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—Tú y Simon…

—Oh, sí, estamos sanos. —Sonrió—. Y gracias por preguntar, doctor Dupree. Pero perdimos amigos por el sida y las drogas. El movimiento era una montaña rusa: amor todo el camino de subida y pena en todo el de bajada. Todo el que haya sido parte de él te lo dirá.

Probablemente, pero la única veterana del NR que conocía era Diane.

—Los últimos años no han sido fáciles para nadie.

—Simon lo pasó muy mal intentando entenderlo. Creía de verdad que éramos una generación bendita. Una vez me dijo que Dios se había acercado tanto a la humanidad que era como estar sentado al lado de un horno en una noche de invierno, que prácticamente podía calentarse las manos con el Reino de los Cielos. Todos nos sentíamos así, pero la verdad es que sacaba lo mejor de Simon. Y entonces empezó a ir mal, cuando tantos de nuestros amigos empezaron a enfermar o a convertirse en adictos de uno u otro tipo, y eso le dolió muchísimo. También fue cuando empezó a escasear el dinero, y al final Simon tuvo que buscar trabajo, los dos tuvimos que hacerlo. Hice trabajos temporales durante años. Simon no pudo encontrar un trabajo secular pero hace las veces de portero en nuestra iglesia de Tempe, el Tabernáculo del Jordán, y le pagan lo que pueden… está estudiando para su certificado de instalador de gas.

—No es exactamente la Tierra Prometida.

—Pues no, pero ¿sabes una cosa? No creo que tenga que serlo. Eso es lo que le digo. Quizá podemos sentir la llegada del quiliasmo, pero todavía no está aquí… tenemos que jugar los últimos minutos del partido aunque el resultado esté predeterminado. Y quizá se nos esté juzgando por eso. Tenemos que jugar como si tuviera importancia.

Volvimos al piso donde nos hospedábamos. Diane se paró ante su puerta.

—Lo que estoy recordando es lo bien que me sienta hablar contigo. Solíamos hablar muchísimo, ¿lo recuerdas?

Confiándonos nuestros miedos mediante el casto medio del teléfono. Ella siempre lo había preferido así. Asentí.

—Quizá podamos volver a hacerlo —dijo ella—. Quizá pueda llamarte desde Arizona alguna vez.

Ella, por supuesto, sería la que me llamara, porque puede que Simon no se tomara a bien que yo la llamara a ella. Eso quedaba implícito. Así como la naturaleza de la relación que proponía. Sería su colega platónico. Alguien inofensivo a quien confiarse cuando tuviera problemas, como el amigo gay del personaje femenino principal en un drama de multicine. Charlaríamos. Compartiríamos cosas. Nadie se haría daño.

No era lo que quería ni lo que necesitaba, pero no podía decirlo ante esa mirada ansiosa y ligeramente perdida que me dedicaba. En vez de eso, dije:

—Claro que sí.

Me sonrió, me abrazó y me dejó en el pasillo.

Me quedé despierto más tarde de lo que debería, restañando mi dignidad herida, inmerso en el ruido y las risas procedentes de las habitaciones cercanas, pensando en todos los científicos e ingenieros de Perihelio, JPL[10] y Kennedy, en toda esa gente de los periódicos y los medios de comunicación que observaban la luz de los reflectores sobre los distantes cohetes, todos nosotros haciendo nuestro trabajo aquí, al final de la historia humana, haciendo lo que se esperaba de nosotros, jugando como si importara.

Jason llegó al mediodía del día siguiente, diez horas antes de la hora programada para la primera oleada de lanzamientos. El tiempo era soleado y en calma, un buen presagio. De todos los emplazamientos de lanzamiento global el único que obviamente no podría cumplir con su cometido era el complejo Kourou expandido en la Guayana Francesa, cerrado por una feroz tormenta de marzo. (Los microorganismos de la ESA se retrasarían un día o dos… o medio millón de años, tiempo del Spin).

Jase vino directamente a mi suite, donde Diane y yo lo estábamos esperando. Llevaba un chubasquero barato de plástico y una gorra de los Marlins encasquetada sobre los ojos para ocultarse ante los periodistas.

—Tyler —me dijo cuando abrí la puerta—. Lo siento. De haber podido, hubiera estado allí.

El funeral.

—Lo sé.

—Belinda Dupree era lo mejor de la Gran Casa. Lo digo en serio.

—Gracias —dije, y me aparté de su camino.

Diane cruzó la habitación hacia él con expresión temerosa. Jason cerró la puerta detrás de él, sin sonreír. Se quedaron separados por un metro de distancia. El silencio era denso. Jason lo rompió.

—Con ese cuello —dijo— pareces un banquero Victoriano. Y deberías coger algo de peso. ¿Tan difícil es conseguir una comida decente en pleno país de las vacas?

—Más cactus que vacas, Jase —dijo Diane.

Y se rieron y se lanzaron a un abrazo.

Salimos a la terraza después de que anocheciera, sacamos sillas cómodas y pedimos una bandeja de crudités (a petición de Diane) al servicio de habitaciones. La noche era tan oscura como cualquier otra noche despejada de estrellas bajo la mortaja del Spin, pero las plataformas de lanzamiento estaban iluminadas por focos gigantescos y sus reflejos danzaban sobre las nubes pasajeras.

Jason había estado viendo a un neurólogo desde hacía ya unas semanas. El diagnóstico del especialista había sido el mismo que el mío: Jason sufría esclerosis múltiple severa que no respondía a tratamiento, para la cual el único tratamiento útil era un regimiento de fármacos paliativos. De hecho el neurólogo había querido someter el caso de Jason al Centro de Control de Enfermedades como parte de su estudio en marcha sobre lo que llamaban EMA: esclerosis múltiple atípica. Jase le había amenazado o sobornado para que abandonara la idea. Y por ahora, al menos, el nuevo cóctel de fármacos lo mantenía en remisión. Estaba tan plenamente funcional y capaz de valerse como siempre. Las sospechas que Diane pudiera tener quedaron prontamente apaciguadas.

Había traído una botella de auténtico y carísimo champán francés para celebrar los lanzamientos.

—Podríamos tener asientos VIP —le dije a Diane—. Gradas de sol por fuera de la planta de ensamblaje de vehículos. Codeándonos con el presidente Garland.

—La vista desde aquí es igual de buena —dijo Jason—. Mejor. Aquí no somos decorado en una foto oportunista.

—Nunca he conocido a un presidente —dijo Diane.

El cielo, por supuesto, estaba oscuro, pero la televisión de la habitación (la habíamos encendido para oír la cuenta atrás) hablaba sobre la barrera del Spin, y Diane volvió la vista al cielo como si pudiera volverse milagrosamente visible, la caja que guardaba al mundo. Jason vio la inclinación de su cabeza.

—No deberían llamarlo una barrera —dijo Jason—. Ninguna de las publicaciones científicas lo hace.

—¿Oh? ¿Y cómo lo llaman?

Jason se aclaró la garganta.

—Una membrana extraña.

—Oh, no. —Diane se rio—. No, es espantoso. Eso no es aceptable. Suena a trastorno ginecológico.

—Sí, pero «barrera» es incorrecto. Es más bien como una capa límite. No es una línea que se cruza. Adquiere objetos de manera selectiva y los acelera hacia el universo exterior. El proceso es más parecido a la osmosis que a, digamos, atravesar una cerca. Por tanto, membrana.

—Me había olvidado de cómo es hablar contigo, Jase. Puede ser un poco surrealista.

—Callad —les dije—. Escuchad.

Ahora la imagen en la tele había pasado a la transmisión de la NASA, una voz impersonal de control de misión estaba recitando la cuenta atrás. Había doce cohetes listos y preparados en sus plataformas. Doce lanzamientos simultáneos, un acto que una agencia espacial menos ambiciosa hubiera determinado poco práctico y radicalmente inseguro. Pero vivíamos en tiempos más osados o desesperados.

—¿Por qué tienen que lanzarse todos a la vez? —preguntó Diane.

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10

Jet Populsion Lab, el famoso «laboratorio de propulsión a chorro» sito en Pasadena. (N. del T.)