feo resplandor violáceo más parecido a un fluorescente que funcionara mal que a algo salutífero o natural.

—Me importa un carajo —dije.

Simon me dedicó una mirada asombrada.

—¿Cómo?

—Que me importa un carajo cómo te sientas. La razón por la que deberías quedarte con Diane es que tenemos un viaje difícil por delante y no puedo ocuparme de ella y conducir al mismo tiempo. Y tendré que dormir tarde o temprano. Si te pones al volante de vez en cuando entonces no tendremos que pararnos más que para coger gasolina y comida. —Si podíamos encontrar algo de ambas cosas—. Si te marchas, me llevará el doble de tiempo.

—¿ Y eso importa ?

—Puede que no se esté muriendo, Simon, pero sí, está exactamente tan enferma como te imaginas, y morirá si no consigue ayuda. Y la única ayuda que conozco está a un par de miles de kilómetros de aquí.

—El cielo y la tierra pasarán. Vamos a morir todos.

—No puedo hablar por el cielo y la tierra. Me niego a dejarla morir si tengo elección.

—Te envidio —dijo Simon quedamente.

—¿El qué? ¿Qué hay en mí digno de envidia?

—Tu fe —dijo.

Un cierto tipo de optimismo seguía siendo posible, pero sólo por la noche. A la luz del día se marchitaba.

Conduje hacia la Hiroshima del sol naciente. Había dejado de preocuparme por que la luz me matara, aunque probablemente no me hacía ningún bien. Que cualquiera de nosotros hubiera sobrevivido al primer día era un misterio, un milagro, podría haber dicho Simon. Animaba a una especie de pragmatismo desanimado: saqué unas gafas de sol de la guantera e intenté mantener mis ojos fijos en la carretera en vez de en el hemisferio de fuego anaranjado que levitaba sobre el horizonte.

El día se hizo más caliente. También el interior del coche, pero el aire acondicionado trabajaba al límite. (Lo tenía al máximo en un intento por mantener controlada la temperatura de Diane.) En algún momento entre Albuquerque y Tucumcari una oleada de fatiga se adueñó de mí. Mis párpados se cerraban y casi empotré el coche contra una señal de distancia. Después de eso, paré a un lado y apagué el motor. Le dije a Simon que llenara el depósito con uno de los bidones y que se preparara para ponerse al volante. Asintió con renuencia.

Recorríamos más distancia de lo que había esperado. El tráfico era ligero hasta el punto de que a veces no había ninguno, quizá porque la gente tenía miedo de salir a la carretera. Mientras Simon llenaba el depósito, le pregunté:

—¿Qué pusiste de comer?

—Sólo lo que pude coger en la cocina. Tenía prisa. Míralo tú mismo.

Encontré una caja de cartón entre los bidones abollados, los suministros médicos empaquetados y las botellas sueltas de agua mineral en el maletero. Contenía tres cajas de cereales de desayuno, dos latas de carne molida y una botella de Diet Pepsi.

—Jesús, Simon.

Hizo una mueca y tuve que recordarme que para él había cometido blasfemia.

—Fue todo lo que pude encontrar.

Y ni tazones ni cucharas. Pero tenía hambre y sentía la privación de sueño. Le dije a Simon que deberíamos dejar que se enfriara el motor, y mientras tanto nos sentamos a la sombra del coche, con las ventanas abiertas y una brisa que arrastraba arena procedente del desierto, el sol suspendido en el cielo como el mediodía sobre la superficie de Mercurio. Usamos los fondos recortados de las botellas de agua vacías como tazones improvisados y comimos cereales mezclados con agua recalentada. Tenía el aspecto y el sabor del mucílago.

Puse a Simon al corriente de la siguiente etapa de nuestro viaje, le recordé que pusiera el aire acondicionado una vez que estuviéramos en marcha y le dije que me despertara si parecía que había problemas en la carretera.

Luego atendí a Diane. El goteo y los antibióticos parecían haberle dado algo de fuerzas, pero sólo un poco. Abrió los ojos y dijo:

—Tyler.

Después la ayudé a beber un poco de agua. Aceptó un par de cucharadas de cereales pero luego apartó la cabeza. Tenía las mejillas hundidas, los ojos sin vida y fijos.

—Aguanta —dije—. Sólo un poco más, Diane. —Le ajusté el goteo. La ayudé a sentarse, con las piernas abiertas por fuera del coche, mientras soltaba un chorrito de orina pardusca. Luego la limpié y le cambié los pantis sucios por unos calzoncillos limpios de algodón de mi maleta.

Cuando volvió a estar recostada metí una sábana en el hueco estrecho entre los asientos delanteros y el trasero para crear un espacio donde tenderme sin desplazarla. Simon sólo había cabeceado brevemente durante el primer tramo del viaje y debía de estar tan agotado como yo… pero a él no le habían dado con la culata de un rifle. Allí donde el hermano Aaron me había atizado estaba hinchado y dolía mucho cuando ponía los dedos cerca.

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20

Lucas, 21:32. (N. del T.)

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21

Lucas, 21:19. (N. del T.)

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22

«En aquel entonces se verán señales extrañas en el sol, en la luna y en las estrellas». Lucas, 21:25. (N. del T.)

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23

Esta cita se encuentra en varios evangelistas con ciertas variaciones: Mateo, 24:19; Marcos, 13:25; Lucas, 21:26. (N. del T.)