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—Es hipotético —dijo ella, en un tono que sugería cualquier cosa menos hipotético.

Pero no la presioné. No había nada que pudiera hacer para mejorar la situación excepto cooperar.

Empezaba la segunda semana del tratamiento y se acercaba la crisis. La droga marciana se había acumulado hasta llegar a algún nivel crítico en mi sangre y mis tejidos. Incluso cuando la fiebre remitía, me sentía desorientado, confuso. Los efectos puramente físicos tampoco eran cosa de risa. Dolores en las articulaciones. Ictericia. Sarpullido, si se entiende por «sarpullido» la sensación de que la piel se te cae capa a capa, dejando al descubierto carne como la de una herida abierta. Algunas noches dormía durante cuatro o cinco horas (mi récord estaba en cinco) y me despertaba en medio de un charco de fluidos y partículas de piel desprendidas que Diane limpiaba de la cama manchada de sangre mientras yo me sentaba artríticamente en una silla al lado de la cama.

Llegué a desconfiar incluso de mis momentos más lúcidos. A menudo lo que sentía era pura claridad alucinatoria, el mundo era superbrillante e hiperdefinido, las palabras y los recuerdos haciendo girar las ruedas dentadas de una máquina descontrolada.

Para mí era malo. Y puede que para Diane fuera peor: tenía que encargarse del orinal las veces que me quedaba incontinente. En cierta forma, estaba devolviendo un favor. Yo había estado con ella cuando soportó esa fase de la lucha. Pero de eso hacía muchos años.

La mayoría de las noches dormía a mi lado, aunque no sé cómo lo soportaba. Mantenía una cuidadosa distancia entre nosotros: a veces sólo la presión de la sábana de algodón era tan dolorosa que me hacía llorar, pero su presencia casi subliminal era reconfortante.

En las noches realmente malas, cuando me revolvía y le daba con el brazo, se acurrucaba en la alfombrilla estampada de flores cerca de las puertas de la terraza.

No contaba mucho acerca de sus excursiones en Padang. Sabía más o menos lo que hacía allí: haciendo contactos entre los sobrecargos y agentes marítimos, evaluando opciones para atravesar el Arco. Trabajo peligroso. Si había algo que me hiciera sentir peor que los efectos de la droga, era ver a Diane salir por la puerta hacia un submundo asiático potencialmente violento sin más protección que un espray de defensa personal y su considerable valor.

Pero incluso ese riesgo era preferible a que ellos nos atraparan.

Estaban (y con ese «ellos» quiero decir los agentes de la administración Chaykin y sus aliados en Yakarta) interesados en nosotros por varias razones. Por la droga, por supuesto, y, más importante todavía, por las copias digitales de los archivos marcianos que teníamos. Y les hubiera encantado poder interrogarnos sobre las últimas horas de Jason: el monólogo que había presenciado y grabado, todo lo que me había contado sobre la naturaleza de los Hipotéticos y el Spin, conocimientos que sólo Jason había poseído.

Me dormí y me desperté, y ella se había marchado.

Pasé una hora contemplando cómo se movían las cortinas de la terraza, cómo la luz del sol iluminaba el tramo visible del Arco y perdido en ensoñaciones sobre las Seychelles.

¿Has estado alguna vez en las Seychelles? Yo tampoco. Lo que me daba vueltas a la cabeza era un viejo documental de la PBS[6] que había visto una vez. Las Seychelles son islas tropicales, hogar de las galápagos, del coco de mer[7] y de una docena de variedades de pájaros exóticos. Geológicamente, son todo lo que queda de un antiguo continente que una vez unió Asia y Sudamérica, mucho antes de la evolución de los humanos modernos.

Los sueños, había dicho Diane en una ocasión, son metáforas que se han vuelto salvajes. La razón por la que soñaba con las Seychelles (según me la imaginé diciéndomelo) era porque me sentía sumergido bajo las aguas, antiquísimo, casi extinto.

Como un continente que se hundía, inundado por la perspectiva de su propia transformación.

Me volví a dormir. Desperté, y no había vuelto.

Desperté en la oscuridad, todavía solo y sabiendo que había pasado demasiado tiempo. Mala señal. En el pasado, Diane siempre había vuelto hacia el anochecer.

Me había estado revolviendo en sueños. La sábana de algodón yacía hecha un ovillo en el suelo, apenas visible a la luz reflejada por el techo de yeso desde la calle. Tenía frío, pero me sentía demasiado dolorido para acercarme y recuperarla.

El cielo en el exterior era exquisitamente claro. Si apretaba los dientes e inclinaba la cabeza a la izquierda podía ver unas pocas estrellas brillantes. Me entretuve con la idea de que, en términos relativos, algunas de esas estrellas podían ser más jóvenes que yo.

Intenté no pensar en Diane, en dónde podría estar ni lo que le podría estar pasando.

Y al final volví a quedarme dormido con la luz de las estrellas incandescente sobre mis párpados, fantasmas fosforescentes que flotaban en la oscuridad rojiza.

La mañana.

O al menos pensaba que era de mañana. Más allá de la ventana se veía algo de luz diurna. Alguien, probablemente la limpiadora, llamó dos veces a la puerta y dijo algo en malayo con tono airado. Y volvió a irse.

Ahora estaba preocupado de verdad, aunque en esta fase particular del tratamiento la preocupación se traducía en una difusa irritación egoísta. ¿Qué demonios se le había metido en la cabeza a Diane para estar ausente durante tanto tiempo, y por qué no estaba allí para cogerme de la mano y refrescarme la frente? La idea de que le hubiera pasado algo era impensable, improbable e inadmisible ante el tribunal.

Sin embargo, la botella de plástico que había junto a la cama llevaba vacía desde ayer o más, tenía los labios resecos hasta el punto de agrietarse, y no podía recordar cuándo había sido la última vez que me había tambaleado hasta el cuarto de baño. Si no quería que mis riñones dejaran de funcionar, tendría que beber agua del grifo del lavabo.

Pero sólo sentarme en la cama sin gritar ya era todo un esfuerzo. El acto de bajar las piernas por mi lado del colchón era casi insoportable, como si mis huesos y cartílagos hubieran sido reemplazados por cristales rotos y cuchillas de afeitar oxidadas.

Aunque intenté distraerme pensando en otra cosa (las Seychelles, el cielo), incluso ese leve analgésico se vio distorsionado por la lente de la fiebre. Me imaginé que oía la voz de Jason detrás de mí, Jason pidiéndome que le trajera algo, un trapo, un paño, porque tenía las manos sucias. Salí del baño con una toalla en vez de un vaso de agua y estaba a medio camino de volver a la cama cuando me di cuenta de mi error. Estúpido. Vuelta a empezar. Llévate la botella de agua vacía esta vez. Llénala hasta arriba. Llénala hasta que rebose. Llena la cantimplora.

Le entregaba un paño en el cobertizo del jardín detrás de la Gran Casa donde el jardinero guardaba sus herramientas.

Él tendría unos doce años. Principios de verano, un par de años antes del Spin.

Agita el agua y prueba el sabor del tiempo. Ahí vienen los recuerdos.

Me sorprendí cuando Jason sugirió que intentáramos arreglar el cortacésped a gasolina del jardinero. El jardinero de la Gran Casa era un belga irritable llamado De Meyer que fumaba Gauloises sin parar y que sólo ponía cara agriada cuando intentábamos hablar con él. Había estado soltando tacos contra el cortacésped porque tosía humo y se paraba cada pocos minutos. ¿Por qué hacerle un favor? Pero era el desafío intelectual lo que fascinaba a Jase. Me dijo que había estado despierto hasta bien pasada la medianoche, estudiando motores de gasolina en internet. Dijo que quería ver cómo era uno in vivo. El hecho de que yo no sabía qué significaba in vivo hacía parecer doblemente interesante todo el asunto. Dije que me encantaría ayudarle.

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6

Public Broadcasting Service. Cadena pública norteamericana con un cierto énfasis en contenidos educativos. (N. del T.)

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7

Lodoicea maldivica o «coco de mar». Palmera cuyo fruto, uno de los más pesados del mundo, se encontraba a veces flotando en el mar, e incluso arrastrado por las corrientes hasta las Maldivas. (N. del T.)