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—A Jason le pasaban muchas cosas, pero estar confuso no era una de ellas. Estaba con él cuando murió.

—¿Ah, sí? Eso es interesante, porque a diferencia de ti, yo estaba con él cuando estaba vivo.

Carol inhaló bruscamente y giró la cabeza como si la hubiesen abofeteado.

—Vamos, Carol —dijo E. D. —. Yo fui quien educó a Jason y lo sabes. Puede que no te guste el tipo de vida que le di, pero eso fue lo que hice: darle una vida y los medios para vivirla.

—Yo lo parí.

—Eso fue una función fisiológica, no un acto moral. Todo lo que Jason tuvo me lo debía a mí. Todo lo que aprendió, se lo enseñé yo.

—Para bien o para mal…

—Y ahora me condenas simplemente porque me preocupan determinados asuntos de importancia que…

—¿Qué asuntos de importancia?

—Obviamente, estoy hablando de la autopsia.

—Sí. Lo mencionaste por teléfono. Pero es algo indigno y además es claramente imposible.

—Esperaba que te tomaras mis preocupaciones en serio. Está claro que no es así. Pero no necesito tu permiso. Hay hombres en el exterior de este edificio esperando para reclamar el cuerpo, y pueden presentar órdenes judiciales bajo el Acta de Medidas de Emergencia.

Carol se apartó un paso de él.

—¿Tanto poder tienes?

—Ni tú ni yo tenemos elección en este asunto. Ocurrirá nos guste o no. Y en realidad se trata sólo de una formalidad. No se le hará daño a nadie. Así que, por amor de Dios, conservemos algo de dignidad y respeto mutuo. Déjame quedarme con el cuerpo de mi hijo.

—No puedo hacerlo.

—Carol…

—No puedo darte su cuerpo.

—No me estás escuchando. No tienes elección.

—No, lo lamento, pero el que no escucha eres tú. Escucha, E. D. No puedo darte su cuerpo.

E. D. abrió la boca y luego la cerró. Sus ojos se abrieron de par en par.

—Carol —dijo—. ¿Qué has hecho?

—No hay cuerpo. Ya no. —Los labios de Carol se curvaron en una sonrisa astuta y amarga—. Pero supongo que puedes quedarte con las cenizas. Si insistes.

Llevé a Carol en coche de vuelta a la Gran Casa, donde su vecino Emil Hardy (que había abandonado su efímero periódico local cuando volvió la electricidad) había estado velando a Diane.

—Hablamos de los viejos tiempos en el barrio —dijo Hardy cuando se iba—. Solía contemplar a los chavales en sus bicicletas. De eso hace mucho tiempo. Lo que le pasa en la piel…

—No es contagioso —dijo Carol—. No te preocupes.

—Es poco corriente, sin embargo.

—Sí. Poco corriente sí que lo es. Gracias, Emil.

—A Ashley y a mí nos encantaría que vinieras a cenar en alguna ocasión.

—Suena encantador. Dale las gracias a Ashley de mi parte. —Cerró la puerta y se volvió hacia mí—. Necesito una copa. Pero lo primero es lo primero. E. D. sabe que estás aquí. Así que tendrás que marcharte, y tendrás que llevarte a Diane contigo. ¿Puedes hacerlo? ¿Llevártela a algún lado? ¿A algún lado donde E. D. no la encuentre?

—Por supuesto que puedo. Pero ¿qué pasará contigo?

—No estoy en peligro. E. D. puede que envíe gente a registrar la casa en busca de cualquier tesoro que crea que Jason le robó. Pero no encontrará nada… siempre que no dejes absolutamente nada atrás, Tyler. Y no puede quitarme la casa. E. D. y yo firmamos nuestro armisticio hace mucho tiempo. Nuestras escaramuzas son triviales. Pero a ti sí que puede hacerte daño, y puede hacerle daño a Diane aunque no lo pretenda.

—No dejaré que eso ocurra.

—Entonces recoge tus cosas. Puede que no tengas mucho tiempo.

El día antes de que el Capetown Maru tuviera previsto cruzar el Arco subí a la cubierta para contemplar el amanecer. El Arco era casi invisible, sus columnas descendentes ocultas por el horizonte al este y al oeste, pero en la media hora antes del amanecer su ápice era una línea en el cielo casi directamente encima nuestro, afilada como una navaja y brillando suavemente.

Se había atenuado detrás de la bruma de un cirro al llegar la mañana, pero todos sabíamos que estaba allí.

La perspectiva del tránsito ponía nervioso a todo el mundo, no sólo a los pasajeros, sino también a la veterana tripulación. Atendían sus asuntos como de costumbre, cumpliendo con sus tareas en la nave, reparando maquinaria, descascarillando y repintando la superestructura, pero había un brío en el ritmo de su trabajo que no había estado presente el día anterior. Jala subió a la cubierta arrastrando una silla de plástico y se sentó junto a mí, protegido del viento por los contenedores pero con una estrecha vista del mar.

—Éste es mi último viaje al otro lado —dijo Jala. Estaba vestido para el calor de la mañana con una holgada camisa amarilla y vaqueros. Se había desabotonado la camisa para dejar su pecho al descubierto al sol. Cogió una lata de cerveza de la nevera portátil que había al lado y la abrió. Todas esas acciones mostraban a un seglar, un hombre de negocios que desdeñaba por igual la sharia musulmana y el adat de los minang—. Esta vez —dijo—, no habrá vuelta atrás.

Había quemado sus puentes, literalmente, si tenía algo que ver con organizar los disturbios de Teluk Bayur. (Las explosiones fueron una tapadera sospechosamente conveniente para nuestra escapada, aunque la conflagración casi nos pilló en medio.) Durante años Jala había dirigido un negocio de tráfico de emigrantes muchísimo más lucrativo que su empresa legal de importación/exportación. La gente daba más dinero que el aceite de palma, decía. Pero la competencia de la India y el Vietnam era durísima y el clima político se había agriado; mejor retirarse a Puerto Magallanes ahora que pasar el resto de su vida en una prisión de los Nuevos Reformasi.

—¿Has hecho el cruce anteriormente?

—Dos veces.

—¿Fue difícil?

Se encogió de hombros con indiferencia.

—No te creas todo lo que oyes.

Hacia mediodía todos los pasajeros estaban en cubierta. Además de los aldeanos minangkabau había un surtido de gente procedente de Aceh[25] y emigrantes malayos y tailandeses, quizá un centenar en total. Demasiada gente para los camarotes disponibles, pero tres contenedores de aluminio en la bodega habían sido reconvertidos en camarotes, cuidadosamente ventilados.

Éste no era el lúgubre y a menudo mortal negocio de tráfico de personas que solía llevar refugiados a Europa y Norteamérica. La mayor parte de la gente que cruzaba el Arco cada día formaba parte del exceso con el que no podían copar los endebles programas de reasentamiento de la ONU, a menudo con dinero para gastar. Éramos tratados con respeto por la tripulación, gran parte de la cual había pasado tiempo en Puerto Magallanes y que entendían su atracción y las trampas que conllevaba.

Uno de los tripulantes había delimitado una parte de la cubierta principal como campo de fútbol, marcado con redes, donde jugaba un grupo de niños. De vez en cuando el balón pasaba volando por encima de las redes, a menudo para ir a parar al regazo de Jala, para su disgusto. Ese día Jala estaba irritable.

Le pregunté cuándo cruzaría el barco.

—Según el capitán, a menos que haya un cambio de velocidad, dentro de doce horas o así.

—Nuestro último día sobre la Tierra —dije.

—No hagas chistes con eso.

—Lo decía literalmente.

—Y mantén la voz baja. Los marineros son supersticiosos.

—¿Qué harás en Puerto Magallanes?

Jala enarcó las cejas.

—¿Que qué haré? Follarme a mujeres hermosas. Y posiblemente a unas cuantas feas también. ¿Qué si no?

El balón de fútbol sobrevoló las redes otra vez. Esta vez Jala lo atrapó y lo aseguró contra su vientre.

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25

Territorio especial de Indonesia al norte de la isla de Sumatra; fue el punto más cercano al epicentro del seísmo de 2004. (N. del T.)