Entonces volví a quedarme solo, en el hogar que no era un hogar, y me senté en el sofá, maravillándome durante un instante de lo poco que había cambiado esa habitación. Tarde o temprano recaería en mí la labor de disponer de los contenidos de la casa, una tarea en la que apenas soportaba pensar, una tarea más difícil, más imposible que sembrar vida en otro planeta. Pero quizá fuera porque reflexionaba sobre ese acto de deconstrucción que reparé en el hueco del estante al lado de la televisión.
Reparé en ello porque, hasta donde sabía, el estante superior sólo había recibido alguna limpieza superficial con plumero en todos los años que había vivido allí. El estante superior era el trastero de la vida de mi madre. Podía recitar el orden de los contenidos de ese estante simplemente cerrando los ojos y visualizándolo: sus anuarios del instituto (Escuela Martell de Enseñanza Secundaria en Bingham, Maine, 1975, –76, –77, 78); su libro de graduación en Berkeley, 1982; un buda de jade que era un sujetalibros; su diploma en un marco; el archivador de acordeón donde guardaba su certificado de nacimiento, pasaporte y documentos tributarios; y, sujetas por otro buda verde, tres cajas de zapatos etiquetadas como recuerdos (carrera):
RECUERDOS (MARCUS) y MISCELÁNEA.
Pero esa noche el segundo buda de jade estaba torcido y la caja etiquetada recuerdos (carrera) había desaparecido. Supuse que había sido ella la que la había bajado, aunque no la había visto en ninguna parte de la casa. De las tres cajas, la única que había abierto con regularidad en mi presencia era miscelánea. Estaba repleta de programas de conciertos y resguardos de billetes, quebradizos recortes de periódicos (incluyendo las esquelas de sus padres), un pin de recuerdo de su luna de miel en Nova Scotia con la forma de la goleta Bluenose,[9] cajas de cerillas de restaurantes y hoteles que había visitado, bisutería, un certificado de bautismo e incluso un rizo de mi propio pelo de bebé conservado en un doblez de papel encerado cerrado con un alfiler.
Bajé la otra caja, la que estaba marcada recuerdos (marcus). Nunca había tenido especial curiosidad por mi padre, y mi madre rara vez había hablado de él aparte de la típica descripción somera (un hombre guapo, un ingeniero, un coleccionista de discos de jazz, el mejor amigo de E. D. en la universidad, pero bebedor en exceso y una víctima —una noche en la carretera cuando volvía a casa después de ver a un distribuidor de electrónica en Milpitas— de su propia afición a los coches rápidos). Dentro de la caja de zapatos había un fajo de cartas en sobres de papel vitela con la dirección escrita con una letra brusca y clara que supuse que debía ser la suya. Había enviado esas cartas a Belinda Sutton, el nombre de soltera de mi madre, a una dirección de Berkeley que no reconocí.
Extraje una de las cartas del fajo, la abrí y saqué el papel amarillento y lo desdoblé.
El papel no estaba rayado pero la escritura lo atravesaba en paralelas claras y definidas. Querida Bel —comenzaba, y continuaba—: Creía haberte dicho todo por teléfono la noche pasada pero no puedo dejar de pensar en ti. Escribir esta carta me parece una forma de traerte cerca de mí. ¡Aunque no tan cerca como estuvimos en agosto! Reviso ese recuerdo como si fuera una cinta de vídeo todas las noches que no puedo yacer a tu lado.
Y había más que no leí. Doblé la carta, la introduje en su sobre amarillento, cerré la caja y la devolví a su sitio.
Por la mañana tocaron a mi puerta. La abrí esperando a Carol o a algún enviado de la Gran Casa.
Pero no era Carol. Era Diane. Diane vestida con una falda azul medianoche que llegaba hasta el suelo y una blusa de cuello alto. Tenía los brazos cruzados bajo los pechos. Me miró, sus ojos chispeaban.
—Lo siento tanto —dijo—. Vine tan pronto como lo oí.
Pero era demasiado tarde. El hospital había llamado diez minutos antes. Belinda Dupree había muerto sin recuperar la conciencia.
En el servicio funerario E. D. habló breve e incómodamente y no dijo nada importante. Yo hablé, Diane habló, Carol quiso hablar pero al final estaba demasiado afectada o ebria para subir al pulpito.
El panegírico de Diane fue el más conmovedor, cadencioso y sentido de todos, un catálogo de las bondades que mi madre había exportado al otro lado del jardín como regalos procedentes de una nación más rica y generosa. Todo lo demás en la ceremonia pareció mecánico en comparación: rostros casi desconocidos emergían de la multitud para expresar sus condolencias y emitir sus medias verdades, y yo les daba las gracias y sonreía, hasta que llegó la hora de ir a la tumba.
Hubo función esa noche en la Gran Casa, una recepción posfuneral en la que colegas de negocios de E. D., a los que no conocía, pero algunos sí que habían conocido a mi padre; me ofrecieron sus condolencias, y también el personal doméstico de la Gran Casa, cuyo pesar era más auténtico y más difícil de soportar.
Los camareros se deslizaban entre la multitud con vasos de vino en bandejas de plata y bebí más de lo que debería, hasta que Diane, que también había estado revoloteando entre los invitados, me tiró de la manga para apartarme de otra salva de lamento-su-perdida y me dijo:
—Necesitas aire.
—Hace frío ahí fuera.
—Si sigues bebiendo te volverás intratable. Ya estás a medio camino. Vamos, Ty, sólo durante un par de minutos.
Salimos al jardín. Jardín marrón de mediados de invierno. El mismo césped donde habíamos contemplado los momentos iniciales del Spin hacía casi veinte años. Rodeamos el perímetro de la Gran Casa, más bien paseamos, pero al gélido viento de marzo y la nieve granulosa que todavía se alojaba en todo espacio resguardado o sombreado.
Ya nos habíamos dicho todas las obviedades. Habíamos comparado notas: mi carrera, mi mudanza a Florida, mi trabajo en Perihelio; sus años con Simon, a la deriva desde el NR hasta una ortodoxia habitual, dando la bienvenida al Éxtasis mediante la piedad y la abnegación. («No comemos carne —me confió—. No usamos fibras artificiales»). Caminando a su lado, achispado, me pregunté si me habría vuelto desagradable o repugnante a sus ojos, si era consciente de los canapés de queso y jamón en mi aliento y la chaqueta de fibra sintética que llevaba puesta. No había cambiado mucho, aunque estaba más delgada de lo que solía ser, puede que más de lo que debería, la línea de su mandíbula resaltaba con dureza contra el cuello alto y cerrado de la prenda.
Estaba lo suficientemente sobrio para agradecerle que intentara despejarme.
—Yo también tenía que salir de ahí —dijo—. Toda esa gente a la que E. D. invitó. Ninguno conocía a tu madre más que de vista. Ni uno solo. Están ahí dentro hablando de proyectos de ley sobre expropiaciones o el tonelaje transportable. Haciendo tratos.
—Quizá sea la forma que tiene E. D. de rendirle homenaje. Sazonando el velatorio con celebridades de la política.
—Ésa es una forma muy generosa de interpretarlo.
—Todavía sigue enfureciéndote. —Y con qué facilidad, pensé.
—¿E. D.? Por supuesto que sí. Aunque sería más caritativo perdonarle. Cosa que tú sí pareces haber hecho.
—Tengo menos cosas que perdonarle —dijo—. No es mi padre.
No pretendía decir nada especial. Seguía siendo muy consciente de lo que Jason me había contado hacía unas semanas. Se me atragantaron las palabras, me di cuenta de lo que pasaría incluso antes de que las palabras salieran de mi boca, me ruboricé cuando hube terminado. Diane me dedicó una larga mirada de incomprensión; luego abrió mucho los ojos en una expresión que entremezclaba enfado y vergüenza tan evidente que era capaz de leerla pese a la tenue luz procedente del porche.
9
Famoso barco de competición (y de pesca) canadiense, botado en 1921 y hundido en 1946, que se convirtió en símbolo nacional y local.