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—Algo así. No pregunté. Ni Jason tampoco. Puede que Diane lo supiera… ella prestaba atención a ese tipo de cosas.

—No tiene importancia. ¿Fueron a un camping en las montañas? Túmbese de lado, por favor.

—El tipo de camping que tiene aparcamiento. No era exactamente naturaleza prístina. Pero era un fin de semana de septiembre y teníamos el lugar para nosotros solos. Plantamos las tiendas e hicimos una hoguera. Los adultos… —recordé su nombre—. Los Fitch cantaban canciones y nos hacían cantar los estribillos. Debían tener grandes recuerdos de sus campamentos de verano. Era bastante deprimente, la verdad. Los Fitch adolescentes odiaban todo el asunto y se escondían en su tienda a escuchar música con auriculares. Los Fitch adultos al fin se dieron por vencidos y se fueron a la cama.

—Y dejaron a los tres niños sentados alrededor de la hoguera. ¿Era una noche despejada o una lluviosa, como ésta?

—Una clara noche de otoño, muy diferente de esta, con sus coros de ranas y el tableteo de las gotas contra el techo. No había luna pero sí abundancia de estrellas. No era templada pero tampoco hacía frío de verdad, aunque habíamos subido algo a las montañas. Hacía viento. Tanto viento que se podía oír a los árboles hablando entre sí.

La sonrisa de Ina se ensanchó.

—¿Los árboles hablando entre sí? Sí, conozco ese sonido. Ahora a la izquierda, por favor.

—El viaje había sido tedioso pero ahora que sólo estábamos los tres empezábamos a sentirnos bien. Jase sacó un linterna y nos apartamos unos metros del fuego, caminamos hasta un espacio abierto en una alameda, lejos de los coches, de las tiendas y de la gente, donde el terreno descendía hacia el oeste. Jason nos mostró la luz zodiacal que se alzaba en el cielo.

—¿Qué es la luz zodiacal?

—Luz solar que se refleja en granos de hielo en el cinturón de asteroides. A veces se puede ver en noches muy claras y oscuras. —O se podía, antes del Spin. ¿Seguía habiendo luz zodiacal o la presión solar había barrido el hielo?—. Salía del horizonte como el aliento en invierno, algo lejano, delicado.

Diane estaba fascinada. Escuchó la explicación de Jason, y eso era cuando las explicaciones de Jason todavía la fascinaban, todavía no las había dejado atrás al crecer. Amaba su inteligencia, le amaba por su inteligencia…

—¿Como el propio padre de Jason, quizá? Boca abajo, por favor.

—Pero no de esa forma posesiva. Era puro encantamiento que la dejaba patidifusa.

—Perdón, ¿patidifusa?

—Con los ojos abiertos como platos. Entonces el viento empezó a arreciar y Jason encendió la linterna y la apuntó a los álamos para que Diane pudiera ver la forma en que se movían las ramas. —Con esas palabras me sobrevino un vivido recuerdo de Diane con un suéter de punto al menos una talla demasiado grande para ella, con las manos perdidas en la lana, con los brazos entrecruzados, la cara alzada hacia el haz de luz y sus ojos que reflejaban esa misma luz en lunas solemnes—. Le mostró la forma en que las ramas más grandes se agitaban como a cámara lenta y las más pequeñas más rápido. Eso se debía a que cada rama y ramita tenían lo que Jason llamaba frecuencia resonante. Y podías pensar en esas frecuencias resonantes como notas musicales, dijo. El movimiento del árbol por el viento era en realidad una especie de música en un tono demasiado bajo para el oído humano, el tronco del árbol cantaba una nota de bajo, las ramas cantaban en tenor y las ramitas tocaban el flautín. O, dijo Jason, podías pensar en ello en términos de números puros, cada resonancia, desde el viento mismo hasta el temblor de una hoja, haciendo un cálculo dentro de un cálculo dentro de un cálculo.

—Lo describe de manera muy hermosa.

—Ni la mitad de hermosa que como lo describió Jason. Era como si estuviera enamorado del mundo, o al menos de los patrones que había en él. La música que contenía. Ay.

—Lo siento. ¿Y Diane amaba a Jason?

—Amaba la idea de ser su hermana. Estaba orgullosa de él.

—¿Y usted amaba la idea de ser su amigo?

—Supongo que sí.

—Y amaba a Diane.

—Y ella a usted.

—Quizá. Eso quería yo.

—Entonces, si me permite la pregunta, ¿qué fue mal?

—¿Qué le hace pensar que algo fue mal?

—Todavía se aman, eso es obvio. El uno al otro. Pero no como un hombre y una mujer que hayan estado juntos durante muchos años. Algo debió separarlos. Discúlpeme, ha sido muy impertinente por mi parte.

Sí, algo nos había separado. Muchas cosas. La más obvia, supongo, era el Spin. Diane sentía un terror particular por el Spin, por razones que nunca entendí del todo; como si el Spin fuera un desafío y un reproche a todo aquello que la hacía sentirse segura. ¿Qué le hacía sentirse segura? El ordenado progreso de la vida; amigos, familia, trabajo… una especie de sensatez fundamental de las cosas, que en la Gran Casa de E. D. y Carol Lawton ya debió parecerle frágil, más deseado que real.

La Gran Casa la había traicionado y al final incluso Jason la había traicionado a ella: las ideas científicas que él le presentaba como regalos, que una vez le parecieron tan tranquilizadoras, los acogedores acordes mayores de Newton y Euclides, se volvieron extraños y más ajenos: la longitud de Plank (por debajo de la cual las cosas ya no se comportaban como cosas); agujeros negros, sellados por su propia densidad imponderable en un reino más allá de la causa y el efecto; un universo que no sólo se expandía sino que aceleraba hacia su propio fin. Una vez me contó, cuando San Agustín todavía estaba vivo, que cuando ponía su mano sobre el pelaje del perro podía sentir su calor y su vitalidad… no contar los latidos de su corazón, ni reflexionar sobre los vastos espacios entre los núcleos y los electrones que constituían su ser físico. Diane quería que San Agustín fuera él mismo y que fuera entero, no la suma de sus aterradoras partes, no un fugaz epifenómeno evolutivo en la vida de una estrella moribunda. Había demasiada escasez de amor y afecto en su vida y cada instante de ella tenía que ser contado y guardado en el cielo, aprovisionado contra el invierno del universo.

El Spin, cuando llegó, debió parecerle una monstruosa reivindicación de la visión que su hermano tenía del mundo, más aún debido a la obsesión de Jason con el fenómeno. Claramente, había vida inteligente en la galaxia; y era igual de obvio que no era como nosotros. Era inmensamente poderosa, aterradoramente paciente y completamente indiferente al terror que había infligido al mundo. Al intentar imaginar a los Hipotéticos uno podía tener la imagen mental de unos robots hiperinteligentes o inescrutables seres de energía; pero jamás el toque de una mano, un beso, una cama calentita o un mundo que consuela.

Así que odiaba al Spin de una forma profundamente personal, y creo que fue ese odio el que al final la llevó a Simon Townsend y al movimiento NR. En la teología del NR el Spin se convirtió en un acontecimiento sagrado pero también en algo subordinado: era grande, pero no tan grande como el Dios de Abraham; era conmovedor, pero no tan conmovedor como un Salvador crucificado, un sepulcro vacío.

Le conté algo de eso a Ina.

—Por supuesto —dijo ella—, no soy cristiana. Ni siquiera soy lo suficientemente islámica para satisfacer a las autoridades locales. Corrompida por el occidente ateo. Ésa soy yo. Pero incluso en el Islam hubo movimientos así. La gente balbucía cosas sobre el imán Mehdi y Ad-Dajjal,[12] sobre Yajuj y Majuj bebiéndose el mar de Galilea. Porque creían que así tenía más sentido. Ya está. He terminado. —Acababa de rasparme las plantas de los pies—. ¿Siempre ha sabido todas esas cosas sobre Diane?

¿Saber en qué sentido? Sentido, sospechado, intuido… ¿pero sabido? No. No podía afirmarlo.

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12

Figuras de la escatología islámica, aproximadamente equivalentes a la de un redentor que l egará al fin de los tiempos (Mehdi, «el guiado») y un anticristo (Dajjal, «el Impostor»). Yajuj y Majuj son la versión coránica de Gog y Magog, figuras bíblicas hostiles al pueblo de Dios con multitud de representaciones diferentes según la fuente (líderes, tribus, naciones, gigantes, demonios…). (N. del T.)